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Authors: Martin Davidson

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El nazi perfecto (15 page)

BOOK: El nazi perfecto
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Goebbels no se conformaba sólo con informes. Pronto transformó estos enfrentamientos en material de leyenda. Pero Bruno y sus camaradas de las SA ya no participaban en meras refriegas violentas; en cuanto Goebbels terminó de aleccionarles, se vieron convertidos en figuras heroicas. El más famoso de estos altercados fue el de Pharus Hall, en febrero de 1927, un auditorio espacioso del barrio de Wedding, al norte de la ciudad.

Tras elegir adrede un lugar en el mismo centro de una zona comunista, la concentración de Pharus Hall fue anunciada con carteles que adoptaban la retórica de la jerga proletaria. «El Estado burgués se aproxima a su fin. ¡Hay que forjar una nueva Alemania!» Los comunistas locales replicaron debidamente con sus propios carteles: «¡Wedding rojo para el proletariado rojo! ¡Haremos papilla a todo el que se atreva a poner un pie en el Pharus Hall!»
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Bruno era un integrante de la pandilla borracha y enfurecida que ya estaba exaltada antes siquiera de que Goebbels subiera al estrado. Sólo hizo falta una mínima provocación desde el fondo para que se iniciara un lanzamiento masivo de botellas y patas de las sillas.

En vez de correr en busca de refugio, Goebbels aguantó a pie firme, gritando en medio de la gresca y rodeado por los SA más gravemente heridos. Más tarde ensalzó a sus hombres como los «aristócratas del movimiento», gigantes políticos que tenían garantizado el interés de los redactores jefe de los periódicos, que en efecto les consagraron páginas enteras. Esta secuencia de hechos se repetiría periódicamente a lo largo de los seis años siguientes. La política se había vuelto sinónimo de violencia, tanto retórica como física
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. Bruno formaba parte de aquel fenómeno en las calles de Berlín y en las páginas de su prensa.
[95]

Por absorbente que fuera, todavía tenía que encontrar tiempo para terminar su formación de dentista. Aunque académicamente menos exigente que la completa licenciatura universitaria que requería un
Zahnarzt
, el
Dentist
alemán tenía que dominar las prácticas fundamentales: extracciones, empastes, implantes de dientes falsos, aunque no estaban autorizados a realizar trabajos en las raíces o reconstrucciones dentales. Sólo después podría empezar a trabajar. Cada minuto de su jornada (así como muchas noches y todos los fines de semana) lo pasaba con un torno o un estandarte nazi en la mano.

La carrera que había elegido le situaba entre una minoría elitista dentro de su regimiento de las SA, por lo demás compuesto de trabajadores manuales y parados. La mayoría de los soldados de asalto tenían que abandonar la política cuando no vestían el uniforme, pero Bruno, como estudiante de medicina, disponía de amplio espacio para satisfacer sus ansias
völkisch
incluso cuando no llevaba la camisa parda. Casi por accidente había optado por un campo atenazado por la revolución intelectual y en todos los sentidos tan trascendental como la esfera más amplia de la política: el de la medicina.

Hasta entonces, Bruno había extraído el ímpetu de su nacionalismo
völkisch
de las plumas de los folcloristas de la Liga Pangermánica, los chiflados de la Sociedad Thule y otros teóricos raciales. Pero los médicos también tenían una función que cumplir. Con sus estetoscopios y teoría de los gérmenes, una nueva generación de doctores se propuso redefinir dónde terminaba la humanidad y empezaba la medicina. Como consecuencia, Bruno era un soldado enrolado en otra
Kampf
más, lo que los nazis llamaban su «lucha racial» o
RassenKampf
, cuyo último objetivo era la denominada salud racial o
Rassenkunde
. Tan importante como el uniforme inmaculado de una enfermera o un pabellón de hospital fregado a conciencia, era un cuerpo político exento de septicemia. Alentados por un torrente de libros y propaganda, muchos médicos alemanes abrazaron sus nuevas responsabilidades con ganas.
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Incluso siendo un aprendiz de dentista, a Bruno le enseñaron que ya no era un simple médico. Su responsabilidad profesional no sólo incluía el bienestar de sus pacientes individuales, sino la salud de todo el país.

No obstante la febril actividad de las SA, los nazis no tenían prácticamente nada que mostrar, aparte de aquellos huesos rotos. Sus resultados en las elecciones nacionales y locales de 1927 fueron, una vez más, lamentables. El ruido que hacían y la notoriedad que habían conseguido no les reportaban dividendos políticos. Las concentraciones continuaron, así como las palizas y la intimidación, pero el propio movimiento parecía haberse detenido, estancado en un umbral de unos pocos centenares de miles de fanáticos
überzeugt
.

Y de nuevo tenían problemas con la ley. Las SA se habían mantenido lo más cerca posible del margen de legalidad, pero aún tenían que franquearlo. En 1927 los nazis recibieron otra bofetada en su larga trayectoria de prohibiciones políticas. El uniforme de las SA fue declarado ilegal y a Goebbels se le prohibió hablar en público. Según la crónica del Sturm 33, se les obligó a abandonar sus desfiles y ondear de banderas y a sustituirlos por charlas vespertinas celebradas en bodegas, pisos «de amigos» o locales situados fuera del perímetro de la ciudad.

Las SA, con todo, no se desanimaron. Los alemanes podían no votar a los nazis, pero el país seguía siendo profunda y agresivamente nacionalista. El sumamente autoritario Von Hindenburg fue elegido canciller en 1925, y cientos de miles de alemanes entusiastas se echaron a la calle para festejarlo con fiestas y procesiones de Stahlhelm
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. La gran mayoría de la sociedad desconfiaba del gobierno de izquierda de los años veinte y aborrecía el espectro del comunismo. Tampoco los nazis eran los únicos a quienes dolían las viejas heridas nacionales. Hacía más de diez años desde el final de la Primera Guerra Mundial y el detestado Tratado de Versalles, pero había pocos alemanes para los que estos temas no conservaran un fuerte poder emotivo.

Para gran frustración de los nazis, estos rencores ardientes no influyeron en el propósito de voto de sus compatriotas, que siguió siendo dictado firmemente por las lealtades de clase y religión. Gran parte de la población era enfáticamente nacionalista en todo excepto en su comportamiento en las urnas. El mensaje de agravio nacional del nacionalsocialismo resonaba en muchos habitantes de la Alemania de Weimar más hondamente de lo que sus adversarios se negaban a creer. Para demostrar que eran algo más que sólo otro partido, los nazis necesitaban que ocurriera algo enorme y cataclísmico, una crisis tan radical que el propio país pareciera en peligro. A fines de 1929 se cumplió su deseo: el viernes negro, 25 de octubre, se hundió la bolsa de Nueva York.

El crac de Wall Street y la Gran Depresión que siguió golpeó duramente a Alemania. Todo el brillo de Weimar, los musicales, las películas, los restaurantes, el neón de los clubs nocturnos, había sido sufragado por los préstamos americanos a corto plazo. Su idilio con el corajudo descaro de Norteamérica había granjeado a Berlín la fama de ser un satélite lejano de Hollywood y Broadway, para horror de los conservadores culturales como el ultranacionalista compositor Hans Pfitzner, para quien la «avalancha del fox-trot» significaba «el ataque espiritual norteamericano contra la cultura europea».
[98]
Pero miles de berlineses ordinarios estaban hechizados por artistas sensacionales como la bailarina negra estadounidense Josephine Baker
[99]
. Las preferencias de Bruno se inclinaban por los clásicos ligeros, sobre todo las operetas y las marchas, así como las canciones que se podían cantar con una jarra de cerveza en la mano, pero no era ajeno al canto de la vida nocturna berlinesa.

La retirada del dinero americano sumió a Alemania en un desastre económico. A diferencia de la crisis de 1923, el resultado no fueron los precios galopantes de la hiperinflación, sino la catastrófica deflación, que generó un desempleo masivo. Esto supuso el mayor favor a la «política catastrofista» de Hitler. Las cifras son escalofriantes:

En 1929, 31.800 berlineses se quedaron sin trabajo. Para finales de septiembre de 1931 eran 323.000. En abril del año siguiente, se apuntaron en el paro 603.300, mientras que la cifra real se calculaba en más de 700.000. Berlín contenía ahora más del 10% del total de la población desempleada de Alemania. La persistente pobreza extenuó a la gente. Era la segunda vez en un decenio que el sistema de Weimar le había fallado, y su cólera era palpable
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.

No es de extrañar que Stephen Spender tuviera la certeza de captar «un olor omnipresente de decadencia irremediable […] [que] venía del interior de aquellas mansiones ahora convertidas en chabolas pretenciosas».
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A los alemanes, con su acusada ética del trabajo, siempre les había costado sobrellevar especialmente el desempleo. El paro desgarraba al país, dividía a las familias y a los vecindarios y, lo peor de todo, vulneraba el orgullo masculino. El novelista Christopher Isherwood, que vivía en Berlín en aquella época, describe la desesperación reinante:

Una mañana tras otra, en toda la inmensa ciudad húmeda y gris, y en las colonias de cobertizos como cajas de embalaje de los huertos de las afueras, los jóvenes se levantaban para otro día vacío y ocioso que pasar del mejor modo posible; vendiendo cordones de botas, mendigando, jugando a las damas en el vestíbulo de la oficina de empleo, merodeando por los urinarios, abriendo la puerta de automóviles, ayudando a cargar cajas en los mercados, cotilleando, holgando, robando, pillando soplos sobre las carreras de caballos, compartiendo colillas recogidas en la cuneta, cantando canciones folclóricas por un penique o Groschen en patios y entre estaciones en los vagones del metro.
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Pero el impacto real del paro era cómo se sentían sus víctimas. La Depresión devolvió a la superficie recuerdos traumáticos de la pesadilla de la posguerra, de la cual, en principio, había surgido el nacionalsocialismo, cuando el país se sentía más roto o vituperado que nunca. Así lo expresaba un artículo contemporáneo:

La pérdida del trabajo no sólo priva a un hombre de los ingresos necesarios, sino que también le arrebata el sentido de la vida. El parado ve desaparecer el suelo debajo de sus pies cuando pierde su posición y su jerarquía. Su puesto de trabajo representa para el trabajador el lugar que ocupa dentro de la sociedad humana. Al perder el empleo pierde su justificación vital, y no sólo en la comunidad del
Volk
, sino también en su pequeño círculo familiar.
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La crisis venía de perlas para la propaganda de los nazis, que veían en el desplome económico mundial una alegoría perfecta de la lucha darwiniana que libran todos los países y que Alemania estaba perdiendo.

La Depresión reforzó igualmente el alarmismo del antisemitismo nazi, en el que ocupaba un lugar central el mito de que los judíos controlaban el dinero del mundo. Culpar a los judíos de la calamidad económica alemana era cada vez más gratificante para millones de jóvenes airados. La resistencia a la polémica nazi empezaba a debilitarse. Christopher Isherwood vio cómo se introducían en la mentalidad dominante opiniones que hasta entonces habían sido coto fanático del nazismo: «Allí se estaba fabricando el hirviente brebaje de la historia […] que pondría a prueba la verdad de todas las teorías políticas, igual que el cocinero pone a prueba los libros de cocina […] En el brebaje de Berlín hervían el desempleo, la desnutrición, el pánico bursátil, el odio al Tratado de Versalles y otros fuertes ingredientes.»
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Para Bruno, la Gran Depresión era el milagro que los nazis estaban esperando. Goebbels les había dicho en 1926 que sólo conseguirían algo si movilizaban el hambre, la desesperación y el sacrificio. Una consecuencia inmediata fue que las SA se vieron inundadas de nuevos miembros que buscaban refugio de los estragos del paro.
Stürme
que habitualmente contaban con alrededor de sesenta hombres duplicaron y hasta triplicaron su tamaño en 1930-1931. La influencia de las SA se extendió por la ciudad incluso más rápida y profundamente, sobre todo en barriadas obreras donde el desempleo tuvo el efecto más devastador. El periódico del SPD
Vorwärts
publicó una entrevista con un nuevo afiliado al Sturm 33 de Bruno: «Cuando a Konrad Domning, de diecinueve años, al dejar los estudios […] le preguntaron por qué había ingresado en las SA, dio la respuesta clásica: “Mi padre estaba sin blanca, era ya invierno, ¡no tenía ninguna posibilidad de aprender un oficio!”» Walter Stennes, al mando de la división oriental de las SA, informó a su jefe, Ernst Röhm, de que en sus
Stürme
el 67 % de los miembros eran desempleados.

Aún más atractivo para los parados alemanes era que los batallones de las SA no tenían su base en barracones, sino en tabernas locales llamadas
Sturmlokalen
(locales para los batallones). La mezcla de bebidas, tabaco y la camaradería del resentimiento compartido obraron como un imán para los desafectos, en especial sobre aquellos de otro modo condenados a pasarse la vida en pisos enanos, rodeados de mujeres angustiadas y niños llorando.

El Sturm 33 de Bruno no era una excepción. Les costó un tiempo encontrar una sede adecuada, porque los dueños de bares tenían cuidado de no atraerse líos, pero finalmente aterrizaron en uno cuyo propietario simpatizaba con la causa nazi. Como consta más tarde en los anales del batallón: «Por entonces no era fácil encontrar un
Sturmlokal
apropiado […] significaba que el dueño tenía que asumir un gran riesgo. Pero poco después encontramos una taberna ideal, Zur Altstadt, en la Hebbelstrasse 20, propiedad de un tal Robert Reissig.»
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Fue el abrevadero favorito de Bruno y base de sus actividades en las SA durante varios años, porque estaba sólo a unos minutos andando de su casa en Charlottenburg.

Los nazis no fueron los únicos extremistas que se beneficiaron del caos del paro. También lo hizo el partido comunista, cuyas huestes aumentaron espectacularmente. Las dos fuerzas opuestas de Berlín contaban ahora con miles de hombres, veteranos de la línea dura como Bruno y novatos desconcertados y furibundos. Al crecer en número aumentó su capacidad de violencia. Las campañas publicitarias de Goebbels contribuyeron a erigir un culto despiadado al subsiguiente derramamiento de sangre. Cuanta más se derramaba, tanto más exaltaba él el heroísmo y el sacrificio de sus hombres. Los comunistas no podían igualarlos.

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