Pero no para Jünger o sus primeros lectores fervorosos. Es imposible que no sorprenda su negativa a derramar lágrimas de cocodrilo por la crueldad física de la guerra, o su pasión por la adrenalina de matar: es una sinceridad aleccionadora, en cierto modo, pero no podría estar más alejada del mundo de Wilfred Owen o Robert Graves. Ellos son compasivos y Jünger es despiadado; en ellos hay elegía, en él éxtasis; en él hay hierro y acero en lugar de carne y sangre; en lugar de los muertos, cuyo recuerdo persigue y escarmienta, para Jünger están los caídos cuyo sacrificio consumará algún día la venganza; en vez de barro y ratas hay tierra que la sangre hace sagrada. El Jünger soldado de asalto nunca se siente más vivo que cuando está rodeado de los hombres a los que acaba de matar. Pero las intensas evocaciones del combate se convierten en algo más funesto: en una celebración de la propia guerra. Era una forma de hablar de ella que a muchos veteranos (y más tarde a los nazis) les parecía poderosa y fascinante, y que se convertiría en uno de los mitos fundacionales del Tercer Reich
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. No es de extrañar que a Bruno le complaciera tanto regalarme el libro; era otro más de sus regalos cargados de un propósito ulterior.
Y no obstante, a pesar de su suprema violencia, en
Tempestades de acero
ni siquiera se menciona la política o el nacionalismo. La descripción que hace Jünger de la guerra no dice nada de la atracción de los imperios o la necesidad de invadir o dominar otros países; para él la única función de la guerra era brindar a sus participantes las experiencias más desafiantes abiertas a un hombre mortal. Para Bruno y sus semejantes esto no bastaba, por estimulante que juzgaran su prosa. Ellos sí se interesaban por el nacionalismo y la política, los imperios y la invasión, y veían que Jünger, por el contrario, no (por lo menos no todavía; cambiaría con el tiempo). De momento tendrían que buscar sus modelos en otras partes.
Algunos, por supuesto, seguían el ejemplo ofrecido por los Freikorps, que tan implacablemente habían reprimido los disturbios comunistas. Pero aquí también había limitaciones. Para los nuevos nacionalistas alemanes como Bruno, disparar a los espartaquistas o derribar a porrazos a unos amotinados, como habían hecho los Freikorps, era un espectáculo agradable, pero no bastaba para construir el futuro. El estilo literario de Jünger era demasiado olímpico para movilizar a las masas; los Freikorps, por su parte, eran demasiado nihilistas, estaban demasiado marcados y hechizados por la adicción a corto plazo a la violencia callejera. Ni uno ni otros salvarían a Alemania.
Lo que Bruno empezaba a buscar era la política: no sólo la emoción literaria o la acción en sí misma, sino un programa de valores que articulasen un gobierno eventual que algún día tomase las riendas del país. Idealmente combinaría la tenacidad y el activismo de los Freikorps con la adoración de Jünger del combatiente alemán, pero no se limitaría a esto.
Algo parecido a lo que Bruno estaba buscando empezaba a aflorar en focos aislados de toda Alemania. Todos los agravios y rencores nacidos de la derrota y la revolución empezaban a unirse lentamente, no sólo en feroz oposición a Weimar, sino que además ofrecía un programa para un tipo de país totalmente diferente. Durante 1919 y 1920, facciones y sectas minúsculas y empobrecidas se reunieron en los márgenes derechistas de la política alemana. En el sur estaba el Partido Nacionalsocialista alemán de Anton Drexler y en el norte el Partido Popular de la Libertad de Erich von Ludendorff. Sus nuevos manifiestos nacionalistas eran la cantinela insistente y tribal de los años finales de la adolescencia de Bruno
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. Con una capa exterior de idealismo étnico y un núcleo interior de puro afán vindicativo, llegarían a dominar los años venideros.
Su atractivo residía en el extremismo con que expresaban su aborrecimiento no sólo de los partidos políticos rivales, sino el conjunto de la política de Weimar per se. Mucho más difícil de determinar era lo que harían con el poder si alguna vez lo conquistaban. ¿Cómo sería un gobierno nacionalista
völkisch
? Nadie lo sabía. La ferocidad de su mensaje y la hondura de su fervor nacionalista carecían de precedentes. Pero todo aquello estaba a punto de cambiar. Los extremistas alemanes quizá habían languidecido estando tan lejos del poder, pero no sucedía lo mismo en Italia. Europa tenía en su seno un nuevo estado que dio al mundo la primera, larga y dura mirada a la contrapartida derechista del bolchevismo. El fascismo —el único sistema político inventado en el siglo XX
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— tendría mucho que enseñar a los bisoños nacionalistas alemanes, y una de esas lecciones, y no la menos importante, sería la manera de lograr «un tipo de gobierno abiertamente antidemocrático e imperialista […] [que] en cierto sentido sea comparable (en la dirección opuesta) al de Lenin».
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Los nacionalistas alemanes y los fascistas italianos veneraban muchos valores que definían sus recuerdos de las trincheras. Uno de ellos era la camaradería; los otros eran el deber, la obediencia y la valentía. Pero todos palidecían ante lo que para muchos seguía siendo la cúspide de su experiencia de combate: la violencia. La violencia templaba a un soldado y lo convertía en un hombre de acero
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. La violencia también tornaba dinámico y viril a un sistema político, en lo contrario de todo lo que es cobarde o impotente. Por eso pasó a ser el ingrediente principal de una nueva religión política.
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Pero ¿contra quién se dirigía esta violencia? El mundo todavía hervía de cuentas pendientes. La idea de un «enemigo interior» cobró forma después de 1918, con consecuencias atroces. Los comunistas parecían los candidatos obvios. Eran los que estaban embelesados por una potencia extranjera y su ideología ajena, y los que se habían lanzado a las calles con sus estandartes rojos y pregonado la insurrección nacional. Pero ¿de verdad podían unos pocos bolcheviques, tan fácilmente aplastados por los Freikorps, haber puesto de rodillas al poderío del Reich alemán? El bolchevismo era demasiado reciente y estaba demasiado desorganizado para haber sido capaz de un acto de sabotaje semejante. La podredumbre tenía que estar en otro lado.
¿Quién obtenía mayor beneficio de la humillación alemana? ¿Quién había tenido la influencia, la organización y sobre todo la motivación para socavar al Reich? ¿A quién se podía acusar de ser el enemigo de la nacionalidad alemana? ¿Quién merecía que le culpasen? Para los alemanes que no tenían intención de aceptar que un ejército extranjero les había superado en potencia de fuego y eficacia militar, había una explicación mucho más satisfactoria de su infortunio, que podía basarse en una teoría sobre el mundo y que había sido formalmente bautizada por el escritor alemán Wilhelm Marr a finales del siglo XIX: el antisemitismo. Los nacionalistas radicales tenían ahora su «explicación»: los judíos habían socavado el ejército alemán.
Para muchos de los veteranos que volvían, era una «verdad» que decían les saltaba a la vista. Desde el momento que regresaron del frente, encontraron un paisaje lleno de injurias sexuales, una repugnancia melindrosa y la obscenidad de la desigualdad social, tras todo lo cual estaban convencidos de que se escondía el espectro que fundía todos estos horrores en una figura única: la de los judíos.
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Culparles era un medio facilísimo de arremeter contra el odio a sí mismos desencadenado por la derrota. Una vez desatado, aquel antisemitismo nuevo y virulento creció velozmente gracias a tres grandes falsedades, cada una ampliación de la otra, antes de acabar adquiriendo vida propia.
El tema del dinero fue el primero que vinculó explícitamente la «cuestión judía», como se llegaría a llamarla, con la guerra misma. Ofrecía un ligero sesgo malvado a la teoría de «la puñalada en la espalda» tan querida por los resentidos generales alemanes. Empezó con cuchicheos conspiratorios y acabó como un maligno artículo de fe: los judíos habían eludido la parte que les correspondía del combate, y lo habían hecho para quedarse en casa y enriquecerse con la guerra. El general Ludendorff fue simplemente el más encumbrado (y no el último) de una larga lista de alemanes notables que se refugiaron en un tópico antisemita cuando escribió: «Los judíos fueron esencialmente los que más se beneficiaron con la guerra. Adquirieron una influencia dominante en las “empresas bélicas” […] que les dieron la ocasión de enriquecerse a expensas del pueblo alemán y apoderarse de la economía alemana, con el fin de alcanzar uno de los objetivos de poder del pueblo judío.»
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Esto, por supuesto, era una mentira evidente: decenas de miles de judíos habían luchado al lado del cabo Hitler y el capitán Jünger, y fueron condecorados por ello. Pero pocas personas escucharon. La imagen del judío no combatiente que no sólo ganaba dinero con la guerra mientras permanecía a salvo en su casa, sino que, peor todavía, siguió aprovechándose de la pobreza y la desolación de los años inmediatos de posguerra persistió en la memoria popular alemana durante muchos decenios. Era una caricatura perniciosa que Bruno más tarde inculcó a sus hijas. Mi madre recuerda que de niña le habían repetido que ningún judío había luchado en el ejército alemán en la Primera Guerra Mundial. De hecho hubo 100.000 combatientes judíos: el mismo número que más adelante constituyó todo el ejército alemán después de Versalles.
Pero ésta sólo fue la primera de las tres grandes calumnias malévolas difundidas contra la reducidísima y plenamente integrada población judía: las otras dos llegarían enseguida. La primera fue la política. Los judíos eran simultáneamente los plutócratas que portaban sombrero de copa y los agentes de la amenaza roja, pues estaban desmesuradamente representados a la vez en los mayores bancos privados del mundo (los Rothschild, los Warburg, los Simon y los Weinberg, por ejemplo) y en las filas de los movimientos socialista y comunista tanto de Alemania como de la Rusia bolchevique (entre ellos la figura del propio Karl Marx).
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Estas caricaturas totalmente contradictorias «demostraban» que los judíos querían poner a Alemania a merced de lo más aterrador que había en el mundo moderno y destruirla. Como expresó alguien: «El primer funcionario que me recibió en casa fue un judío que hablaba muy deprisa y elogiaba las bendiciones de la revolución. Contesté con palabras duras y acerbas, pero aún no era completamente consciente del papel que desempeñaban los judíos. Años de observación y, por último, la lectura del libro de mi Führer, Mi lucha, me abrieron plenamente los ojos sobre la aciaga actividad, similar a la de los topos, de esos corruptores de la tierra.
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» Quien esto escribía era uno de los muchos cuyos años de estudio se vieron «recompensados» con la fatídica lucidez (que el marxismo no podía darles) de que los judíos eran los culpables de todos los males del mundo contemporáneo.
Para estos antisemitas no había contradicción en la capacidad de los judíos de ser capitalistas y a la vez comunistas, porque tanto el sistema bancario mundial como su (aparente) opuesto del comunismo no eran sino el disfraz que ocultaba lo que los judíos eran realmente —y aquí pronunciaban el tercer y último mantra de la paranoia antisemita—, una conspiración planetaria encaminada a controlar las economías del mundo y dictar su política a escondidas; en suma, el perfecto chivo expiatorio de todos los males de Alemania. La consecuencia fue una aterradora erupción de la fantasía paranoica que veía toda la historia de la humanidad como poco más que la obra de una secreta cábala judía, de los masones y de otros
illuminati
empeñados en meter al mundo en cintura. Era el más profundo y arcano secreto del universo y, según el posterior dogma nazi, para sacarlo a la luz hacían falta las mentes más sagaces y sutiles de la tierra.
Los nazis crearían el «problema judío» a partir de esta trilogía de calumnias antisemitas: que los judíos eran predadores financieros, revolucionarios izquierdistas y, ante todo, conspiradores mundiales. Era el burdo axioma que el nacionalsocialismo documentaría, elaboraría durante los veinte años siguientes y que finalmente, por supuesto, «resolvería», los cimientos para la posterior visión del mundo nazi hasta el momento mismo de su destrucción definitiva. Ningún militante ferviente podía desviarse de esta doctrina o cuestionar su validez universal. Para un afiliado precoz como mi abuelo el odio a los judíos era el soporte central de sus convicciones nacionalistas, una teoría sobre el mundo absolutamente irrenunciable. Tras haberles hecho responsables de la guerra y culpables de todas las secuelas y desgracias de la derrota, los nazis se sintieron plenamente justificados al perseguir a los judíos europeos, a la vez que los convertían en víctimas de «investigaciones» raciales y científicas de gran alcance de las que el propio Bruno, como oficial de las SS, se reveló más adelante como un experto y un fanático.
El día en que por fin se firmó el Tratado de Versalles, el conde Kessler escribió en su diario: «Sábado, 10 de enero de 1920: Una era terrible comienza para Europa, como la acumulación de nubes antes de una tormenta, y que acabará en una explosión probablemente más horrible que la de la Guerra Mundial». La Primera Guerra Mundial nunca se borraría de sus memorias; su legado sería largo y desastroso. Lo que empezó siendo desesperación se había transformado en algo mucho peor. Cuando Bruno pasó de adolescente a adulto, él y miles como él consumieron glotonamente una fantasía que era paranoica y que les engrandecía. En un instante podían darle la vuelta a lo que más les oprimía de la vida en la Alemania de Weimar. Invirtiendo el orden normal, de la némesis había surgido la fatuidad. Los nacionalistas habían alterado totalmente el sentido de la Primera Guerra Mundial y también las perspectivas de futuro alemanas.
Pero el «nacionalismo» que cada vez atraía con más fuerza a Bruno se nutría de emociones mucho más destructivas que el patriotismo frustrado. En vez de que la pesadilla del conflicto de 1914-1918 les escarmentara y aplacase —la crueldad de la guerra masiva industrializada—, los nazis veteranos del frente la invocarían más tarde como el precio inevitable de la futura grandeza alemana y como su modelo más importante. Incluso muchos llegarían a venerar la naturaleza y la magnitud de la carnicería bélica y a considerar que eran elementos indispensables de la futura política germánica. La consecuencia más devastadora de la guerra fue una mentalidad de destrucción y venganza de la que emergería un mundo nuevo, costara lo que costase, como veía Kessler: «Berlín se ha convertido en un caldero de brujas donde se cocinan juntas fuerzas e ideas opuestas. Hoy se está fraguando la historia y la cuestión no es sólo si Alemania continuará existiendo en la forma del Reich o de la república democrática, sino si prevalecerán el Este o el Oeste, la guerra o la paz, una estimulante visión de la utopía o el mundo de la monotonía cotidiana. La humanidad no ha dependido tanto de la resolución de este dilema desde la gran época de la Revolución Francesa.»
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