El nazi perfecto (12 page)

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Authors: Martin Davidson

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BOOK: El nazi perfecto
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Aún más serio era el daño moral causado por la invasión y la inflación posterior, porque parecía plasmar todas las acusaciones formuladas contra la República de Weimar por los furibundos nacionalistas alemanes. Su diatriba contra la debilidad política del país se tornó más aguda y su lenguaje menos moderado; clamaban que Alemania, rota e impotente, era el juguete de malévolas potencias extranjeras. ¡Abre los ojos y mira alrededor! No era sólo una airada polémica, sino un creciente llamamiento a las armas. Justo cuando la normalidad podría haberse restablecido para desactivar el poder de los extremistas, el ejército francés y la hiperinflación lo habían reventado todo. La lección política fue para Bruno cruda: cualquier valor no enraizado en el
Volk
eterno se hallaba a merced de fuerzas que podían destruir el país a su antojo. Weimar nunca podría redimirlo; no poseía la visión clara necesaria para detener la hemorragia del honor nacional. Para Bruno y para muchos como él, fue el momento en que empezaron a anhelar una solución que trascendiera la política convencional, en la forma milagrosa de «un hombre que consiguiera unir a todos los alemanes que aún estimaban el concepto del honor».
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Y entonces, de repente, en noviembre de 1923, como si se disiparan las nubes de tormenta, Bruno se vio gratificado con su primera vislumbre embriagadora de lo que podría ser el futuro que tanto ansiaba, gracias a una noticia asombrosa de Múnich. Los titulares difícilmente podrían haber sido más dramáticos. El ejército había frustrado una intentona de golpe de Estado militar. Derechistas bávaros, encabezados por su cáustico orador, Adolf Hitler, junto con veteranos de la Primera Guerra Mundial, como el general Ludendorff, Ernst Röhm y Hermann Göring (entre otros), habían intentado apoderarse de edificios clave de Múnich en una acción para derrocar al gobierno. Desde 1920, los llamados nazis, con sus distintivos estandartes de la esvástica, habían causado sensación en Baviera y eran los más ruidosos, virulentos y activos de los agitadores
völkisch
del sur de Alemania. Pero incluso para sus parámetros escandalosos, era un hecho extraordinario: una insurrección armada contra el gobierno, voluntariamente encaminada a desatar una revolución derechista
[59]
. Bruno se quedó atónito. Como para muchos futuros nazis, aquél fue el momento decisivo: «Me quedé electrificado cuando los periódicos extranjeros dieron la noticia en 1923 de que en Múnich un hombre llamado Adolf Hitler, secundado por un puñado de seguidores, había intentado, en un exceso de fervor patriótico, sacudirse el yugo rojo y restaurar el honor del pueblo alemán.»
[60]

No fue la farsa negra del golpe en sí lo que causó un auténtico impacto, sino la voz del banquillo en el juicio posterior, una voz que hacía eco y amplificaba todo lo que Bruno había pensado siempre sobre la salvación nacional y las fuerzas que se oponían a ella. Durante veinticuatro días de febrero y marzo de 1924, Adolf Hitler ocupó el escenario de lo que fue el más escandaloso y emocionante teatro político. Día tras día Hitler atacó a los «criminales de noviembre» y justificó su rebelión fallida como el último acto de conciencia patriótica. Convirtió el banquillo en una tarima nacional. La ocupaba un hombre que poseía la brutal franqueza tanto de los actos como de las palabras y cristalizaba las frustraciones nacionalistas en una bravata militar y la retórica enardecedora de un «
J’accuse
» sumamente nacionalista. Millones de alemanes se quedaron horrorizados, pero para algunos supuso una revelación.
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Su oratoria cautivó a un gran número de los presentes en la sala del juicio, entre ellos al propio juez.
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No pudo salvar a Hitler de una pena de cárcel, pero le impuso una sentencia ridícula de cinco años.

Había sido un momento embriagador, pero, una vez prescritos el Partido Nazi y sus secuaces paramilitares, parecía terminado antes siquiera de haber empezado. Algo, sin embargo, había cambiado. Múnich mostró a Bruno que su búsqueda de «realización» no era sólo un sueño solitario, sino que lo compartían en todo el país compatriotas de ideas afines. No eran muy numerosos, pero sí intransigentes en su fervor y dispuestos a cualquier sacrificio para hacer prosperar sus quejas. Bruno no podía ser menos. El revés de la condena de Hitler y la prohibición del partido y sus milicias armadas no le disuadieron. Desdeñó la opciones blandas y buscó la madurez política en la forma nacionalista más extrema, incluso cuando flaqueaba el movimiento
völkisch
. Por eso, como dejaba claro en su
Lebenslauf
, había desechado el Jungbund (la federación juvenil) por considerarlo insuficientemente militante. Sus saludables paseos por los bosques, nadar, navegar y cantar himnos de adoración por todo lo teutónico no eran acciones lo bastante revolucionarias. Los fuegos de campamento eran una cosa, pero Bruno quería una
Kampf
plenamente movilizada. Había superado aquellas puerilidades; quería afiliarse a un partido y jugar con los adultos.

Como vivía en Berlín, se sintió atraído por un grupo escindido, el «Partido de la Libertad»
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. Era pequeño, vehemente y explícitamente antisemita.
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Para los Langbehn, padre e hijo, su principal atractivo era su figura emblemática, el general de la Primera Guerra Mundial Erich von Ludendorff, durante largo tiempo considerado un héroe en la casa de guardia de los barracones de Perleberg. Cuanto más se había acercado Bruno al centro geográfico del poder nacional alemán, tanto más se había visto impulsado hacia su más extrema periferia política.

Y ni siquiera esto pareció que realizaba a Bruno por mucho tiempo, según su currículum vitae posterior. La retórica del Partido de la Libertad era sobradamente furibunda, pero no pasaba de ser eso: retórica. Lo que Bruno anhelaba era la oportunidad de empuñar las armas, sumarse a una columna en marcha, vestir un uniforme y agarrar a Alemania por el cuello para compensar el hecho de haber sido demasiado joven para combatir en la guerra de verdad. Era como si la política sola no bastara. Quizá la realización sólo existiese fuera de la política, en algún lugar más explícitamente comprometido con la acción contrarrevolucionaria, en vez de meros discursos y resoluciones de comités. Si era imposible encontrar una política que incluyese la violencia, Bruno decidió que prefería encontrar una violencia que incluyese la política. Pero ¿dónde?

En 1924, cuando se acercaba al final de su primer año de estudiante de dentista, tuvo la respuesta gracias a uno de los cómplices clave de Hitler en el golpe de Múnich, un veterano de la Primera Guerra Mundial y ex dirigente de Freikorps llamado Ernst Röhm, que parecía una versión tosca (y con cicatrices) del padre de Bruno, un calvo y belicoso tirano de plaza de armas. Pero por debajo de su apariencia porcina, Röhm era una dinamo organizativa, un nacionalista apasionado, y se resistía a quitarse el barro de la guerra de las botas del ejército. Había sido un íntimo compañero de Hitler desde los primeros días del Partido Nazi, y eligió el momento en que encarcelaron a su mentor para poner en práctica un plan que llevaba mucho tiempo germinando en su cabeza: formar una organización paramilitar basada en el modelo de las ahora prohibidas SA, pero con una fuerza armada todavía mayor y organizada a escala nacional. La llamó Frontbann (regimiento del frente), un nombre que no podría haber estado más próximo de la Primera Guerra Mundial y los años de agitación revolucionaria que siguieron. Su misión era movilizar a los extremistas alemanes y convertirlos en un poder con el que contar y que operase en los márgenes mismos de la ley.

Bruno se afilió en cuanto pudo al inflexible y formidable Frontbann. Allí tenía por fin el atajo hacia un enfrentamiento activo con Weimar que tanto tiempo llevaba buscando. Todos los pensamientos de partidos de la libertad y movimientos juveniles quedaron descartados en favor de un activismo radical y disciplinado. Todo el Frontbann estaba concebido como el verdadero ejército: su uniforme, su ética y hasta su estructura, con sus regimientos, batallones y pelotones (
Standarten, Sturme, Truppen
), todos ellos ecos poderosos de la juventud de Bruno.

Él fue uno de los 30.000 hombres que Röhm logró reclutar para su nueva organización, y muchos de ellos reconocerían más tarde que el Frontbann había sido su iniciación para el Partido Nacionalsocialista. Perdieron poco tiempo en poner en práctica sus creencias, y al hacerlo brindaron un ominoso anticipo de lo que se avecinaba: una farisaica campaña de victimización inventada que duró años. «Yo estaba allí», escribió un recadero nacido en 1907, un año después de Bruno, «cuando una de nuestras primeras víctimas en Berlín […] fue asesinada a tiros por un judío en la Kurfürstendamm.»
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Hasta este punto, me dolía comprobar cuánto lamentaba no tener ninguna foto del joven Bruno. Todos los álbumes de familia que pudieran haber existido habían desaparecido. Yo casi había renunciado a cualquier esperanza de encontrar alguna imagen de Bruno en la época de Weimar, y no digamos vestido de uniforme. Y entonces encontré un libro que los nazis habían publicado a mediados de los años treinta donde celebraban a sus primeros paramilitares
[66]
. Era exactamente lo que esperaba: una estentórea homilía a los primeros hombres de pardo que habían alzado los estandartes y pateado las calles de Alemania con sus insignias nacionalsocialistas. El libro estaba lleno de innumerables fotos de hombres de las SA desfilando por calles adoquinadas, congregados delante de tiendas de campaña en los bosques o flanqueando las aceras con el brazo extáticamente en alto al paso de Adolf Hitler.

Pero había una imagen de especial interés: una fotografía de un grupo uniformado de miembros del Frontbann de Charlottenburg, sacada en Potsdam en agosto de 1925. Son alrededor de un centenar de hombres (y jóvenes) simétricamente colocados en la fotografía: los de la primera fila están recostados y los de detrás arrodillados o de pie. Algunos sonríen, otros fruncen el ceño. Hay un montón de bastones, mochilas y hasta un tambor, los desechos de una organización construida a medias desfilando y a medias caminando por los bosques. Visten una especie de uniforme, pero la mayoría son astrosos o improvisados. Si no fuese por el gran estandarte con la esvástica en el medio, o por las más pequeñas de los brazaletes, no se distinguirían de miles de otras fotos de la época, de scouts, asociaciones de excursionistas o la federación de jóvenes guardas forestales.

Tardé unos minutos en localizar con una lupa a mi abuelo, pero allí estaba, en la segunda fila desde el fondo, recostado justo detrás del hombre con la gorra de visera de oficial. Le delataban las cejas, las grandes orejas y la boca caída, así como su turbadora expresión directa. Al mirar la confiada, más bien chulesca figura de Bruno, que había cumplido veinte años unas semanas antes de la foto, me maravilló lo sumamente cómodo que parecía rodeado de sus camaradas militantes nacionalistas. Me pregunto qué lugar de honor habrían ocupado estas fotos y qué satisfacción debió de proporcionarle descubrir que aquélla ahora adornaba las páginas inaugurales de una publicación nazi tan importante. Figuraba en los libros de historia. No es de extrañar que declarase que el Frontbann había «cumplido sus expectativas». Se le ve claramente en la cara: es un joven de veinte años felicísimo por lo sobrecogedor de su imagen y por todo lo que significa su pertenencia al Frontbann.

Röhm albergaba enormes esperanzas para su nueva organización, que era explicada en detalle a todos los nuevos afiliados, entre ellos Bruno. La misión del Frontbann consistía en actuar como punta de lanza con la que atacar a la República de Weimar y contribuir un día a construir una nueva Alemania. Bruno forma parte de aquel creciente movimiento contrarrevolucionario. Aún más trascendente para Röhm era que el Frontbann tenía el camino despejado. Encarcelado Hitler, desperdigado el Partido Nazi y prohibidas las SA, había un vacío que había que llenar. Lo único que Röhm tenía que hacer era asegurarse de que el Frontbann no violara la ley (tranquilizando al gobierno por medio de reiteradas declaraciones de que él se proponía defender su autoridad, no subvertirla) y el liderazgo de la causa nacionalista estaba en su mano. Por desgracia para Röhm (y, por extensión, también para Bruno), Hitler tenía una idea muy distinta sobre el papel que se le asignaría al Frontbann en la lucha por el poder. Contrariar a Hitler no era algo que se hiciese a la ligera.

Hitler era un hombre violento, pero ante todo era un animal político. Ambicionaba convertirse en un dirigente nacional, un segundo Bismarck, no sólo en el hombre que le despejaba el camino a otro. El partido era su arma principal, lo que significaba que cualquier milicia armada recibía órdenes de los políticos, y no al revés. En un país de 67 millones de habitantes, con un ejército todavía leal al Estado, el poder no se conquistaba sólo por la fuerza. El
putsch
de la cervecería de 1923 había fracasado porque en aquellas circunstancias todos los
putsches
lo habrían hecho. El camino al poder se encontraba dentro del marco de la política de Weimar, por detestable que fuera. Era necesario cambiar el partido de arriba abajo para que fuese capaz de lograr lo que un golpe militar no había conseguido. El partido era un desbarajuste, demasiado desorganizado, caótico y lleno de disidentes para derrotar a sus adversarios. Ni siquiera se ponía de acuerdo en que la sede central de Múnich fuese el único lugar autorizado para expedir los carnets de los militantes.

Todo lo cual iba a cambiar, y radicalmente. La autoridad tenía que estar centralizada y no ser negociable. El liderazgo debía recaer en una sola persona: el propio Hitler. Entonces y sólo entonces podría el partido crear un gigante que ganase las elecciones y aplastara cualquier obstáculo en el camino al poder. Había aquí una terrible ironía: movidos totalmente por el desprecio a la democracia, los nazis, sin embargo, fueron uno de los más formidables practicantes de las artes oscuras de triunfar en las urnas. Bruno no lo sabía todavía, pero su futuro de nazi no estaba en el Frontbann, sino en un partido nazi implacable y dominado por el Führer que Hitler estaba construyendo. Entre 1924 y 1926, a medida que Bruno avanzaba hacia Hitler, éste también iba a su encuentro.

En febrero de 1925, dos meses después de salir de la cárcel, Hitler pudo por fin empezar su inexorable limpieza de la vía hacia el poder absoluto, y su primer objetivo fue el reluciente Frontbann nuevo de Röhm. Hitler no quería ser suplantado por rivales, y Röhm se estaba convirtiendo en uno de ellos, pero también existía una cuestión estructural. Finalmente, ¿cuál era la relación del partido con los paramilitares? ¿Quién dirigía y quién obedecía? Para Hitler sólo había una respuesta: los paramilitares eran indispensables como herramienta de intimidación y propaganda. Pero acataban la política, no la dictaban. Era hora de desengañar a Röhm y disuadirle de la exagerada importancia que atribuía al Frontbann y de la obstinada negativa a renunciar a su estrategia de conquistar el poder mediante un golpe. Por brillante organizador e intrépido oficial del ejército que fuese, Röhm demostró que no estaba a la altura de un enfrentamiento cara a cara con Hitler, que le aplastó totalmente. No le quedó más alternativa que dimitir como jefe del Frontbann y, despechado, huir a Bolivia. El paramilitar Bruno ya no tenía cabecilla.

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