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Authors: Martin Davidson

Tags: #Biografía

El nazi perfecto (4 page)

BOOK: El nazi perfecto
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BERLÍN, NUEVA YORK Y LONDRES, 1992-1993

Y después llegó el momento inevitable en que todo lo relacionado con él cobró finalmente sentido. Se estaba muriendo. Aquel que entraba y salía de nuestra vida se encontraba a punto de abandonarla para siempre. Era la primavera de 1992 y mi madre, mi hermana y yo atravesábamos en coche el centro de Berlín para visitarle. Tenía ahora ochenta y cinco años y estaba consumido por el cáncer. Me sobresaltó darme cuenta de que hacía seis años que le había visto por última vez. Me pregunté si transcurrirían otros seis. Al llegar a su piso descubrimos que no estaba allí. Gisela, su pareja de hecho, postrada en una silla de ruedas, le explicó a mi madre que su estado había empeorado y que le habían trasladado a un pabellón para enfermos terminales. Así que nos sentamos a charlar con Gisela en la vivienda que había sido el domicilio de mi abuelo. Ella siempre había sido una mujer dulce, y gracias a sus buenas maneras casi nos olvidamos de que Bruno nunca volvería.

Al día siguiente, mi madre fue a visitarle al hospital. Nos dijo que, en efecto, se estaba muriendo. ¿Podríamos visitarle? Ella nos dijo que no. Él le había pedido expresamente que no nos llevara a ninguna próxima visita. Nos sorprendió bastante. Aquello sonaba algo dramático. ¿Por qué no? Mi madre nos explicó que Bruno no se sentía con ánimos. No parecía el mejor momento para protestar y lo acatamos, probablemente un tanto aliviados de que nos ahorraran alguna escena horrorosa en un pabellón de hospital. Pero a mí me dio un respiro para pensar, pues comprendía la magnitud de lo que sin duda mi abuelo se llevaba a la tumba. Nunca llegaría a saber toda la historia a la que egoístamente pensaba tender derecho, aunque hubiesen pasado algunos años desde la última vez que hablé con él. Desaparecido Bruno, lo único que quedaría sería una serie de fragmentos exasperantemente incompletos de experiencias de guerra de las que yo había oído hablar a mi madre, primero en Berlín y luego en Checoslovaquia, donde todos fueron capturados por los soviéticos. Más tarde aparecieron otras piezas del rompecabezas. Nos dijeron que Bruno nunca recorrió en coche la Alemania Oriental, sino que sólo la había sobrevolado «para que no le detuvieran los comunistas». Supimos que Gisela había sido una de las gimnastas rítmicas que actuó en la ceremonia inaugural de las Olimpíadas de Berlín, en 1936. Aparte de esto, todo era ruido blanco.

Una semana después de la muerte de Bruno, hablé por teléfono con mi madre. Estaba pensativa. Empezamos a hablar de Bruno y no tardó en contarme sus recuerdos bélicos. Yo ya los había oído muchas veces, pero en esta ocasión ella los revivía con una intensidad especial. Yo fui más allá y le pregunté cada vez más cosas sobre su época de Berlín y de Praga, sobre lo que había visto y lo que pensaba de ello cuando lo rememoraba ahora. Y ella siguió hablando, sobrepasando el punto en el que nuestras conversaciones anteriores sobre el tema se habían terminado discretamente. Y así, por fin, salido de la nada, simplemente solté la pregunta que había brotado en mi interior y que finalmente rompería el dique de silencio que había rodeado a mi abuelo. «¿Qué tipo de soldado se lleva a su familia a destinos en el extranjero? ¿Por qué tú estabas con él en Praga?» Ella no respondió. «Vamos», le dije, «no tiene sentido. No podía ser un civil, en esa última fase de la guerra, en que alistaban a adolescentes y a viejos. Y si era un soldado raso, ¿por qué os tenía a vosotros a su lado? Las familias se quedaban en su casa, no viajaban con el ejército. ¿Qué hacía él allí?» Ella callaba y yo continué: «No estaba en el ejército, ¿verdad?» Y entonces, liberada al fin de su presencia, hizo una confesión funesta: «No, tienes razón, no estaba en el ejército, estaba en las SS.»

A pesar de todas mis bravatas desapasionadas, nada me había preparado para el silbido resonante de aquellas dos letras diminutas, susurradas por teléfono. El miembro de las SS Bruno Langbehn, mi abuelo, el dentista berlinés jubilado, el hombre que me había llevado a hombros cuando yo era un crío y me había colmado de relojes, cámaras y puros cuando era un adolescente, y me había enredado en una conversación belicosa cuando era un joven adulto, había sido un oficial de las SS. Era un hecho que nos habían ocultado diligentemente durante todos aquellos años, pero ahora, por fin, yo sabía. Había sondeado y dado la lata, y ahora tenía la respuesta.

Concordaba con todos mis presentimientos el que tuviese que haber algo más que lo que se veía a simple vista. Pero nunca se me había ocurrido pensar, pese a todas mis sospechas sobre aquel hombre agresivo y reaccionario, que hubiera estado en las SS. «Lo único que recuerdo», me dijo mi madre a continuación, «es que era un Hauptsturmführer. Y sé que no tenía nada que ver con los campos.» Colgué el teléfono con el corazón desbocado. Sólo oía estas dos últimas cosas: «un Hauptsturmführer» y «nada que ver con los campos». Yo no sabía lo que era un Hauptsturmführer, pero lo que más me impresionó fue la desesperada certeza de mi madre sobre lo que Bruno no había hecho. Bueno, pensé, pareces muy segura de eso, y realmente espero que estés en lo cierto.

Fue bastante fácil resolver el primero de estos dos misterios. Al día siguiente encontré una lista de los rangos de las SS en el apéndice de un libro de historia y la recorrí con el dedo hasta llegar al punto exacto. Un Hauptsturmführer equivalía al rango de capitán. No parecía un alto mando, y desde luego no era un oficial que «traza directrices». Pero como yo ignoraba el funcionamiento de los rangos y los oficiales en las SS, seguía siendo una incógnita el grado de consuelo que cabía esperar del lugar aparentemente modesto que ocupaba en la jerarquía. Sabía, no sin cierto temor, que el segundo misterio requeriría una investigación más profunda, de un modo u otro. ¿Qué tipo de oficial de las SS había sido? ¿Qué había hecho realmente? Yo estaba asimilando todo esto cuando sufrí otra sorpresa desagradable.

OXFORD, 2005

Me hice mayor y supongo que Bruno y la historia no contada de su carrera en las SS quizá se hubiera sumido poco a poco en el paisaje brumoso del pasado. Cavilé sobre el asunto en los meses posteriores al conocimiento de la verdad, pero una vez muerto él no parecía que hubiese nada más que descubrir. Comprendí cuán poco había entendido realmente del sistema que le había creado a él y a otros como él. Me convertí en un documentalista para la BBC y filmé una serie de películas sobre los nazis, especialmente sobre los que habían luchado después de la guerra con el trasfondo de su fascinación por el régimen: uno sobre el amigo y arquitecto de Hitler, Albert Speer, y otro sobre la talentosa pero sumamente imperfecta Leni Riefenstahl. Lo que me atrajo de ellos fue que habían conseguido reinventarse y casi habían logrado hacer que su complicidad intelectual y moral pareciese, en el peor de los casos, meramente ambigua y, en el mejor, una muestra de la falibilidad humana. Me fascinaban la culpa y la responsabilidad, en todas sus complejas manifestaciones, al igual que a los historiadores y escritores que lo habían elegido como tema, y con los que yo estaba colaborando ahora, tales como Gitta Sereny, Ian Buruma y Hugh Trevor-Roper, todos ellos autores de obras importantes que exploraban estos asuntos y otros. E inevitablemente yo pensaba en Bruno.

Los nombres de los arquitectos del nazismo adquirieron una especie de horrible familiaridad con la captura de Adolf Eichmann. Pero las historias de los individuos anónimos que en realidad se ocuparon de que la mecánica del sistema funcionase y cuya maligna perseverancia en las tareas que se les asignaron convirtieron en acción la retórica del nazismo, siguen estando en gran parte ocultas para la crónica histórica. Sabemos que existían —y la erudición nos va revelando gradualmente más cosas sobre sus hechos reales—, pero aún ignoramos mucho sobre quiénes eran, qué pensaban o por qué hicieron lo que hicieron.

Por consiguiente, la historia de las elecciones que hizo Bruno desde el principio de la madurez hasta 1945 es mucho más que un episodio del pasado de una familia. Ilumina una encrucijada en la vida de un país entero. Las decisiones que le transformaron de un joven dentista bisoño en un portaestandarte del régimen nazi ambicioso y comprometido se reflejaban en toda Alemania.

Hay una fotografía de Bruno que data de 1931. En ella se le ve alto y larguirucho, demasiado joven todavía para encarnar la imponente figura en que se convirtió más tarde. A su lado está su mujer. Los dos miran al sol, ligeramente inseguros, deseosos de agradar. Él es una especie de Monsieur Hulot cuando se dirige a jugar aquel famoso partido de tenis. Intuyes que no es el hombre cuya mera personalidad fuerte se anunciaba en cuanto entraba en una habitación. Comparémosla con el retrato de familia sacado en julio de 1941. Las dos fotos se contaban entre las pocas de la preguerra y la guerra que conservaba mi madre, y las guardaba en un álbum grande y grueso, con cada página separada por una hoja espesa de papel de seda. Mi hermana y yo estábamos muy familiarizados de niños con la mayoría de esas páginas, y más tarde caí en la cuenta, sobresaltado, de que había visto aquella foto concreta muchas veces, pero nunca había identificado el uniforme. Como no era negro ni lucía el símbolo de las SS, siempre había supuesto que era un simple uniforme del ejército. Ahora sabía que no era así.

Pero si bien el uniforme de Bruno es difícil de identificar, no lo es la manera en que lo viste. Exuda la convicción del auténtico creyente. Su mujer mira hacia la media distancia con los ojos levantados, y su pelo rubio brilla en ondas suaves y tirantes de valquiria. Ya ni por asomo se asemeja a la figura algo anticuada de diez años antes, pero es Bruno el que ha sufrido una transformación más sorprendente. Ni una brizna de inseguridad; ni el menor rastro de duda, ambigüedad o vacilación. Es un hombre que con una mirada podría imponerte silencio; irradia una fría sensación de mando. Sientes que en verdad el mañana y el pasado mañana le pertenecen.

¿Qué hicieron durante el resto de aquel día de julio en que sacaron la fotografía, en aquel momento de 1941 en que Europa estaba a los pies de Alemania? ¿Qué clase de grupo formaron al salir del estudio y recorrer la calle berlinesa donde estuviese situado? ¿Superaron las dos mujeres (mi madre y mi tía) su muy visible incomodidad, agradecidas por no haber estropeado la foto? ¿Se apartaban los demás transeúntes a un lado de la acera, incluso inconscientemente, para dejarlos pasar, a aquel hombre con la cascada de insignias de las SS en el cuello y a su mujer radiante e imperiosa del brazo de uno de los indiscutibles triunfadores del régimen? ¿Se escabulló él a su despacho? ¿Volvió ella a casa pensando que las cosas no podían ir mejor? ¿Mujeres hermosas, saludables; un marido que participaba en la obra más importante del Estado, y una patria en marcha hacia una grandeza inimaginada?

Diez años separan las dos fotografías, un solo decenio que transformó a los adustos, algo torpes recién casados, en la pareja fría y radiante del cartel para el Reich milenario. Un alemán se había convertido irrevocablemente en otro, con la misma evidencia con que el país se había transformado en algo distinto. Yo sabía que debía averiguar quiénes habían sido en verdad aquel hombre y su esposa.

Pero la pregunta aún me obsesionaba: ¿queríamos saber más? Por supuesto, no teníamos ni la menor idea de lo que hacía realmente. Mi madre decía que lo ignoraba y nosotros la creíamos. Había sido demasiado joven durante la guerra para que le confiaran aquel tipo de conocimiento, y en la posguerra había hecho todo lo posible por evitarlo.

Hay una brutalidad cruda y espeluznante en las siglas «SS»; no poseen ambigüedad, ninguna posibilidad obvia de atenuante. Abren un abanico de posibilidades que comienzan con lo puramente criminal y continúan a partir de ahí. Podrían significar cualquier cosa, desde una simple gestión burocrática de algunos de los más perniciosos memorandos jamás transcritos al papel hasta unos actos que son inimaginables. Yo me había tragado aquel bulo ingenuo de que en las SS sólo había psicópatas y sádicos, pero ahora comprendía que la verdad era más alarmante. Personas como mi abuelo se habían afiliado a las SS, profesionales instruidos de clase media; personas como yo, en otras palabras. También comprendía lo poco que sabía yo en realidad de las SS y el ascenso de la Alemania nazi, aparte del marco de fechas y generalidades. Tendría que ser una investigación doble.

Me interesaba en especial la historia de los años que formaron a mi abuelo. Quería relacionar una carrera con una cara descubriendo lo que hacía en las SS. De paso también quería hacer lo opuesto, relacionar una cara con una carrera averiguando más cosas sobre las SS en general. ¿A qué clase de hombres atraía? ¿Cómo se afiliaban? ¿Era Bruno un caso típico? ¿Qué papel desempeñaron él y hombres como él en la trayectoria más amplia desde la ideología y el arribismo hasta el genocidio?

La historia de la carrera de Bruno en las SS podría arrojar luz sobre la incógnita más horripilante del pasado siglo: ¿por qué aquellas personas hicieron lo que hicieron, y por qué tan pocas lo lamentaron? Hay asimismo un elemento personal adicional, desde luego. Mi parte alemana tiene que afrontar la pregunta: ¿qué habría hecho yo? Una vez pregunté a mi madre si creía que su padre dormía bien por las noches. Oh, sí, me respondió. No era de esos hombres que tienen pesadillas.

Para el resto de nosotros las cosas eran diferentes. Por extraño que parezca, éramos nosotros, sus parientes, los que nos habíamos convertido en los auténticos guardianes de los secretos de Bruno. Éramos nosotros, no él, los que no expresábamos nuestros pensamientos. Y al hacerlo nos volvimos cómplices involuntarios de sus secretos. Yo tendría que descubrir la verdad para romper la influencia que su poderosa personalidad seguía ejerciendo, una década más tarde. Sólo rompiendo la coraza de silencio que había ido creciendo poco a poco hasta oscurecer su vida llegaríamos a liberarnos de él.

CURRÍCULUM VITAE DE UN MIEMBRO DE LAS SS
2

Gracias a una historia familiar citada a menudo y bastante truculenta, yo sabía cómo había terminado la guerra de Bruno. Era un asunto escalofriante. Había pasado el último año de guerra estacionado en Praga. Cuando cayó la ciudad, estaba entre un grupo de unos doce alemanes que fueron rodeados por checos vengativos. Los sacaron de una bodega y obligaron a arrodillarse en el bordillo de fuera. Un partisano checo sacó un revólver y disparó al primero de ellos en la nuca. Y después al segundo, y luego al tercero.

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