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Authors: Martin Davidson

Tags: #Biografía

El nazi perfecto (2 page)

BOOK: El nazi perfecto
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Durante los treinta años siguientes, como a cualquiera que tenga al menos un pariente alemán, me enseñaron que en Alemania había muchas más cosas que los nazis. La obsesión del mundo entero con Hitler y con la Segunda Guerra Mundial no era sino una vasta desviación del resto de la historia alemana. Aunque costaba un esfuerzo emocionarse mucho con la corte de Federico el Grande o el mandato de Willi Brandt como primer ministro, hice lo que pude e intenté con ahínco evitar simplemente reducir todo el significado de la palabra «Alemania» a un sinónimo del Tercer Reich. Y luego, en 1992, comprendí que no tenía elección.

Bruno Langbehn, mi abuelo, el hombre que aparece en la secuencia filmada, había muerto a la edad de ochenta y cinco años. Sólo en las semanas que siguieron a su muerte descubrí que «papá», como siempre le llamaba mi madre, no sólo había sido un dentista alemán que había vivido por casualidad las décadas tumultuosas de la pesadilla nazi. Nada por el estilo, de hecho.

Yo siempre había albergado mis sospechas, desde luego, y a medida que pasaban los años había ido cascando el caparazón protector erigido en torno a su historial anterior. Había intentado sonsacar información a mi madre, pero sólo cuando él hubo muerto ella pudo, por fin, decirme la verdad, o por lo menos una minúscula parte de la misma.

No conocía a mi otro abuelo, escocés. Sabía que había estado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial con los Seaforth Highlanders y que, contra todo pronóstico, había conseguido sobrevivir, a diferencia de muchos amigos suyos, o de su propio hermano. Al volver de Francia había decidido que lo que más le apetecía hacer con su vida era pescar salmones y rebajar su hándicap de golf, todos los días. Para ello necesitaba un trabajo que no le apartara demasiado de sus cañas y sus palos de golf, y entonces abrió un cine en Rossshire, en Dingwall, su ciudad natal de las Highlands. Nunca tuvo que volver a trabajar durante las horas diurnas. Mi padre creció en la penumbra del cine Mac-Paradiso en tiempos de guerra, recogiendo los carteles y holgazaneando en la sala de proyección. Pero tanto estar de pie sumergido hasta los muslos en el agua gélida de las Highlands acabó con mi abuelo Davidson, que murió muchos años antes de que yo hubiera nacido. No llegaría a saber de él más que lo que me contó mi padre. Ni siquiera tenía idea de cómo era, cómo hablaba, ni el menor atisbo de su personalidad más allá de la anécdota familiar.

Sin embargo, la relación que mi hermana Vanessa y yo tuvimos con Bruno fue más compleja o más inmediata. Nuestras vidas se
solaparon
y crecimos con una impresión muy clara de qué clase de hombre pensaba él que era. Todavía hoy recuerdo su aspecto, tengo una idea de su personalidad y presencia. Y no obstante, a pesar de mis nítidos recuerdos de él, muchas cosas de Bruno siguieron siendo una incógnita. El misterio no nacía de la simple distancia y la bruma inevitable de la memoria. La oscuridad que le envolvía siempre parecía deliberadamente creada, era una cortina de humo y no sólo una amnesia generacional.

No era difícil entender por qué. El simple hecho de saber dónde y cuándo había nacido (Prusia, 1906) poseía un significado ominoso. Le fue imposible no haber llegado a la madurez en el corazón de la oscuridad nazi. Y, al igual que para todos los alemanes de su generación, entrañaba una urdimbre de preguntas implícitas. ¿Qué había hecho? ¿Dónde había estado? La conducta de Bruno no dio ningún motivo para despejar estos interrogantes; al contrario, en realidad los suscitaba. De todos mis parientes alemanes, era el menos contrito, el menos recatado. Incluso a los setenta años tenía abundantes opiniones sobre el mundo, la política, la naturaleza humana y las locuras de la humanidad, que expresaba con un vigor intransigente y la energía de alguien cuya vida entera hubiera sido una larga disputa. En este sentido siempre me pareció que era el alemán más explícito y beligerante, aquel cuyas convicciones sobre el presente más te incitaban a atreverte a pensar en el pasado.

Pero pensar era lo más lejos que se nos permitía ir. En nuestra casa no nos animaban a hablar al respecto, ni tampoco a hacer preguntas. Mi madre se negaba en redondo a dejarse arrastrar por nuestras conjeturas, que desviaba y eludía cada vez que afloraban. Éramos niños, nos permitíamos temas que no podíamos entender. Se dio carpetazo al asunto. Como consecuencia crecimos con lagunas enormes y tentadoras en lo que sabíamos de nuestro abuelo. Sólo sirvieron para volverle más misterioso, al igual que las medidas defensivas en que lo habían envuelto mis demás parientes. Era un terreno prohibido.

Así como de niño no había sentido curiosidad por mis parientes alemanes más mayores, a mi alrededor todo el mundo la sentía. La cultura británica de los años sesenta y setenta estaba dominada por la larga sombra de la Segunda Guerra Mundial, que había concluido sólo quince años antes de mi nacimiento. Como todos los miembros de mi generación, quizá no haya sabido gran cosa sobre su realidad histórica, pero los «nazis» eran para mí personajes tan vivos como los Daleks de
Doctor Who
. Creía saber cómo eran, cómo hablaban, cómo se comportaban. Derrotarles había sido la proeza más grande del siglo XX.

Eran altos y rubios; a menudo tenían cicatrices; chasqueaban los talones y sostenían sus cigarrillos con una precisión sádica. No hablaban, ladraban, aunque en ocasiones proferían sus amenazas en voz baja, resuelta, escogiendo con cuidado cada palabra, y con una determinación cruel, amenazadora. Lo más habitual era que gritasen, sobre todo cuando estaban furiosos, lo que siempre parecía ser el caso, y en este punto chillaban al teléfono o descargaban el puño contra el tablero de un escritorio. Su conducta era empalagosa con mujeres atractivas, que retrocedían y se escurrían cuando les besaban las manos. Yo sabía todo esto porque no pasaba una semana sin ver alguna película bélica en la televisión, cuya gramática básica se reproducía desenfrenadamente en historietas cómicas o juegos en el patio de recreo. Yo las veía todas con avidez, como todos los de mi edad. Nos encantaba imaginar lo que se sentiría siendo un piloto de Spitfire, un comando de la selva o un oficial sorbiendo su chocolate caliente en el puente de un destructor en el Atlántico. No obstante, ser medio alemán no me confundía en absoluto respecto a quiénes eran los héroes. Cada Messerschmitt derribado, cada acorazado alemán hundido, cada soldado de la Wehrmacht derrotado era una victoria que vitorear. Ante todo los nazis eran ellos, separados de nosotros (no sólo de los británicos, sino de toda la especie humana) por una divisoria infranqueable. Y aun así me abstenía de ver a mi abuelo reflejado en estas descripciones.

No se trataba de que mis parientes alemanes, en especial mi abuelo, hubieran estado en el bando opuesto, y sin embargo ni siquiera de niño podía equipararle con los tristemente robóticos «boches» y «cabezas cuadradas», cuyos papeles de comparsas eran tan invariables: estaban allí para exhibir la arrogancia y la crueldad que domaría el soldado raso inglés. Bruno tendría que haber sido indeciblemente malvado para haber sido uno de ellos. Sin duda la verdad era menos melodramática. Las películas parecían confirmármelo. Al hacerme mayor, se representaba a una nueva generación de alemanes de la Segunda Guerra Mundial de un modo menos acerbamente unidimensional. Habían dejado de ser lerdos o psicópatas y se habían convertido, en cambio, en oficiales en conflicto que solían sentirse alejados del régimen nazi y profundamente desencantados del mismo. La más ambigua de todas era
El submarino
, cuyo protagonista, un capitán interpretado por Jürgen Prochnow, era el ejemplo máximo de un hombre que no amaba la política que había originado la guerra y cuya única inquietud era cumplir su deber y conservar a sus hombres con vida. ¿Quizá mi abuelo habría sido así? Huelga decir que mi madre se encontraba mucho más a gusto con aquellos retratos más complejos y ambiguos de alemanes en guerra. De este modo parecía posible vestir un uniforme alemán sin ser necesariamente un fanático nazi.

Pero a los doce años sentía cierta inseguridad por el hecho de tener una madre alemana. Todavía me irritaba un poco. Hablando con los padres de mis compañeros de clase, mi corazón siempre latía un poco más rápido cuando les explicaba que Berlín era nuestro lugar de vacaciones preferido. Ninguno dijo nunca nada, pero yo sabía lo que pensaban. Mis amigos del colegio eran mucho menos reticentes, por supuesto. Para ellos todo era clarísimo. En el patio de recreo me chinchaban con su juego del
Sieg Heils
, y se reían tras haber decidido que mis misteriosos familiares alemanes debían de haber sido soldados nazis que conocieron personalmente a Hitler. Era fastidioso, aunque no recuerdo que estas bromas me pareciesen especialmente traumáticas. Yo era grande, era bueno en los deportes y por tanto no era la víctima natural de un colegio privado. De todos modos, no era lo mismo que si hubiera tenido un apellido claramente germánico. Pero les bastaba con venir a mi casa y ver con sus propios ojos que yo no era, a fin de cuentas, cien por cien británico. Quien conociera a mi madre veía y oía al instante que era alemana.

En 1958 había llegado a Edimburgo para aprender inglés, había conocido a mi padre, escocés, se habían casado y se quedó allí. Pero nunca ocultó ni camufló sus raíces. Siempre conservó su pasaporte alemán y mantenía sus lazos con Alemania mediante frecuentes viajes y una red de familiares y amigos. Más tarde llegó a ser una brillante profesora de alemán en el colegio donde yo había estudiado e introdujo a sus alumnos en una gran variedad de temas que no eran sólo el Tercer Reich.

Naturalmente, la experiencia de la Segunda Guerra Mundial no constituía para ella, como para mí, una simple trama de película. Ella la había vivido de niña a una edad mucho más temprana que la mía. De vez en cuando dejaba caer comentarios sobre lo que había sido, y yo, aun siendo un colegial ingenuo, la escuchaba embobado. Eran recuerdos de las veces en que había estado tiritando, noche tras noche, en los refugios antiaéreos de Berlín mientras la RAF bombardeaba la ciudad. Los escombros, las sirenas, las víctimas. Y luego había venido Praga, donde había estado al final de la guerra y donde fue testigo y experimentó de primera mano la pesadilla del derrumbamiento del frente oriental y los arranques de venganza y derramamiento de sangre que desató la capitulación alemana; las ejecuciones sumarias, los cadáveres diseminados por las calles, los terribles actos de revancha física. No eran cosas que se removiesen a la ligera. Cuanto más se resistía a hablar de todo aquello, tanto más difícil era eliminar nuestra sensación de que era sencillamente imposible haber vivido todos aquellos años y no tener nada que ocultar.

Todos los años, hasta que tuve casi veinte, visitábamos la región de Alemania que ostentaba las cicatrices más visibles y la faz más amenazadora de su historia, y pasábamos allí cinco semanas seguidas. Se convirtió para nosotros en la experiencia periódica y más encantadora del año. Comparado con Edimburgo, Berlín era enorme, moderno y en primera línea de los asuntos actuales del mundo.

El simple hecho de llegar a la ciudad estaba tan cargado de dramas de la guerra fría que era difícil no sentir que también nosotros nos estábamos zambullendo en las aguas de la historia. Siempre íbamos en automóvil hasta Harwich y de allí cruzábamos en el transbordador nocturno al Hook de Holanda y atravesábamos los Países Bajos para entrar en el oeste de Alemania. Pero al llegar a Hanover, a medida que la tensión aumentaba caía un denso silencio. Mi madre encendía el primer y único cigarrillo de todo el viaje porque delante se encontraba la temida frontera.

La «zona», como la llamaban entonces, entrañaba un purgatorio de guerra fría que duraba cuatro horas, cruzando en Helmstedt desde Alemania Occidental a Alemania del Este. Incontables e interminables controles del pasaporte, registros exhaustivos de los coches, reclutas orientales de una piel espantosa metían la cabeza dentro del vehículo y nos asaltaban con una lista de armas, exigiéndonos que declarásemos si escondíamos revólveres, fusiles, pistolas semiautomáticas, metralletas, granadas, etc. Era un trance que hacía que se te desbocara el corazón. Al otro lado de unos espejos unidireccionales, los perros y el alambre de espino creaban la sensación palpable de que el precio de cualquier irregularidad o anomalía podía ser muy grave. Era mi primer encuentro con la enemistad auténtica. A aquella gente no le gustábamos y no querían que visitáramos aquella espina en la piel de Alemania del Este, el Berlín Oeste. Pero nuestra inquietud no era nada comparada con la de mi madre. Se retraía en un silencio ceñudo, con el cuerpo rígido detrás de una concha que se negaba a que la violasen aquellas caras germánicas orientales del sector soviético y sus acentos de Alemania del Este, incluso cuando su actitud les provocaba abiertamente. Yo veía que detrás de aquel enorme desdén había un auténtico miedo cuyos orígenes estaban en una época muy anterior a la mía, en vivencias que yo no comprendía.

Cruzada la frontera, Berlín Oeste estaba a otras cuatro horas de coche. Experimentábamos un escalofrío al saber que la carretera por la que viajábamos había sido una de las grandes autopistas de Hitler y conservaba todavía el pavimento original de los años treinta. Era un recordatorio muy físico del tipo de ciudad en el que estábamos entrando. Y después, en la afueras de la ciudad, otra «zona» donde se repetían la desazón y las aprensiones de la anterior.

Una vez superadas, sin embargo, estábamos por fin en el cobijo seguro de la Europa Occidental, en el sector aliado de lo que pronto sería Berlín Oeste. Lo único que quedaba por hacer era recorrer a todo gas la antigua pista de carreras de Avus, llegar a la Messedamm y dejar a la izquierda la Funkturm (la minitorre Eiffel berlinesa) antes de llegar a nuestro destino: el Kaiserdamm, el gran bulevar de este a oeste que divide en dos la ciudad. Un rápido giro a la izquierda en los semáforos, encontrar una plaza de aparcamiento, apearnos, dirigirnos a una conocida puerta gris y ya habíamos llegado. Durante el mes siguiente, más o menos, el apartamento que Thusnelda (o
Mutti
, como la llamábamos mi hermana y yo), nuestra abuela, compartía con su foxterrier, Pippi, sería nuestra casa.

Nos recibía radiante en la puerta de su piso, nos abrazaba y nos escabullíamos como anguilas del inevitable beso. Pocas horas después ya estábamos sumergidos en un cálido y familiar programa que empezaba con el saqueo del aparador de cristal del cuarto de estar que contenía un botín irresistible de mazapán y chocolatinas Kinder. El desayuno consistía en bollos
Brötchen
untados con mermelada de cereza, que comprábamos todos los días en una panadería en la otra acera del Kaiserdamm. Nos mandaban a la máquina expendedora de tabaco para pasear al perro y volvíamos con innumerables paquetes de los cigarrillos Milde Sorte que mi abuela fumó en cadena toda su vida.

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