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Authors: Martin Davidson

Tags: #Biografía

El nazi perfecto (7 page)

BOOK: El nazi perfecto
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Reconstruir la trayectoria de Bruno requería algo más que poner en orden simplemente pedazos de su biografía personal. Teníamos que situarlos todos en su contexto. El Tercer Reich era un tipo de empresa especial, caracterizada por actos individuales muy específicos y perpetrados contra un trasfondo común vasto y movilizado. Era imposible comprender uno sin el otro. Dondequiera que mirase yo veía la existencia en la carrera de nazi perfecto de mi abuelo de tres constantes principales que dictaban profundamente su forma.

La primera era el propio Hitler. Como estrella polar de su devoción obsesiva, así como autor e instigador del Tercer Reich, su presencia imponente dominaba a Bruno. Desde el mismo principio, se identificó con la lucha de Hitler por conquistar al asalto, tanto militar como racialmente, primero Alemania y después toda Europa. La segunda fue el
Weltanschauung
nazi, la visión del mundo o cuerpo doctrinal que trascendía la mera dictadura fascista que sentaría los cimientos para crímenes inconcebibles. Y la tercera era el núcleo de fanáticos del movimiento, las personas como Bruno, los hombres (y algunas mujeres) que desde el principio proporcionaron el lastre para la organización del terror del Tercer Reich, las SA, las SS, la Gestapo y el SD. Eran los nazis activos, alrededor de los cuales se gestó el resto del régimen.

Tales fueron los hilos que tejieron su militancia. A Hitler le impulsaba sin descanso su visión del mundo, y a su vez dirigía el fanatismo de sus seguidores que, por su parte, propulsaban el entorno más amplio. Entre ellos crearon una maquinaria en perpetuo movimiento de dinamismo y odio. Y el combustible de esta maquinaria era un sentido insaciable de que tenían derecho a la grandeza futura de Alemania y el odio a los judíos, que se convirtieron en las dos caras de la misma moneda. Los antecedentes del historial de Bruno se componían en un tercio de Hitler, otro de ideología y otro de fanatismo individual. De los tres tercios nacían la multiplicidad de los males que definieron al Tercer Reich.

Empecé a comprender que descubrir más cosas sobre mi abuelo significaba conocer más sobre el Tercer Reich. Sabía que si le comprendía a él comprendería ese régimen. Ahora tenía un rastro de papel y era el momento de ver adónde conducía.

PADRES E HIJOS, 1906-1922
3

Ahora entendía que Bruno no sólo había acabado siendo un fanático nazi; también había empezado como tal su vida adulta. No era una «violeta de marzo», como se conocía a los pragmáticos de afiliación tardía que afluyeron al partido después de 1933, cuando el nazismo parecía una oportunidad profesional calculada para un hombre ambicioso; él fue un ideólogo desde el principio. El ascenso de Bruno reflejaba el del partido, y concluyó sólo cuando el Tercer Reich yacía en ruinas. Las raíces de tanta lealtad habían sido plantadas muy hondo y, en su caso, muy pronto. Llegué a convencerme de que los años de formación de mi abuelo fueron quizá la clave individual más significativa en el esfuerzo por entender las elecciones que hizo. Su infancia y su adolescencia importaban porque no sólo gestaron al hombre Bruno, sino a Bruno el nazi.

No sólo era su caso; de toda su generación cabría decir que había sido formada por las experiencias que sufrieron de jóvenes. De entre los hombres de su edad habían surgido los que más adelante serían los defensores más apasionados del nacionalsocialismo. Su fervor inquebrantable indujo a los historiadores a bautizarles como «la generación incondicional».
[7]
Entre ellos figuran Joseph Goebbels (nacido en 1897), los dirigentes de las SS Heinrich Himmler (nacido en 1900) y Reinhard Heydrich (nacido en 1904), el arquitecto de Hitler Albert Speer (nacido en 1905) y Adolf Eichmann (nacido en 1906), uno de los más destacados ejecutores de la «solución final».
[8]
Leni Riefenstahl, cuyas películas captaron y codificaron el maligno glamour del nazismo, nació en 1902. Casi todos los personajes famosos vinculados con el triunfo de la voluntad nazi nacieron en los diez años que rodean el final del siglo XIX, y Bruno, nacido en 1906, no fue una excepción.

Establecer los hechos concluyentes de los primeros años de mi abuelo resultó una tarea ardua. Su currículum identificaba a sus padres como Max y Hedwig Langbehn, pero aparte de esto descubrí muy poco. Las hijas de Bruno fueron categóricas en que no podían ayudar. «No les conocimos y papá nunca les mencionaba», insistieron tanto mi madre como mi tía, que afirmaban vehementemente que sus abuelos no habían desempeñado un papel en su vida, ni siquiera siendo muy pequeñas. A falta de anécdotas familiares, el
Lebenslauf
de las SS era nuevamente nuestra única fuente de información fidedigna. Nos informaba de que Bruno había nacido en Perleberg, una pequeña ciudad prusiana del noreste de Alemania, y que su padre, Max Langbehn, había trabajado de funcionario o quizá incluso en la policía como inspector judicial (
Justiz Inspekteur
). También dejaba claro que Bruno había sido hijo único.

Hasta entonces yo nunca había oído hablar de Perleberg. Nadie sabía nada de lo que Bruno y sus padres habían hecho allí ni de cómo vivían. Un mapa mostraba que había sido absorbida por Alemania del Este después de 1945 y era por lo tanto imposible visitar la ciudad, lo que añadía una inaccesibilidad política al sentimiento de distancia psicológica que la familia tanto se afanaba en conservar. Pero las cosas eran muy diferentes ahora; Vanessa y yo podíamos visitar la ciudad por nuestra cuenta. Sin embargo, tan pronto como reservamos los billetes ocurrió algo realmente extraordinario. Una carta inesperada introducida en el buzón de mi madre.

Procedía de Perleberg e iba dirigida a mi madre como descendiente viva de Bruno Langbehn. Sin que sus hijas lo supieran, parece ser que después de la caída del Muro de Berlín Bruno había escrito a su ciudad natal para interesarse por la situación de la casa que sus padres habían poseído antiguamente allí. En 1990, tras la reunificación de Alemania, fue uno de los muchos miles de alemanes que vieron la oportunidad de reclamar propiedades que consideraban perdidas para siempre, enclaustradas detrás del Muro. La carta explicaba, empleando cuidadosos términos jurídicos, que habían tardado una serie de años en investigar el caso, pero su declaración final era inequívoca. No nos debían nada; la vieja casa de los Langbehn ahora pertenecía a sus actuales ocupantes, y el asunto se consideraba zanjado.

Indiferentes a la desaparición de nuestra herencia, hasta entonces desconocida, a Vanessa y a mí nos emocionaba otra cosa: la información totalmente inesperada que brindaba la carta. Para justificar su reclamación, Bruno se había visto obligado a facilitar detalles de la familia —fechas, nombres y hasta profesiones— que se remontaban a dos generaciones, mucho más lejos de lo que habíamos podido descubrir sobre su infancia. Nos daba el 13 de febrero de 1881 como la fecha de nacimiento del oscuro Max Langbehn, lo que significaba que tenía veintisiete años cuando nació Bruno. Pero el documento incluía también su oficio en la época de la guerra, años antes de que fuera inspector judicial, y nos permitió recomponer algunas impresiones del mundo en el que había nacido el joven Bruno. No podría haber sido más esclarecedor. Durante la infancia de Bruno había sido un
Kasernen Wachtmeister
, un híbrido de militar y agente de policía. Literalmente significa «supervisor de barracones».
[9]

Nunca había tenido el presentimiento de que el joven Bruno tuviese algo que ver con el ejército, y mucho menos que hubiera crecido rodeado por él. Teníamos que ir a Perleberg y encontrar aquellos barracones misteriosos. Perleberg es una ciudad de tamaño mediano, con una plaza central que no carece de encanto y edificios con aguilones y ventanas típicas de una población norteña de la liga hanseática. Se remonta al siglo XIII y ostenta los destrozos de la guerra de los Treinta Años; y el otro único mérito que le granjea aclamación nacional es su hija más célebre, la soprano Lotte Lehmann. Pero ni siquiera esto podría compensar su anonimato insulso, situada bien al interior de la autopista que enlaza Hamburgo con Berlín. Era una ciudad remota y bastante austera. No obstante, llegados a aquel punto, seguíamos resueltos a localizar la dirección del que había sido el antiguo domicilio de los Langbehn.

Acabamos encontrándolo en el lindero de Perleberg. El nombre de la calle no había cambiado y tampoco los números de las viviendas, pero el edificio en sí había desaparecido hacía mucho tiempo. La casa de los Langbehn se había transformado en un pequeño bloque de apartamentos, todavía reluciente por un lengüetazo de pintura de la post-República Democrática Alemana. Modificaciones posteriores quizá habían cambiado el inmueble, pero era fácil imaginar cómo habría sido en su día: la casa del guardés de un extenso complejo de edificios gigantescos de ladrillo rojo y amarillo, ahora desiertos. Vanessa y yo franqueamos la verja abierta y empezamos a deambular por entre las estructuras semejantes a almacenes, abandonadas y melancólicas, pero con su mole imponente todavía intacta. Sólo rompían el absoluto silencio los graznidos de cuervos invernales, encaramados muy alto en los árboles. Aquéllos debían de ser los barracones a los que aludía la carta. Atravesamos un laberinto de patios de instrucciones, cruzamos establos, dormitorios y lo que en otro tiempo debió de haber sido el cuartel general del regimiento. Las paredes desprendían impresiones y ecos. Así que era allí donde los Langbehn habían vivido y trabajado, y donde mi abuelo había pasado sus años de formación. Habíamos encontrado el primer eslabón de la cadena.

La oficina de información turística nos facilitó más detalles. En realidad, los barracones habían sido un importante centro militar, con una historia larga y prácticamente ininterrumpida. Se habían utilizado hasta mediados de los años noventa, y durante más de dos siglos albergaron a soldados alemanes; desde húsares prusianos hasta el Reichswehr (el ejército alemán prenazi), la Wehrmacht (el ejército alemán de la era nazi), a fuerzas de Alemania del Este y hasta soviéticas después de la guerra, y, más recientemente, a las tropas Bundeswehr de la OTAN. Cada jalón de la historia alemana del siglo XX había pasado por aquellas construcciones, y cada uno había dejado su huella, aunque ninguna tan indeleble como en los años cercanos a la Primera Guerra Mundial.

Aún más importante, aquél había sido el lugar de trabajo del padre de Bruno, donde había cumplido sus deberes de
Kasernen Wachtmeister
. Evidentemente había sido un empleo crucial. Los barracones de aquellas dimensiones eran un símbolo del orgullo nacional para la comunidad en la que estaban emplazados y para las personas relacionadas con su administración. A Max nunca le habrían confiado aquella función supervisora si no hubiera estado profundamente comprometido con el ideal militar prusiano. Su familia ocupaba la primera casa de guardia del complejo de barracones, como correspondía a su cargo de miembro importante y privilegiado de la guarnición.

Y en 1906 Max Langbehn debió de pensar que todo en su vida estaba cristalizando. Aquel año un programa masivo de nuevas construcciones duplicó las dimensiones del ya enorme complejo de barracones para alojar el raído crecimiento del ejército del káiser Guillermo. Y en julio nació su hijo único, Bruno, en cuya cabeza imbuiría un día todas sus firmes creencias sobre el ejército, sus valores y su importancia para Alemania.

Al igual que a la mayoría de niños prusianos, a Bruno le habría encantado jugar a soldaditos, pero a diferencia de ellos creció rodeado de la mayor y más fascinante financiación bélica imaginable. Todos los días, delante mismo de su puerta, muchos cientos de los más selectos soldados alemanes se agrupaban, desfilaban y realizaban sus ejercicios marciales. Siendo hijo único, Bruno se crió con un regimiento de jóvenes reclutas en vez de con hermanos y hermanas. Fue una infancia en la que retumbaban los ecos de botas atronadoras, columnas desfilando, brigadas chillando y una instrucción interminable.

El drama que se desarrollaba ante sus ojos no sólo producía una excitación visual, sino que le impartió lecciones profundas y decisivas. Si bien los barracones de Perleberg estaban situados en un punto geográficamente remoto, no podrían haber sido más centrales con respecto a las tradiciones prusianas; eran el lugar perfecto donde adoctrinar a una mente joven y agresiva con ideas del carácter sagrado de la guerra y los hombres que la libraban. Parte del cometido de Max como
Wachtmeister
era inculcar a los reclutas los valores prusianos, una experiencia que dudo que escatimara a Bruno en casa. El resultado fue una educación nada sentimental, impregnada de una ética de fanfarronería, sacrificio y compañerismo masculino que parece haber subsistido en Bruno durante el resto de su vida.

Prusia siempre había sobresalido en la actividad castrense, desde que Federico el Grande había convertido un ducado diminuto de Europa septentrional en una reconocida potencia continental. A partir de entonces, Prusia pasó a ser sinónimo del mayor ejército permanente europeo, y quería utilizarlo para igualarse a sus más grandes rivales imperiales, el imperio austrohúngaro, Francia e incluso Inglaterra. El espíritu castrense circulaba por las venas prusianas y la cruz de hierro llegaría a ser más tarde su más poderoso símbolo de poder. Suscitó en el filósofo francés Voltaire la siguiente agudeza: «Algunos estados poseen un ejército, el ejército prusiano posee un estado.»

La educación escolar de Bruno también estuvo presidida por lecciones extraídas del pasado militar prusiano. En aquella época, los docentes alemanes eran notoriamente jingoístas
[10]
. Las victorias militares, primero en las guerras napoleónicas (entre ellas Waterloo) y más adelante en Francia, habían contribuido a crear la Alemania moderna en 1871. Había sido el ejército que presidió el nacimiento de la nación alemana. Los treinta años siguientes, primero bajo Bismarck, después bajo el militarismo mucho más voluble del káiser Guillermo I, vieron emerger a un gigante económico e industrial capaz de apuntalar las aspiraciones bélicas de Alemania con carbón, acero y armamentos producidos en cantidades superiores a las de Gran Bretaña, Francia y hasta Norteamérica. Cada vez que Prusia había partido de sus cuarteles para una campaña había vuelto a una nación-estado más poderosa que antes. Los barracones eran un mojón en la historia más trascendente de Alemania, su desarrollo hasta ser reconocida como una superpotencia europea.

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