Authors: Anne Rice
Y era verdad que teníamos mucho que hacer, en primer lugar llenar el mikvah, para lo cual los niños tuvimos que ir pasando vasijas a los hombres. Y después había que enyesar toda la casa. Y cuando hubiéramos terminado con esto, había más cosas que hacer.
Yo estaba contento porque podíamos recorrer el pueblo, y tan pronto tuve oportunidad me fui al bosque. Vi muchos niños y tuve ganas de hablar con ellos, pero antes quería pasear por el campo y trepar por las cuestas bajo los árboles.
Alejandría, como todo el mundo afirmaba, era una ciudad llena de maravillas, había grandes festejos y procesiones y espléndidos templos y palacios, y casas como la de Filo con suelos de mármol. Pero allí había hierba verde.
A mí me gustaba su aroma más que cualquier perfume, y cuando pasaba bajo las ramas de los árboles el suelo se volvía blando. De la parte del valle soplaba una brisa que agitaba los árboles casi de uno en uno. Me gustaba mucho el crujir de las hojas sobre mi cabeza. Seguí cuesta arriba hasta que salí de nuevo a un claro donde la hierba era más espesa, y me tumbé. El suelo estaba húmedo porque había llovido un poco por la noche, pero se estaba bien. Contemplé el pueblo. Vi hombres y mujeres trabajando en los huertos, y más allá los campos y las granjas. Había gente desbrozando la maleza, o eso me pareció.
Pero mi mente estaba concentrada en las arboledas y en el cielo azul, allá arriba.
Me quedé ensimismado. Sentía como si flotara. Me palpé el cuerpo. Era como si todo mi ser estuviera zumbando y el zumbido llenara mis oídos, pero no estaba zumbando. ¡Qué agradable era! A veces me sentía así antes de quedarme dormido. No tenía sueño. Permanecí quieto en la hierba y oí ruido de animalillos. Vi incluso unas alitas que se agitaban. Levanté la cabeza y vi muchos animales diminutos pululando entre la hierba.
Desvié lentamente la vista hacia los árboles. El viento volvía a sacudirlos de un lado al otro. Las hojas parecían de plata a la luz del sol y no dejaron de moverse incluso cuando cesó el viento.
Mis ojos volvieron a lo que tenía más cerca: los animalitos que correteaban por el terreno irregular. Pensé que quizás, al tumbarme, había aplastado a alguno, tal vez varios, y cuanto más miraba, mayor número de ellos veía. El suyo era el mundo de la hierba; no conocían otra cosa. ¿Y quién era yo para tumbarme allí a sentir la hierba mullida y disfrutar de su aroma, sin importarme cuánto podría molestarlos?
No lo lamenté. Mi mano acarició las briznas de hierba y los animalitos se movieron cada vez más rápido, hasta que su universo empezó a vibrar sin ningún sonido que me resultara audible.
La tierra era como un lecho debajo de mí. Los graznidos de los pájaros eran música. Cruzaban el cielo a tal velocidad que apenas si podía verlos. Gorriones. Y entonces, enfrente de mí, vi minúsculas florecillas entre la hierba, tan pequeñas que no las había visto antes, flores de pétalos blancos y corazón amarillo.
La brisa arreció y las ramas se agitaron en lo alto. Hubo una lluvia silenciosa de hojas.
De pronto apareció un hombre. Surgió de la arboleda que había cuesta abajo y venía directamente hacia mí.
Era José, ascendiendo con la cabeza inclinada. La brisa agitaba su túnica y sus borlas. Estaba más delgado que cuando habíamos salido de Alejandría. Quizá todos lo estábamos.
Debía ponerme en pie en señal de respeto, pero me encontraba muy bien allí tumbado, y continuaba sintiendo aquel zumbido, así que me limité a verlo acercarse.
Yo no tenía juicio suficiente para saberlo, pero aquellos minutos en la hierba al pie de aquel árbol fueron la primera vez en mi vida que estuve realmente solo. Sólo supe que la paz se había roto, y que así debía ser. ¿Qué cosa era el tiempo, que yo podía pasarlo allí contemplando el mundo hasta que éste perdiera su perfil? Por fin, me puse en pie como si acabara de despertar de un sueño profundo.
—Ya sé —me dijo José, un poco triste—. Es sólo un pueblecito, poca cosa, nada en comparación con la gran ciudad de Alejandría, en absoluto, y seguro que habrás pensado muchas veces en tu amigo Filo y en todo cuanto hemos dejado atrás. Lo sé muy bien.
No fui capaz de responder de inmediato. Quería decirle lo mucho que me gustaba todo aquello, lo bien que me hacía, pero mientras buscaba las palabras que todavía no poseía, perdí la oportunidad.
—Pero, mira —añadió—, aquí nadie vendrá a buscarte. Estás a buen resguardo. Y así vas a seguir.
«A buen resguardo.»
—Pero ¿por qué he de...?
—No —dijo José—. Nada de preguntas ahora. Ya habrá tiempo. Escucha: no puedes contarle nada a nadie. —Me miró para asegurarse de que lo entendía—. No debes comentar lo que oyes que hablamos los hombres. No debes hablar de dónde hemos estado ni por qué. Guarda tus preguntas para ti, y cuando seas mayor, yo mismo te diré lo que necesites saber.
No pronuncié palabra.
Me tomó de la mano y volvimos al pueblo. Llegamos a un pequeño huerto delimitado por piedras pequeñas, cerca de unos cuantos árboles. La maleza lo cubría todo, pero había un árbol grande, sano y lleno de brotes y nudos.
—El abuelo de mi abuelo plantó este olivo —dijo José—. Y ese de ahí, un granado, ya verás cuando empiece a florecer. Queda cubierto de capullos rojos.
Inspeccionó el pequeño huerto. Los que había en las colinas estaban cuidados y llenos de hortalizas.
—Mañana gradaremos todo esto para que puedan trabajar las mujeres —dijo—. No es demasiado tarde para plantar unas viñas, pepinos y otras cosas. Veremos qué opina la vieja Sara. —Me miró—. ¿ Estás triste?
—No —respondí al punto—. ¡Esto me gusta! —Deseaba tanto encontrar las palabras, palabras como las de los salmos.
José me cogió en brazos y me besó en ambas mejillas. Luego volvimos a casa. Él no me creía. Pensaba que lo había dicho por amabilidad. Yo quería correr por el bosque y escalar las colinas. Quería hacer todo lo que no había hecho en Alejandría. Pero había trabajo pendiente cuando llegamos al patio, y cada vez venía más gente a presentarnos sus respetos.
La vieja Sara dijo que éramos un torbellino. Con ayuda de sus hijos, Leví y Silas, Alfeo reparó el tejado en un abrir y cerrar de ojos, y tan bien lo hicieron que pudimos comprobar los resultados brincando encima. Nuestros vecinos de la derecha, colina arriba, se alegraron de ello puesto que tenían una puerta que daba a ese tejado, y les dijimos que podían utilizarlo, como habían hecho antaño, para extender sus mantas en verano. Quedaba mucho tejado para nosotros en la parte principal de la casa y en el lado izquierdo, que daba sobre la casa de abajo y sobre las de la parte de atrás.
Había mujeres subidas a los tejados, cosiendo mientras sus bebés jugaban, y en cada tejado había un parapeto como los que había visto en Jerusalén, para que los niños no se cayeran. Alguna gente tenía incluso macetas con plantas, pequeños árboles frutales y otras plantas que yo desconocía. A mí me encantaba estar allí arriba y contemplar el valle.
El frío del invierno había pasado casi del todo. Quedaba un aire fresco que me desagradaba, pero sabía que el tiempo cambiaría muy pronto.
Cleofás y su hijo mayor Josías, que todavía era pequeño, y Justus, un poco mayor y muy listo aunque era el hijo menor de Simón, se encargaron de enyesar el mikvah con el yeso impermeable que preparamos con los materiales de que disponíamos. Pronto la alberca quedó blanca y lista para llenar con agua de la cisterna. En el fondo tenía un diminuto desagüe por el que escurría agua constantemente, de manera que la alberca no contuviese agua estancada, sino viva, tal como requería la Ley de Moisés para la purificación.
—¿Y es agua viva gracias a ese pequeño desagüe? —preguntó la pequeña Salomé—. Entonces, ¿es como si fuera un arroyo?
—Sí—dijo Cleofás, su padre—. El agua está en movimiento. Está viva. Más o menos.
Nos congregamos todos alrededor del mikvah la tarde en que terminamos de llenarlo. El agua era transparente y estaba muy fría. A la luz de las lámparas se veía muy bonito.
José y yo reconstruimos los enrejados para las enredaderas de la casa y de la parte delantera del patio, cuidando de romper lo menos posible las verdes plantas. Algunas se echaron a perder y fue una pena, pero pudimos salvar la mayoría y procedimos a anudarlas al enrejado con cordel nuevo.
Santiago se había puesto a arreglar los bancos, aprovechando lo rescatable de unos y juntándolo con lo rescatable de otros, a fin de tener unos pocos en buen estado.
A ratos llegaban vecinos para charlar en el patio, hombres de pocas palabras que iban camino de los campos o mujeres que se quedaban un rato, con sus cestos del mercado, la mayoría amigas de la vieja Sara pero pocas tan ancianas como ella, y también venían chicos a echar una mano. Santiago se hizo amigo de un tal Le vi, pariente nuestro, hijo de los primos que poseían tierras y olivares. Y al cabo de unos pocos días, Salomé ya había hecho buenas migas con un grupo de niñas de su edad que se reunían en casa y cuchicheaban y gritaban.
Las mujeres tenían más trabajo que nunca, mucho más que en Alejandría, donde podían comprar pan fresco e incluso patatas y verduras a diario. Aquí se levantaban muy temprano para hornear pan, y nadie traía agua. Tenían que ir a la fuente que había al salir del pueblo y volver con vasijas llenas. Aparte de esto, limpiaban las habitaciones de arriba que todavía no utilizábamos, también los bancos en cuanto Santiago hubo terminado con ellos, y fregaban el patio y barrían los suelos de la casa.
Eran suelos de tierra prensada similares a los de Alejandría, salvo que aquí la tierra era más dura y no había tanto polvo. Y las alfombras eran mucho mejores, más gruesas y mullidas. Cuando nos tumbábamos para la cena, con alfombras y cojines, nos sentíamos muy cómodos.
Finalmente llegó el sabbat. No nos dimos cuenta y ya estaba allí. Pero las mujeres habían preparado toda la comida de antemano, y fue un festín de pescado seco macerado en vino y luego asado, además de dátiles, nueces que yo nunca había probado y fruta fresca, combinado con muchas aceitunas y otras cosas exquisitas.
Una vez dispuesta la comida, encendimos la lámpara del sabbat. Esto le tocaba hacerlo a mi madre, y ella rezó la oración en voz baja mientras prendía la mecha.
Dijimos nuestras oraciones de acción de gracias por haber llegado sanos y salvos a Nazaret y empezamos, todos juntos, nuestro estudio, cantando y charlando y felices de celebrar el primer sabbat en casa.
Pensé en lo que José le había dicho a Filo. El sabbat nos convierte a todos en estudiosos, en filósofos. Yo no sabía muy bien qué era un filósofo, pero había oído antes esa palabra y la relacioné con aquellos que estudiaban la Ley de Moisés. El maestro, allá en Alejandría, había dicho que Filo era un filósofo. Claro.
Así que ahora éramos estudiosos y filósofos en aquella gran habitación, limpia de polvo, y todos recién lavados, después de haber pasado por el mikvah y cambiado nuestras ropas por otras limpias, todo ello antes de la puesta de sol, y José leyendo a la luz de la lámpara. ¡Qué agradable era el aroma del aceite de oliva de la lámpara!
Teníamos nuestros pergaminos, igual que Filo, aunque ¡ no en tal cantidad, por supuesto. Pero sí unos cuantos, aunque yo ignoraba la cantidad exacta pues procedían de cómodas que había en la casa y cuyas llaves guardaban José y la vieja Sara.
EJ incluso algunos pergaminos estaban escondidos, sepultados en el túnel, que los niños todavía no habíamos sido autorizados a ver. Si alguna vez los bandidos saqueaban la casa, si la incendiaban (me estremecía sólo de pensarlo), esos pergaminos estarían a salvo.
¡Tenía tantas ganas de ver el túnel! Pero los hombres dijeron que hacía falta apuntalarlo y que de momento era peligroso bajar allí.
José había sacado algunos pergaminos antes de que el sabbat empezara. Los había muy antiguos y con los bordes deteriorados. Pero todos eran buenos.
—A partir de ahora no leeremos más en griego —dijo, abarcándonos a todos con la mirada—. Aquí en Tierra Santa sólo se lee en hebreo. ¿Tengo que explicarle a alguien por qué?
Todos reímos.
—Pero ¿qué voy a hacer con este libro que tanto amamos y que está en griego?
—Sostuvo en alto el pergamino. Sabíamos que era el Libro de Jonás. Le suplicamos que lo leyera.
José rió. Nada le gustaba tanto como tenernos reunidos escuchando, y hacía mucho que no se daba esa circunstancia.
—Vosotros me diréis —continuó—: ¿debo leerlo en griego o contároslo en nuestra lengua?
Hubo vítores de contento. Nos encantaba cómo narraba la historia de Jonás. Y de hecho nunca la había leído en griego sin acabar cerrando el libro para continuar él mismo el relato, pues le gustaba mucho.
Emprendió con brío la historia: el Señor llamó al profeta Jonás y le dijo que predicara en Nínive, «¡esa gran ciudad!», dijo José, y todos repetimos con él. Pero ¿qué hizo Jonás? Trató de huir del Señor. ¿Es posible huir del Señor?
Subió a bordo de un pequeño barco que zarpaba para tierra extranjera, pero una gran tempestad sorprendió a la embarcación. Y todos los gentiles rezaron a sus dioses para que los rescataran, pero la lluvia y los truenos no cesaban.
La tormenta descargó y los hombres echaron suertes para ver quién era el causante de ella y la suerte recayó en Jonás. ¿Y dónde estaba Jonás? Dormido en la bodega del barco. «¿Qué haces, forastero, roncando aquí abajo?», dijo José poniendo cara de capitán enojado. Todos reímos y batimos palmas.
—¿Qué hizo Jonás? —continuó—. Pues bien, les dijo que él era temeroso del Señor de la Creación, y que lo arrojaran al mar porque había huido del Señor y el Señor estaba enojado. Pero ¿le hicieron caso? No. Remaron con todas sus fuerzas para ganar la costa y...
—¡La tempestad pasó de largo! —exclamamos todos.
—Y ellos elevaron plegarias al Señor, temerosos de él. Y ¿qué hicieron después?
—¡Arrojaron a Jonás al mar!
José se puso serio y entornó los ojos.
—Como los hombres temían al Señor, ofrecieron en sacrificio a Jonás, y allá en las profundidades del mar, el Señor había creado un gran pez que...
—¡Se tragó a Jonás! —exclamamos.
—¡Y Jonás estuvo tres días y tres noches en la panza de una ballena!
Nos quedamos callados. Y todos juntos, mientras José nos dirigía, repetimos la oración de Jonás al Señor para que le salvara, pues todos la conocíamos en nuestra propia lengua, así como en griego.