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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (23 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—¿Quién es usted? —musitó.

—Nada de preguntas —repuso Michael, obligándole a volverse de cara a la pared.

Le hizo levantar las manos y separar las piernas. Le cacheó a conciencia con la mano izquierda. En el bolsillo interior llevaba una pistola, una Helwan automática de 9 mm, versión nacional de la Beretta 951 y requisada a la antigua brigada antiterrorista 777, disuelta después del golpe. Michael comprobó el cargador y la recámara y le puso el seguro antes de guardársela en el bolsillo. De momento, el cuchillo le era más útil. Era un arma silenciosa, precisa e igualmente persuasiva.

—Bien —dijo Michael—. Sube. Es en el quinto piso.

El silencio era absoluto en el edificio, como si la nieve que caía en el exterior ahogase todo sonido. Michael recordó el café, el tenso silencio, las miradas de perro apaleado de los clientes. La escalera era muy empinada y hacían bastante ruido al pisar el desnudo cemento. El recuerdo de otros momentos de silencio en aquella misma escalera y los rápidos pasos de una mujer asaltó a Michael.

La llave del apartamento entró en la cerradura y la puerta se abrió. La oscuridad era total.

—Hay un interruptor a la izquierda, a la altura de tu hombro.

Se encendió una lámpara de pantalla verde que proyectaba sombras. Una enorme fotografía en blanco y negro de la momia de Seti I destacaba en la pared de la entrada. El joven agente se sobresaltó.

—¿No has estado antes aquí?

El joven negó con la cabeza.

—A la derecha —le ordenó Michael—. La puerta del fondo del pasillo. Vamos.

El agente dirigió una aprensiva mirada a la fotografía y obedeció. Michael reparó en que llevaba los zapatos rotos, con las suelas casi despegadas, y se dijo que debía de tener los pies helados porque se notaba que le había entrado nieve. Tampoco él tenía los pies precisamente muy calientes.

Ya antes de abrir la puerta notaron el olor. El frío podía mitigarlo, desde luego, pero el apartamento no era una nevera.

—Huele a…

—Ya lo he notado. Abre la puerta.

Michael se temió lo peor. Sabía perfectamente a qué olía y lo que iba a encontrar.

El joven abrió la puerta, pero se hizo atrás sin atreverse a entrar. Michael le empujó para obligarle a entrar y entró tras él, palpando la pared en busca del interruptor. El hedor era insoportable e inequívoco. Michael notó que el joven tenía náuseas. También a él se le revolvía el estómago. Dio al fin con el interruptor y encendió la luz.

Capítulo
XXVIII

L
a habitación era un auténtico caos. Había muebles rotos por todas partes; las lámparas y los jarrones estaban hecho añicos; la tela de los cuadros colgados de la pared, rasgada y desgarrada; los libros de las estanterías, rotos y tirados por el suelo. ¿No lo habían oído los vecinos? ¿No se le había ocurrido a nadie llamar a la policía?

Michael no reconoció el cuerpo a primera vista. De lo único que estaba seguro —y lo único que le importaba— es que no era Aisha. Luego lo vio bien: el cuerpo —si es que podía llamarse cuerpo— era el de Megdi. La cara resultaba mínimamente reconocible y el traje blanco —lo que de él permitía ver la sangre coagulada— era muy parecido a los que Megdi solía llevar. El hedor era insoportable. A Michael le dio una arcada y se tapó la boca con un pañuelo.

Tenía un nudo en el estómago provocado por una mezcla de horror, alivio y compasión. No había llegado a conocer a Megdi a fondo, pero le caía bien y le admiraba. La sensación de alivio le duró poco. Si Megdi yacía muerto allí, el cuerpo de Aisha podía estar en otra habitación; en cualquier parte, en realidad.

Pero no. Por lo menos en el apartamento no estaba. Lo recorrieron a conciencia y comprobaron que lo habían destrozado, sobre todo el despacho. Pero no había ningún otro cuerpo.

—¿A qué hora termina tu turno?

El joven se encogió de hombros.

—Mira —le dijo Michael—, podría hacerte perrerías: darte una paliza, acuchillarte, meterte la cabeza en la bañera hasta que te estallasen los pulmones. Pero no es mi estilo y no quiero estrenarme contigo. Me inclino a creer que no sabes de verdad de qué va. Me inclino a creerlo así. Todo lo que te pido a cambio es un poco de información.

Estaban en la cocina, sentados en sillas de duro asiento frente a la mesa. El abrillantado suelo se hallaba sembrado de cacharros y piezas de vajilla hechas pedazos.

—Me matarán, ¿no lo entiende? Dirán que ha sido por mi culpa —dijo el joven temblando, pero ya no de frío, sino de miedo.

—Nadie va a matarte. Si conservas la calma podremos arreglarlo. Te lo preguntaré otra vez: ¿a qué hora termina tu turno?

—Falta menos de una hora —dijo el joven mirando el reloj barato que llevaba en la muñeca—. A las siete. Casi nunca son puntuales. Hace dos días me tuvieron media hora esperando.

—Bien —dijo Michael—, estarás en tu puesto mucho antes. Cuando llegue tu relevo, tú no has visto nada ni has hablado con nadie. Deja que descubran todo esto durante el turno de otro.

—Pero ¿quién…?

—Eso es lo que quiero averiguar. Tranquilo, no voy a hacerte daño. Todo lo que tienes que hacer es colaborar. ¿Cómo te llamas?

El joven vaciló.

—Yo no… Hamid. Me llamo Hamid. ¿Quién es el… muerto?

—¿No lo sabes? Se llama Megdi; el profesor Megdi, un arqueólogo.

—¿Arqueólogo? ¿Qué es eso? ¿Qué tendrá que ver un arqueólogo en todo esto?

—¿En qué?

Hamid se encogió de hombros. Michael reparó en que tenía las uñas negras. Hablaba en un tono tenso y con acento
saidi
. Michael dedujo que no llevaba mucho tiempo en la ciudad. Los servicios de seguridad reclutaban a menudo
saidis
como peones. Eran gente desarraigada, dependiente y de fiar.

—¿En qué? —repitió Michael.

—No lo sé. Asuntos de seguridad. Usted debería saberlo.

—Pues no lo sé. Quiero que me lo digas tú.

Hamid se humedeció los labios. Sus ojos se movían con nerviosismo. Miraba a Michael y desviaba la mirada. Hacía calor en el apartamento; no habían apagado la calefacción. El grifo del fregadero goteaba. En el apartamento inferior habían encendido el televisor. Se oía una voz, pero no lo que decía.

—No. Mi trabajo no consiste en saber nada.

—¿Qué instrucciones tienes?

—Vigilar el apartamento. Ver quién entra y quién sale. Informar de cualquier anomalía a mis superiores.

—Pero tú no vigilabas el apartamento, vigilabas el edificio. Han debido de decirte qué debías vigilar y a quién. Vigilabas a alguien concreto. ¿A mí? ¿Me esperabas a mí?

El joven pareció alarmarse y negó enérgicamente con la cabeza.

—No —contestó—, a usted no. No sé nada de usted. Me dijeron que vigilase a una mujer, a una mujer joven. Ésta…

Hamid rebuscó en el bolsillo interior de la chaqueta que llevaba bajo la
jalabiyya
y sacó una fotografía arrugada en la que Aisha resultaba perfectamente reconocible.

—¿Quién te dijo que la vigilases?

—Si no estoy en mi puesto —dijo Hamid volviendo a humedecerse los labios y mirando el reloj— habrá problemas.

—Te sobra tiempo.

Michael empezaba a preguntarse si Hamid le habría dicho la verdad sobre la hora en que terminaba su turno. ¿Y si era a las seis?

—¿Quién te ordenó vigilarla? ¿Quién te dio la fotografía?

—Mi… mi jefe.

—¿Cómo se llama?

Hamid frunció los labios.

—¿Abu Musa?

—No conozco a ningún Abu Musa —repuso Hamid negando con la cabeza—. Trabajo para la
mujabarat
. Me dieron trabajo cuando llegué aquí hace tres años. Un empleo fijo. No gano mucho dinero, pero puedo ascender.

Michael estaba seguro de que le mentía. Hamid había vacilado al oír el nombre de Abu Musa, antes de negar que le conociese.

—¿Qué órdenes tenías en caso de encontrarla?

—Informar a Jefatura inmediatamente.

—¿Desde cuándo se la vigila?

—No lo sé. Me enviaron aquí por primera vez el domingo pasado. Hace cuatro días. No sé si antes ya había otros vigilándola.

—¿Quién es el hombre al que has relevado hoy?

—¿Abd al-Haqq? Es muy conocido. Lleva muchos años en el cuerpo. Dicen que nació en el cuerpo. Nunca ha ascendido a causa de su problema. Es mudo. Pero oye bastante bien y tiene buena vista. Dicen que conoce todos los secretos de Jefatura.

—Ya no —le dijo Michael, que se extendió explicándole lo sucedido en el café.

—¿Tienes idea de quién es el hombre que le mató?

Hamid estaba ahora visiblemente asustado. Trató de levantarse de la silla, pero Michael le obligó a seguir sentado.

—¿Conoces al europeo?

—No… Sí… No sé. ¿Por qué me retiene? Yo no sé nada. Tengo que estar ahí afuera. Déjeme salir.

Michael sujetó a Hamid por el hombro. Al joven le asomaba saliva por la comisura de los labios. Estaba cada vez más asustado.

—Le llaman al-Hulandi, el holandés. Es todo lo que sé, se lo juro. Sólo lo conozco de nombre, pero nunca le he visto. Así que déjeme salir ya.

De pronto, Michael le tapó la boca con la mano.

—¡Calla! —le ordenó.

El joven lo miró con los ojos desorbitados y forcejeó para intentar levantarse.

—Quieto —susurró Michael—. He oído algo. Hay alguien dentro del apartamento.

Sin hacer ruido, Michael echó la silla hacia atrás y se levantó. Con un rápido pero sigiloso movimiento, fue hasta la puerta y apagó la luz, dejando la cocina a oscuras. Oía a dos hombres hablar en voz baja en el pasillo. Por lo menos eran dos. Maldiciéndose por haberse quedado allí tanto rato, sacó la pistola mientras rezaba por que no fuese más que un juguete que Hamid llevaba para presumir. Quitó el seguro.

A continuación agarró a Hamid del brazo y fue con él hasta un hueco que había detrás del frigorífico.

—Debe de ser mi relevo —musitó Hamid—. Ha debido de llegar antes y sospechar algo.

—¿De verdad no me has mentido sobre la hora del relevo?

—No, se lo juro…

Se abrió la puerta. La luz del pasillo invadió la cocina. Se oía una queda respiración y unos pasos sigilosos.

De pronto, Hamid salió como impulsado por un resorte, con las manos en alto y mostrando su carné de policía. Había visto demasiadas series de televisión en las que policías de paisano mostraban la placa a los malos. Demasiadas películas en las que los malos tiraban al suelo la pistola y levantaban las manos. El hombre de la entrada ni siquiera se fijó en la placa.

Todo lo que oyó Michael fue un disparo. Hamid se desplomó. No le había dado tiempo ni a gritar. Se hizo un breve silencio y luego se oyeron otros pasos. Habían encendido otra luz y se oyó una voz desde una habitación, pero las palabras resultaban ininteligibles.

La cocina no tenía más puerta que la que daba al pasillo. Michael veía los pies de Hamid junto al frigorífico. Sus destrozados zapatos estaban manchados de sangre. Una sombra cruzó el suelo. Michael se arrimó a la pared, tratando de ver en la ventana el reflejo de la persona que había disparado. Sólo distinguía la alta silueta de un hombre, empuñando un subfusil ametrallador en posición de disparo. Michael contuvo el aliento. El hombre se agachó y examinó el cuerpo de Hamid.

—¿Qué ha pasado? ¿Has disparado tú? —preguntó desde la puerta una voz que a Michael no le pareció de un árabe, sino probablemente de un francés.

—Éste está muerto. Ha salido de detrás del frigorífico —repuso su compañero con inequívoco acento egipcio, de El Cairo.

—¿Quién es?

—Un
mujabarat
. Mira el carné.

Michael notó que el sudor se le metía en los ojos. La mano con la que empuñaba la pistola estaba empapada. Estaba desentrenado. Hacía años que no había pisado un campo de tiro.

—No hay nadie más —dijo el que tenía acento francés—. Está todo tal como lo dejamos nosotros.

—Debe de ser el hombre que tenían vigilando. Quizá subió porque tenía frío. Ha debido de quedarse de piedra al ver al otro.

—¿Crees que le buscarán?

—Apuesto a que no. No creo que le consideren tan importante. No pueden estar pendientes de todos los movimientos de sus agentes con los tiempos que corren. Déjalo. Lo añadirán a sus listas cuando le encuentren. Apaguemos la luz y salgamos.

Instantes después se apagó la luz. Se oyó que cerraban la puerta del apartamento. De nuevo se hizo el silencio, acompañando al de los nuevos muertos.

Capítulo
XXIX

Londres

17 de diciembre

T
om Holly se estremeció y miró a través de la ventana hacia las dormidas callejuelas. El lechero acababa de empezar su ronda. El aire era limpio y se oía un leve tintineo de botellas con acompañamiento de trinos.

No debía estar allí, pensó. Debía estar en Egipto ayudando a Michael Hunt. Pero los jefes de departamento no viajan. Los jefes de departamento no se exponen ni ponen en peligro lo que saben, o lo que ignoran. Cumplen con su misión a distancia y, en caso necesario, se retiran tras los velos que el departamento les teje. En su departamento los velos eran siete, igual que en la danza: honor, discreción, seguridad, diplomacia, secreto, tacto y patraña. Este último era el único que separaba a los funcionarios de la total desnudez.

—¿Tom? ¿Qué haces levantado tan temprano? No son ni las cinco.

Su esposa estaba de pie en la puerta, con el pelo todavía revuelto y una bata echada sobre los hombros.

—¿Tan temprano? Perdona, no me he dado cuenta.

—Me he despertado y no estabas. Vuelve a la cama, cariño. Hace demasiado frío para que te quedes ahí sentado. Despertarás a los niños.

—Vuelve tú a la cama. Yo iré en seguida.

Linda entró en la estancia. Estaba tan oscuro que apenas veía a Tom. Parecía una sombra junto a la ventana.

—¿Enciendo la luz? —preguntó ella.

—No, no. Gracias.

—¿Quieres que hablemos de lo que sea?

Lo preguntó porque pensó que era lo que debía hacer una esposa. De un modo u otro, siempre venía a hacerle la misma pregunta desde que estaban casados. Tom contestaba invariablemente que no, pero ella consideraba su deber preguntárselo pese a todo. Le hubiese parecido poco solidario no hacerlo.

—Creo que alguien que me importa mucho está teniendo graves problemas —dijo él.

Sobresaltada, Linda se acercó a él y le pasó un brazo alrededor de la cintura.

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