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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (20 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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A las niñas les arrebataban las muñecas de porcelana de las manos y a los hombres las piezas de ajedrez, por considerar que cometían un delito de idolatría. Untaban con excrementos las cajas de bombones que llevaban licor y les rompían los brazos a los farmacéuticos que vendían jarabes para la tos con alcohol. En los callejones y en los mercados, se abalanzaban sobre las mujeres que no llevaban velo y las apaleaban. A las parejas que iban paseando, las detenían al azar y les pedían la documentación. Si no eran matrimonio, los arrestaban y los conducían ante el juez. Supervisaban la quema pública de libros considerados blasfemos, desde la traducción de Nadim al-Alawi de los
Versos satánicos
hasta las novelas de Nagib Mahfuz.

Desentendiéndose de quienes tenía alrededor, Michael observaba a los pequeños grupos de hombres, mujeres y niños, que eran obligados a bajar del tren y a marchar en fila encañonados por los soldados. Que tantos de sus compañeros de viaje fuesen considerados pecadores le parecía tan poco sorprendente como insultante. Los
muhtasibin
recorrían el tren a conciencia, desde los compartimientos de primera clase con aire acondicionado hasta los atestados vagones de tercera. Michael no había visto nunca un tren egipcio tan silencioso ni a unos pasajeros tan acobardados. Se preguntaba si los
muhtasibin
le buscarían a él.

Dos individuos vestidos de blanco irrumpieron en el compartimiento y recorrieron con escrutadora mirada a los pasajeros, acechando el pecado entre la pobreza. Michael se dijo que si no perdía la calma no tenía nada que temer. La principal preocupación de los
muhtasibin
, como la de todos los moralistas, era la «visible» inocencia y la «visible» culpabilidad. No les preocupaba el invisible mundo de los pensamientos; no ahondaban en los corazones, océanos en los que no se atrevían a nadar. La documentación de Michael había sido trabajosamente elaborada para él por Abd al-Farid Nassim, el mejor falsificador de toda Alejandría. Se la habían pedido en varios puestos de control y se sentía seguro. Ni el aspecto de su cara ni su indumentaria daban pábulo al recelo.


Ismak ayh
?

Michael alzó la cabeza: un hombre cansado, un hombre herido, un hombre a quien sería fácil olvidar.

—¿Cómo se llama? —repitió el
muhtasib
.

Michael le estudió detenidamente con los párpados entornados. Boca dura, ojos de visionario, pómulos salientes y piel tersa.

—Yunis —dijo Michael.

—¿Yunis qué más? ¿Cuál es su apellido?

—Zuhdi.

—¡Más alto!

—Zuhdi, señor.

—A ver: la documentación.

Michael se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una raída cartera. Cogió el carnet de identidad y otros documentos. A pesar del frío y de su confianza en la extraordinaria habilidad de Abd al-Farid, empezó a sudar. El
muhtasib
examinó la documentación detenidamente. Michael se preguntaba por qué se habían fijado precisamente en él. ¿Habrían puesto ya su fotografía en circulación?

—¿Dirección?

Michael repitió la dirección que había memorizado.

—¿Ocupación?

—Profesor. Enseño inglés para el acceso a la universidad.

—¿En Shubra?

—No, señor. En Shubra nadie puede pagar las clases. Voy a domicilio, en Mirs al-Jadida. Es una zona más acomodada.

—Aquí dice que ha vivido en el extranjero.

—Sí, señor. Dos años en Londres, para perfeccionar mi inglés.

—¿Sabe que, actualmente, vivir en el extranjero es un delito?

—¿Vivir en el extranjero? —dijo Michael con un nudo en el estómago.

—Fuera de Dar al-Islam. Ahora es un delito que se castiga.

Dar al-Islam: el reino del Islam, todos los países con un régimen musulmán.

—Lo siento —dijo Michael con prudencia—. No lo sabía. ¿Es una nueva ley?

—Levántese.

—¿Cómo dice?

El
muhtasib
agarró a Michael del brazo izquierdo y lo levantó. Por un instante, su entrenamiento estuvo a punto de jugarle una mala pasada haciéndole reaccionar de inmediato con igual violencia. Pero se contuvo y se limitó a tratar de no perder el equilibrio a causa del tirón. El
muhtasib
se volvió y se dirigió a un soldado que estaba al fondo del coche.

—¡Este! —le espetó.

—¿Qué pasa? —gritó Michael—. ¿Qué he hecho?

Pero en seguida se percató de que no era el único que gritaba, que también a otros les habían obligado a levantarse y a salir del compartimento. Miró en derredor. Los pasajeros del coche que no habían sido molestados miraban para otro lado, al suelo, a través de las ventanillas, fingiendo no ver ni oír, no enterarse de nada.

De pronto los gritos cesaron, como obedeciendo a la orden de una batuta. Nadie se movía. El silencio se podía cortar. Pero sólo duró un instante. Se oyó un disparo y el estruendo fue extinguiéndose en la vastedad de los blancos campos. Luego se oyó otro disparo. Y de nuevo se alzó un clamor, gritos más desgarrados y desesperados.

Capítulo
XXIV

E
l soldado cogió a Michael bruscamente por la muñeca y tiró de él pasillo adelante. La gente que se hacinaba en el atestado coche se encogió inverosímilmente para dejarles pasar, como turbulentas aguas dividiéndose ante un obstáculo.

En el exterior se oyeron dos disparos casi simultáneos. El soldado se situó detrás de Michael y le empujó a través de la puerta del vagón, obligándole a bajar por los altos peldaños y a cruzar la vía hasta la sucia cuneta.

Había una hilera de hombres y otra de mujeres frente a un grupo de soldados que empuñaban sus armas. Michael reparó entonces en que frente a cada hilera habían cavado una zanja. Dos
muhtasibin
caminaban lentamente por detrás de las hileras, ignorando los gritos de las mujeres y las súplicas de los hombres. Ambos esgrimían la pistola, dispuestos a encañonar la nuca de la siguiente víctima. Michael vio cómo le disparaban a un mendigo sin piernas y cómo lo arrojaban a la zanja a patadas. Vio cómo arrastraban a un hombre que llevaba turbante de profesor de religión hasta el borde de la zanja y le disparaban sin piedad, mientras él apenas lograba musitar unos versículos del Corán. Y vio también cómo a un hombre alto lo cosían a bayonetazos y lo acribillaban después a tiros.

Obligaron a Michael a arrimarse a un pasajero de su mismo vagón, un joven con pinta de estudiante. En el suelo, a los pies del joven, había un libro de bolsillo rasgado por la mitad. Michael se fijó en el título, apenas visible entre el barro:
Qissa Madinatayn
, traducción árabe de
Historia de dos ciudades
. El joven temblaba como una hoja, incapaz de comprender lo que sucedía. Al acercarse Michael, el joven le cogió el brazo.

—¿No podríamos hacer algo? —le imploró.

Un poco más adelante, otra víctima caía abatida de un disparo. Estaban cada vez más cerca.

—No entiendo lo que está pasando —repuso Michael—. ¿Por qué te han detenido?

El muchacho señaló el libro que estaba en el suelo.

—Por eso —gimió—. Por leer eso. Dicen que forma parte de la
jahiliyya
, que estoy manchado, que todos estamos manchados. Yo soy musulmán, un buen musulmán. Les he recitado la
shahada
, pero no han querido escucharme. Sólo se han fijado en el libro.

Entonces Michael lo comprendió. Se acordó de Camboya, de lo que los Khmer Rojos hicieron allí: erradicar la cultura de los libros, cualquier rastro de civilización urbana, cualquier influencia extranjera. Año Cero. Los campos de exterminio. El pasado borrado por un siniestro temporal.

Entre la bruma, el
muhtasib
de blanco hábito paseaba arriba y abajo frente a las hileras, mirando los rostros y desviando luego la mirada. Detrás de las hileras, sus compañeros proseguían con su siniestra tarea. La sangre empapaba ya el suelo. La locomotora arrancó de nuevo y el tren empezó a alejarse lentamente de ellos. Michael vio rostros horrorizados que miraban a través de las ventanillas; horrorizados y aliviados; lívidos rostros que se alejaban de él para siempre.

El verdugo llegó junto al joven estudiante. Michael vio cómo se crispaba al notar el cañón en la nuca y sintió un estremecimiento. Oyó el disparo, el eco, y después nada. La sangre salpicó las páginas del destrozado libro. Michael miró a su alrededor y vio el tren a lo lejos: apenas una lucecita roja semivelada al cruzar la densa bruma, tan lejos ya como la propia vida.

Entonces notó en la nuca el cañón de una pistola, frío como la escarcha.

Aquellos instantes, mientras veía adentrarse el tren entre jirones de bruma, fueron para Michael los más largos de su vida. Parecían prolongarse indefinidamente frente a él, como vidas enteras, como fragmentos de eternidad. Murió y resucitó un centenar de veces en aquellos instantes, pero ante sus ojos no era vida lo que aparecía, sino únicamente muerte.

—¡A ése no! —tronó una voz—. A ése no. Quiero hablar con él.

Michael tardó en percatarse de que la voz se refería a él. En lugar del disparo, notó una áspera mano entre los omoplatos que le empujó hacia delante. Michael cayó de bruces, diciéndose que debía de estar muerto y vivo al mismo tiempo. Pero no le dolía nada. Oyó un disparo a lo lejos, muy a lo lejos, y notó que su cuerpo se hundía en el apestoso barro. Su mejilla rozó la del joven estudiante al que acababan de asesinar por leer un libro. La cara del muchacho aún estaba caliente.

Una mano lo agarró del cuello de la chaqueta y lo zarandeó.

—¡Levántate! ¡No estás muerto!

Le temblaban las rodillas y tenía los pies empapados. Todo estaba oscuro. De pronto se percató de que seguía con los ojos cerrados, con los párpados muy apretados, aguardando la explosión que nunca llegó. Al abrirlos vio unos zapatos de hombre, unos zapatos negros que contrastaban con el blanco
thawh
.

El individuo sacó a Michael de la zanja y lo puso en pie. Era un hombre alto, de facciones suaves, largas pestañas y ojos vivaces, unos ojos consumidos por la fiebre. No por una fiebre física, sino por un nerviosismo y un calor intenso que le daba una expresión iracunda, una ferocidad insaciable. Michael le imaginó con unos labios finos, de persona cruel, pero sus labios eran carnosos, su boca, roja como la sangre, rezumaba sensualidad.

Durante un largo rato no dijeron nada. Michael temblaba de frío y de miedo, sin osar moverse. Sabía que su vida pendía de un hilo. El
muhtasib
le miró durante unos instantes que se le hicieron eternos, sin decir ni hacer nada. De vez en cuando un disparo quebraba el precario silencio. El clamor de los gritos se había mitigado. Michael oía llorar a un niño, unos angustiados y desconsolados sollozos acallados de pronto. Jamás había sentido tan incontenible ira ni tan angustiosa impotencia.

—Me gustaría que viniese conmigo, señor Hunt —dijo al fin el
muhtasib
—. Tenemos que hablar.

—Me llamo Yunis Zuhdi. Yo… —protestó Michael.

—Se llama usted Michael Hunt, es profesor de la Universidad Americana, fue jefe de la sección de El Cairo del Servicio de Inteligencia Británico y ahora está bajo mi custodia. Me llamo Yusuf al-Haydari,
qaid al-muhtasibin
del Bajo Egipto. Por favor, no pierda el tiempo fingiendo. Es un insulto a mi inteligencia que le desmerece.

—Creo que está cometiendo usted un error, señor. Me llamo Yunis Zuhdi.

Por toda respuesta, el
muhtasib
sacó del bolsillo una pequeña fotografía y se la tendió a Michael.

—Es usted, ¿no?

Michael negó con la cabeza.

—Se parece a mí —reconoció Michael—, pero no soy yo.

La fotografía era de hacía varios años; estaba tomada en la recepción de una embajada.

—No tenemos tiempo para discutir, señor Hunt —dijo Haydari mirando en derredor, inquieto—. Aquí no podemos hablar. Por favor, venga conmigo.

Haydari dio media vuelta y le indicó el camino por un sinuoso sendero que cruzaba un yermo campo hacia el río. Michael se volvió a mirar. Los
muhtasibin
casi habían terminado su trabajo, como agricultores que hubiesen acabado una siniestra siembra.

Hacia el final de la hilera de las mujeres, una joven de unos dieciocho años estaba acuclillada frente a la zanja. Su rostro carecía totalmente de expresión, estaba despojada de todo anhelo, casi exangüe. Llevaba en brazos un lío de ropas, acaso un bebé. Pero su abrazo se hallaba desprovisto de toda emoción. Alzó la vista y miró a Michael, un hombre de paisano que se alejaba de la carnicería.

De pronto, la joven reaccionó. Se puso en pie y levantó el lío de ropas.

—¡Mi hija! —clamó con un desgarrado grito—. ¡Tomadla! ¡Por el amor de Dios, tomad a mi hija!

El
muhtasib
más cercano a ella alzó la pistola y le disparó a la nuca. Por el amor de Dios. Los grandes ojos de la muchacha se desorbitaron. Abrió la boca, pero sin pronunciar palabra. Un hilillo de sangre asomó entre sus labios, se le doblaron las piernas y cayó de bruces a la zanja, aplastando con su cuerpo el de la niña. A lo lejos, al otro lado del sembrado, la noria de una
saqiyya
giraba lentamente, bombeando agua para el riego. El río resplandecía como el cristal. Michael cerró los ojos y siguió caminando. Había decidido jugársela a la primera oportunidad; si no lo hacía, tal vez no se le presentara otra.

Querrían interrogarle, pero ¿por qué allí, en pleno campo?

No estaban lejos del río. Las aguas bajaban mansas, de un color pardo veteado de amarillo, con pronunciados recodos a uno y otro lado, describiendo meandros en dirección norte-sur; un solitario curso que surcaba campos negruzcos bajo un cielo gris. En la otra orilla, un frondoso palmar asomaba tras unas peñas. Y a lo lejos, como un espejismo, un blanco velamen se hinchaba con el viento del mar.

En aquel tramo, el nivel del agua quedaba a menos de dos metros del borde de la orilla. Tirada por una vaca con los ojos vendados, la
saqiyya
hacía girar la noria cansinamente, hundiendo los cangilones de arcilla en la enfangada agua y subiéndolos hasta la acequia de riego que alimentaba. Los cangilones producían un incesante chapoteo al girar.

Haydari se detuvo y miró hacia el otro lado del río. Permaneció así unos instantes, pensando o rezando. Michael no hubiese podido precisarlo. Luego se volvió.

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