Conforme se acercaba, le iba llegando un creciente murmullo, o más bien un zumbido semejante al que producen las abejas en el panal. Al doblar la esquina de una calle de edificios bajos, vio que la calzada estaba completamente ocupada por un gentío de hombres y mujeres con túnicas negras. Caminaban con la cabeza gacha y arrastrando los pies, todos en la misma dirección, hacia el oeste de la ciudad. Llevaban en la frente anchas cintas blancas con lemas religiosos, versículos del Corán y piadosas invocaciones. Unos avanzaban en silencio; otros musitaban plegarias.
Aisha se detuvo en la acera y se quedó un rato observando. Nadie se volvió a mirarla. Nadie hablaba. Sólo se oía recitar plegarias, un inarmónico murmullo de miles de voces, sin otro contrapunto que el arrastrar de pies y alguna que otra tos.
Había también niños entre la multitud. Algunos, demasiado pequeños todavía para andar, iban a hombros de sus padres; otros, lloraban; pero la mayoría de ellos guardaban silencio, intimidados por la fúnebre atmósfera que les rodeaba.
Lo primero que pensó es que aquello era lo que parecía, un funeral, un luctuoso cortejo que lloraba a los muertos del golpe. Pero no se veían cadáveres, ni féretros, ni coches fúnebres. La procesión se extendía hasta donde le alcanzaba la vista: una larga serpiente negra que se desenroscaba desde la ciudad. El cielo estaba de un color plomizo. No se veían pájaros. Por más lejos que mirase, no veía pájaros.
Sin decir palabra, se unió al gentío. Una mujer se hizo a un lado para dejarla pasar pero sin ningún comentario ni amago de saludo. Todos parecían ensimismados. Se palpaba una intensidad, una resolución tan solemne en aquella multitud, que Aisha sintió escalofríos. El murmullo de las plegarias crecía y menguaba como un oleaje.
Conforme avanzaban, reparó en que había personas caídas a ambos lados de la calzada, casi todos ancianos y mujeres. Nadie se detenía a socorrerles; ni a mirarles siquiera. Pensó que algunos debían de estar muertos y que otros no tardarían en estarlo. También ella siguió sin detenerse. Era como si se viese arrastrada por la marea humana, sin voluntad ni deseo alguno. El arrastrar de pies y el rumor de las plegarias la aturdían. Quiso taparse los oídos, pero no se atrevió a hacerlo por miedo a llamar la atención. Siguió caminando, acomodando su paso al de los demás, dudando de poder escapar a aquella marea.
Llevaba ya un buen rato sintiendo una mortificante inquietud. Algo anormal ocurría, algo impensable. En un cruce, alzó la vista hacia su izquierda. Tenían que haberse visto las pirámides hacía ya un buen trecho. La gran mole de Keops debía asomar allí, recortándose en el desierto horizonte, pero no se veía nada. Volvió a mirar. Allá donde debía estar la Gran Pirámide sólo se veía una pálida luna flotando sobre el horizonte, inmaterial como un planeta onírico. Podía ser un efecto óptico, aunque por más que forzaba la vista no veía más que la luna.
Se le hizo un nudo en el estómago y trastabilló. En su fuero interno empezó a comprender. A Megdi le habían hablado de las pirámides. Las pirámides, los indestructibles símbolos de la
jahiliyya
. Contuvo el aliento. El aire era gélido. Presagiaba lluvia.
Al acercarse al Mena Palace Hotel, Aisha se hizo a un lado para ver con mayor claridad. Enfrente, en el llano, estaba la mayor de las tres pirámides, o lo que quedaba de ella. La habían demolido —desmantelado, más bien— más o menos hasta la mitad. No debían de quedar más que sesenta y tantos metros de la estructura original. Más allá, vio una arista de la pirámide de Kefrén igualmente destrozada.
—No lo comprendo —le dijo Aisha irreflexivamente a una mujer que caminaba a su lado—. ¿Por qué las derriban? ¿Qué objeto tiene?
La mujer se quedó mirándola como si acabase de salir de un platillo volante.
—¿No lo sabe? ¿En qué mundo vive? Debe de ser usted la única persona de El Cairo que no sabe lo de la
ahramat
. ¿Qué hace aquí si no lo sabe? —preguntó, mirándola con recelo.
—He…, he oído que había un trabajo que hacer —balbució Aisha—. Que…, que el Gobierno necesitaba ayuda.
—¿Ayuda? —le espetó la mujer.
Debía de tener unos cuarenta años y sus facciones habrían sido suaves si se hubiese permitido relajarlas por un instante. Tenía los ojos tan desorbitados y enrojecidos que todo su rostro parecía congestionado.
—¿Ayuda? —repitió—. Ya tienen suficiente ayuda. Cada día somos más. Es mi quinto día. Dicen que al final del mes sagrado habremos terminado, pero
Allahu a'lam
, será cuando Dios quiera.
Aisha miró la enorme mole que aún quedaba en pie. ¿Terminado? ¿Al final del ramadán? El mes de ayuno había empezado hacía una semana y terminaría dentro de veintiocho días. ¿Cinco semanas para destruir lo que costó décadas construir?
—Pero ¿por qué? —volvió a preguntar—. ¿Con qué objeto?
—Nos estamos deshaciendo de la
jahiliyya
de una vez por todas. Las pirámides, los templos, los ídolos. Abatimos a los falsos dioses de Egipto. Cuando acabemos aquí, destruiremos las iglesias, sus cruces y sus iconos —añadió señalando hacia delante—. ¿Ve esos camiones? Llevan las piedras que abatimos para construir el muro.
—¿Muro? ¿Qué muro? —preguntó Aisha, empezando a temer que aquella mujer estuviese loca.
Pero, al volver a mirar hacia la pirámide se dijo que, en todo caso, se trataba de una locura colectiva.
—La gran muralla que construimos para protegernos de los enemigos del islam. Cuando esté terminada, rodeará todo Egipto y tendrá diez metros de altura.
Al acercarse más, Aisha pudo ver una red de andamiajes en las caras este y norte de la pirámide de Keops, e imponentes grúas para trasladar las piedras a los camiones. Casi todo el trabajo de demolición se realizaba, sin embargo, a mano: centenares y centenares de personas repartidas a los lados del monumento. Parecía un enjambre de negras moscas depredando un cadáver. Y entre los miles de personas que se dirigían hacia allí, Aisha era la única que lloraba.
En el ya muy aplanado vértice de la Gran Pirámide, un hombre perdió pie y se precipitó sobre las rocas, rebotando de unas a otras y arrastrando en su caída por lo menos a otros tres. Algunos interrumpieron la labor unos momentos mirando hacia el lugar del accidente, pero la reemprendieron en seguida con renovado entusiasmo. Serían mártires, por supuesto, los hombres caídos. Siglos atrás, otros hombres tuvieron que morir para levantar aquellas mismas piedras. «Una época distinta, dioses distintos, pero idéntica futilidad», pensó Aisha.
La procesión llegó a una serie de controles instalados donde se hallaba la antigua Oficina de Información y Turismo, junto a la entrada al recinto de la pirámide. Habían tratado de organizar mínimamente aquel ejército de obreros. Aisha supuso que se les proporcionaría comida y bebida a la puesta del sol. Unos improvisados cobertizos que se alzaban a la izquierda, en el campo de golf, debían de hacer las veces de servicios, aunque se veía a muy pocas personas entrar o salir. Aparte de los cobertizos no parecía haber nada más.
Al llegar a los controles, la mayoría eran asignados a distintas brigadas para trabajar en una de las tres pirámides. Otros eran conducidos sin muchas contemplaciones hacia autocares que se alineaban en el ramal de la carretera de Nazlat al-Samman. La mujer le dijo a Aisha que los de los autocares habían sido elegidos para trabajar en alguna de las secciones del muro, que ya habían empezado a levantar, y que al cabo de un rato saldrían hacia el desierto para empezar a trabajar.
También le dijo que a ella la enviarían a una de las pirámides y le asignarían un trabajo concreto. Las mujeres se ocupaban principalmente de recoger las piedras caídas y meterlas en cestos de mimbre, que se llevaban cada media hora en camiones. Niños harapientos de todas las edades iban de un lado a otro transportando piedras entre las desnudas rocas. Aunque todos los que trabajaban allí eran voluntarios, muchos parecían abrumados por la penosa labor y otros hacerla claramente a disgusto. Aisha reparó en que había hombres armados repartidos a intervalos regulares por todo el recinto, y dedujo que debían de pertenecer a la Policía Religiosa. Se preguntó qué sucedería si a alguien le pasaba por la cabeza dejar las herramientas y marcharse. Le dio la impresión de que no le resultaría muy sencillo.
Trató de rezagarse, pensando en la mejor manera de alejarse del gentío y dirigirse sin llamar la atención a la parte sur del recinto, donde estaba situada la tumba. Pensó que quizá Megdi hubiese ido allí con el descabellado propósito de recuperar instrumentos y equipo de las excavaciones. Pero era inútil. La calzada era muy estrecha y la multitud que tenía detrás la obligaba a continuar hacia el temible puesto de control. Un
muhtasib
le prendió una insignia en el hombro sin ni siquiera mirarla.
—Siga por la carretera a la derecha —le dijo—. Trabajará en la pirámide pequeña, en la parte de atrás. Está indicada a lo largo de todo el camino.
—¿Mikerinos? ¿Lo he entendido bien? —preguntó Aisha de forma irreflexiva.
Estaba nerviosa y se mordía el labio. El hombre se quedó mirándola con curiosidad, como si aquel nombre le sonase a blasfemia.
—No tengo ni idea de cómo se llaman. No les damos nombre a los templos de los ídolos. Circule; no podemos perder el tiempo.
Se vio obligada a seguir adelante. Su insignia llevaba el número 3, y en la cuneta había indicadores con el mismo número que señalaban hacia el lugar donde se alzaba la menor de las tres pirámides, la más cercana a la tumba del lado sur, que era adonde ella quería ir. «Algo es algo», pensó.
Llegó a una bifurcación de la carretera. Un ramal se dirigía hacia el oeste y luego al sur, pasando por las pirámides de Kefrén y Mikerinos; el otro, hacia el sureste, hacia la Esfinge y el Templo del Valle. Justo en la bifurcación apareció un hombre y la agarró bruscamente del brazo.
—¡Tú! —le espetó—. ¿Adonde te han asignado?
Ella señaló su insignia y el hombre se la arrancó y la tiró al suelo.
—Te necesitan en otra parte —le dijo con voz bronca—. Casi han terminado con la pequeña y poco podrías hacer ya. Necesito más mujeres para trabajar en el muro. Hay un autocar que está a punto de salir. Aún caben dos más y no podemos perder tiempo.
Sin soltarla del brazo, el individuo empezó a tirar de Aisha en dirección a una hilera de autocares que estaban con el motor en marcha sobre el destrozado césped del campo de golf.
C
uando estaban a unos quince metros del autocar, el hombre se detuvo y se volvió hacia Aisha. La hizo a un lado y le habló atropellada y quedamente.
—Antes de que subas, quisiera decirte algo. ¿Llevas contigo joyas o dinero?
Aisha se quedó mirándolo, perpleja.
—Si es así —prosiguió él—, será mejor que pienses con rapidez. Te lo quitarán todo en cuanto llegues al muro. Lo llaman
tasfiyya
, purificación. Nadie que trabaje en la muralla debe llevar consigo cosas del mundo, ya que debemos confiarnos enteramente a Dios. Esto es lo que dicen.
El hombre miró en derredor. Estaban subiendo los últimos pasajeros a los autocares. Los motores seguían rugiendo.
—Bueno, decídete —añadió—. Dame lo que lleves. Yo lo guardaré, me quedaré con una pequeña parte y te devolveré el resto cuando hayas terminado el trabajo. Y… me ocuparé de que no te asignen uno demasiado pesado. Se nota que no estás acostumbrada a estas cosas. Un trabajo así puede matarte si no estás habituada.
Aisha pensó tan rápidamente como él le sugería. Quizá sirviera de algo.
—No llevo joyas —dijo—, pero sé dónde puedes encontrar bastantes. Soy… —añadió vacilante, temiendo cometer una imprudencia—, era arqueóloga. En el Museo de El Cairo. Tenía a mi cargo las excavaciones aquí, en Gizeh. Sé dónde hay un montón de piedras preciosas. Estaban excavando otra tumba en el yacimiento sur cuando el Gobierno nos cerró el departamento. No queda lejos. Podría esperarte aquí para ir juntos esta noche.
—¿Y cómo sé que me esperarás? —preguntó él meneando la cabeza—. ¿No me estarás engañando? ¿De verdad hay joyas allí?
—Es una tumba del Imperio Nuevo, de la XIX dinastía, posiblemente del reinado de Seti I Menmaatre y perteneciente a un sacerdote del templo de Amón en Karnak, Nejt-harhebi. Encontramos varias momias y un cofre lleno de oro.
Aisha vio cómo le brillaban los ojos de codicia. Su evidente conocimiento del tema le había impresionado, inclinándole a pensar que podía estar diciendo la verdad y que, si le mentía, sería ella quien pagase las consecuencias.
Sin decir nada más, el individuo se dirigió a uno de los hombres que estaba junto al autocar que tenía a su cargo.
—Oye, Bilal, he de comprobar una cosa. No puedo ir en este viaje. Explícaselo a Tawfiq, ¿quieres?
A Bilal no pareció hacerle ninguna gracia el encargo, pero no rechistó. Dio media vuelta y subió al autocar. Aisha vio que estaba lleno de mujeres. El conductor y Bilal eran los únicos hombres.
—Vamos —dijo el responsable del autocar, cogiéndola de nuevo por el brazo—. ¿Por dónde? —preguntó.
—Podemos ir por la carretera hasta la Esfinge —contestó Aisha—. Desde allí seguiremos a campo traviesa. Pero necesitaremos luz. Todavía no hay instalación eléctrica en la tumba.
Él la condujo a un cobertizo donde se guardaban herramientas. Entre un montón de utensilios encontró una vieja lámpara de aceite medio vacía.
Tardaron unos quince minutos en llegar a la tumba. Más allá del recinto de las pirámides, la calma era absoluta y el silencio total. Aisha no oía ni su respiración. Tan desacostumbrado silencio resultaba más clamoroso que el mayor estruendo. Era como si la demolición tuviese lugar en otro mundo. El silencio impregnaba el cielo, la arena. Allí, por donde el desierto se adentraba hacia el oeste hasta las ondulaciones atlánticas, sólo el pasado importaba. Las pirámides ya no eran nada, sólo desolados y desnudos promontorios expuestos al viento.
Su acompañante no abrió la boca durante todo el camino. No podía darle su nombre ni ningún otro dato de sí mismo. En un par de ocasiones, Aisha reparó en que la miraba de reojo, como si tratase de adivinar qué aspecto tenía bajo la túnica. Era plenamente consciente del riesgo que corrían adentrándose solos en el desierto. Parecía un acto de deliberada provocación. Aisha contenía el aliento cada vez que pasaban cerca de un
muhtasib
, pero su compañero llevaba una especie de pase y tenía preparada una historia que acababa de inventarse: Aisha pertenecía al extinto Departamento de Arqueología y le habían encomendado estudiar la zona donde tendría lugar la siguiente fase de la demolición.