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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (14 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—Yo lo dejaría fuera de esto.

—¿Fuera de esto? ¿Y por qué puñetas? No será por la mujer.

—Sí, por ella. Precisamente por ella.

—Él es, como diría sin duda mi ex amigo el señor Loomis, «mi hombre principal». En realidad, es el único que me queda. Aparte de Ahmad no tengo más que putitas y vendedores ambulantes. Muy poca cosa, créeme. Te prometo no comprometerla. Tom me dio instrucciones taxativas sobre el particular. Por cierto, ¿cómo está ella? ¿Sabes algo?

—Estuvo conmigo anoche.

—Confiaba en que fuera así. Pero tendrá que esconderse, eso está claro.

—No quiere. No eres el único chiflado en esta ciudad.

Perrone sonrió desmayadamente.

—Perdona, no te he ofrecido. ¿Quieres fumar? Es de primera calidad. Recién llegada de Marrakesh la semana pasada.

—No, gracias, Ronnie. Tengo que mantener la cabeza clara.

—Pues no hay mejor manera.

—De verdad que no.

—Bueno, por lo menos le diré a Abdi que te traiga café.

—No, déjalo, Ronnie. Por cierto, si yo estuviese en tu lugar, vigilaría a Abdi a partir de ahora.

—Los vigilo a todos, amigo mío, créeme. Siempre lo he hecho.

—Así y todo, Abdi podría causarte problemas. Si todo esto cuaja y se sabe lo tuyo, te encontrarías en una posición muy vulnerable. Como mínimo podría hacerte chantaje. A los de aquí que son como tú los colgarán.

—¡Menuda novedad! Siempre ha sido así. ¿Crees que no me han chantajeado antes? ¿Que no he tenido que vérmelas con más de uno tan ávido de echarle mano a mi polla como a mi cartera? Te sorprendería lo fácil que resulta quitárselos de encima. Es patético. No tienes más que desafiarles. Deben hacer la acusación en persona, y ¿quién se atreve?

—Aun así, Ronnie, ten cuidado. Debes proteger tu reputación. No me gusta la pinta de ese Abdi, y las cosas ya no serán igual a partir de ahora. Podría bastar una denuncia anónima. No le des ninguna razón para que te la juegue.

—¿Y por qué habría de hacerlo?

—No me sorprendería. Ya me entiendes; de manera que ten cuidado, ¿de acuerdo?

—Bueno, Michael —dijo Ronnie asintiendo con la cabeza—, dejemos a un lado por un momento mis pecadillos y volvamos a lo que de verdad importa. No has llegado muy lejos en tus indagaciones sobre el grupo de al-Qurtubi, ¿verdad?

Michael negó con la cabeza.

—Nunca había encontrado tanto hermetismo, Ronnie. En cuanto lo mencionas, resulta que nadie ha oído hablar de él, aunque se note a la legua que mienten. Y me ha ocurrido lo mismo con todas las personas que he sondeado aquí, en Alejandría y en Tanta.

—Pues me gustaría que volvieses a Alejandría, si puedes combinártelo. Hoy mismo, o mañana, si te es posible.

—Tú bromeas, Ronnie. ¿Has olvidado que acaban de dar un golpe?

—No, pero lo digo en serio, Michael. Se está cociendo algo. ¿Recuerdas lo que sucedió al poco de regresar nosotros a El Cairo? ¿El comando que mató prácticamente a todos los pasajeros de un 225 que se dirigía a Edimburgo?

—Por supuesto que lo recuerdo. ¿Por qué?

—Hubo media docena de supervivientes, todos ellos gravemente heridos y ninguno en condiciones de recordar gran cosa. Es decir, salvo uno. Un corredor de bolsa o algo así, llamado Blair. Vive en Edimburgo. Viajaba en primera clase, en el primer compartimiento, y lo dieron por muerto, pero ninguna de las balas afectó a órganos vitales. Lo han tenido que remendar a base de bien y no podrá volver a andar, aunque parece que su cerebro está intacto. Hace unos días empezó a hablar. Vio perfectamente a dos miembros del comando. Recuerda cómo iban vestidos, dónde subieron y otros detalles. Y lo más importante es que ha identificado a uno de ellos. Una buena identificación, nada de vacilaciones. Blair estuvo en la Reserva del Ejército, es un hombre con la cabeza en su sitio; será un testigo crucial. La defensa no podrá confundirle o, por lo menos, eso me aseguran. Oro puro.

—¿Y a quién ha identificado?

—A un tal Eberhard Schwitters, como el pintor.

—Nunca he oído hablar de él.

—Es un dadaísta. No te gustaría su obra.

—No, me refiero al terrorista.

—En realidad sí que has oído hablar de él. Eberhard fue uno de los alemanes que visitaron Alejandría el año pasado para entrevistarse con miembros del grupo de al-Qurtubi. ¿Lo recuerdas ahora? Que sepamos, ha estado aquí por lo menos dos veces.

—Pero con eso no avanzamos gran cosa. Lo sabemos todo sobre aquella entrevista. La descripción de tu hombre no hace más que relacionarle con el ataque al tren.

—No exactamente. Hay algo más. El grupo antiterrorista volvió a examinar la munición y el armamento utilizados en el ataque. Y también ha analizado los explosivos utilizados en la estación de King's Cross la semana anterior. Y los de Aduanas indagaron también por su cuenta. Dieron en los libros con asientos que no acababan de encajar. Una serie de envíos de una empresa supuestamente llamada Misr Manganese Mining Company, M. M. M. Los envíos en cuestión salieron de Alejandría entre marzo y junio de este año, a bordo de barcos de la compañía Adriática. Consistían en utillaje y maquinaria para la minería aparentemente en préstamo a una filial italiana. Toda la documentación era correcta. Las piezas fueron enviadas a Venecia, desde donde siguieron por tren a Nápoles; allí fueron embaladas de nuevo por una empresa italiana llamada Compagnia Mineraria di Napoli. El siguiente paso fue manipular los números de referencia como si fuesen de origen italiano, y enviarlo todo por avión a Manchester, desde donde saldría hacia Hull para ser entregado a una empresa de ingeniería de minas. Evidentemente, no nos consta que los envíos de la M. M. M. tuviesen relación con los atentados de King's Cross y el tren. Pero la identificación de Schwitters lo hace más que probable. Quiero que vayas a Alejandría y averigües lo que puedas sobre la M. M. M.

—Eso me parece a mí espantar la caza, Ronnie.

—No lo veo yo así, Michael —dijo Perrone meneando la cabeza—. Nuestra pieza es un pura sangre y me da la impresión de que aún está en el establo, preparándose para salir a galope tendido.

Capítulo
XV

M
ichael y Aisha pasaron casi toda la mañana escuchando la radio. La televisión no emitía. Las emisiones radiofónicas se reanudaron poco después de las nueve, empezando con una larga sesión de lectura de versículos del Corán. A las diez y media, el supremo
sbayj
de al-Azhar, Mohamed Fadl Allah Hasanayn, pronunció un piadoso sermón aludiendo al deber de los creyentes de obedecer a quienquiera que Dios hubiese instalado en el poder y de evitar todo tipo de desórdenes, mal tan pernicioso como la propia falta de fe. Luego siguió otra lectura de versículos del Corán, en esta ocasión a cargo del
shayj
Abderramán Yusuf Hamuda, el más destacado predicador egipcio.

A las once en punto, el locutor presentó a «Su Excelencia, Ali Nadim, jefe del Consejo Revolucionario y Presidente Electo». Nadim había sido jefe del grupo extremista clandestino Difa'al-Nabi (Defensa del Profeta). Se mostró tranquilo y comedido, pero, durante todo el discurso, Michael y Aisha notaron que tenía que hacer un verdadero esfuerzo para que el tono de su voz no delatase su exultante estado de ánimo por la victoria.

Un grupo de oficiales musulmanes se había hecho con el mando de las Fuerzas Armadas. Los jefes de Estado Mayor fueron arrestados poco antes del amanecer y ejecutados bajo la acusación conjunta de traición al Estado y de alentar la guerra contra Dios. Su verdadero castigo, sin embargo, dijo Nadim sin la menor emoción, sería el fuego del infierno.

Otras muchas personas aguardaban en la cárcel ser juzgadas. Los militares y los comandos de élite formados por activistas musulmanes controlaban las instalaciones clave de todo el país. Los puertos y aeródromos estaban cerrados y las comunicaciones telefónicas con el mundo exterior habían sido temporalmente interrumpidas «al objeto de darle a la nación tiempo suficiente para prepararse ante los traicioneros ataques que no tardarán en lanzar las fuerzas del imperialismo, las potencias antiislámicas, los sionistas y los masones».

El ex presidente Sabri había sido detenido cuando trataba de huir del país con millones de dólares robados al oprimido y doliente pueblo de Egipto. Se hallaba bajo arresto domiciliario aguardando ser juzgado y castigado por sus crímenes contra el islam, contra el pueblo egipcio y contra la humanidad en general.

—Es muy triste —dijo Aisha al oír las noticias sobre Sabri—. Era un hombre honrado, incapaz de robar nada.

Aisha le contó entonces a Michael que había hablado con el ex presidente en numerosas ocasiones, que le admiraba y que incluso sentía aprecio por él. Había hecho todo lo posible por llevar la prosperidad a un país que se debatía en la pobreza y era constantemente paralizado por las fuerzas reaccionarias. Su esposo, Rashid, también admiraba a Sabri aunque se hubiese mostrado contrario a algunas de sus medidas políticas. En una ocasión le dijo que, si alguna vez accedía a la presidencia, siempre habría en su Gobierno una cartera para Abbas Sabri. El Presidente le había escrito personalmente tras la desaparición de Rashid, verdaderamente condolido y prometiéndole hacer todo lo que estuviese en su mano para encontrarlo y liberarlo.

Ella sabía perfectamente que el único delito de Sabri era su firme oposición a la constante intromisión de las autoridades religiosas en asuntos políticos y legales. Y sabía que lo iba a pagar con la horca.

Nadim prometió castigar los pecados cometidos contra Dios y Su pueblo. Habría un ajuste de cuentas, un revanchismo en toda regla. Todos debían hacer examen de conciencia y pensar en la mejor manera de enmendar su pasado comportamiento. Lo mejor, el medio más seguro, dijo Nadim, era que quienes temiesen haber procedido mal o cometido delitos, se entregasen voluntariamente a la recién creada Policía Religiosa, la
muhtasibin
. Con quienes se arrepintiesen y estuviesen dispuestos a enmendarse, el Estado se mostraría generoso. «Los brazos de Dios están abiertos de par en par —dijo Nadim— para acoger a los más recalcitrantes pecadores. Entregaos a Su misericordia. No provoquéis Su ira».

Tras su debut en la historia, Nadim se dispondría a cumplir con todo aquello que creyese que le reservaba el destino. Siguieron más lecturas del Corán, largas suras consagradas a la suerte que aguardaba a los enemigos del Profeta y exhortaciones para que los creyentes pusiesen sus vidas y sus bienes a disposición de Dios.

Poco después de las doce habló el jefe de la Policía Religiosa de Egipto. El locutor lo presentó como Abd al-Karim Tawfiq. Habló con una voz neutra, despojada de todo rastro de individualidad. Era como oír a un cirujano hablar de la amputación que está a punto de realizar, sin preocuparse lo más mínimo por la sensibilidad de la audiencia.

Reiteró lo dicho por Nadim acerca de la conveniencia de que los culpables se entregaran antes de que un pelotón de
muhtasibin
se presentase en su casa. Luego procedió a leer una larga lista de enemigos de Dios cuya suerte ya había sido decidida, en su ausencia, por tribunales religiosos secretos formados a tal objeto hacía muchos años. Estos delincuentes serían detenidos, llevados ante esos mismos tribunales para ser juzgados públicamente y sentenciados. Y, aunque no lo dijo, hacía falta poca imaginación para adivinar cuál sería la sentencia.

Michael apagó la radio y la estancia se llenó de un silencio estremecedor. Se levantó y fue hacia la ventana. No se percibía el menor movimiento. Toda la ciudad estaba con el alma en vilo, alerta, aterrada. Percibía el pánico generalizado como algo que reptaba por las calles, una fuerza tangible y temerosa que se deslizaba por oscuros callejones y pasaba frente a puertas y ventanas; unas puertas y unas ventanas tras las que la población se hacinaba conteniendo el aliento, temiendo que llamasen a la puerta de un momento a otro.

Michael se volvió hacia Aisha. Sus grandes ojos estaban llenos de lágrimas que ella trataba de contener.

—No puedo decirte lo que debes o no debes hacer, amor mío —dijo él—. Tuya es la decisión. Pero temo que tu vida esté en peligro. No te han citado en esa lista, pero eso no garantiza nada. Puedes estar segura de que ésa no será la última lista que difundan. Probablemente hay decenas en circulación.

Michael hizo una pausa. Ella seguía sin decir palabra, desconcertada aún por la rapidez y el alcance de los hechos. Muchos nombres que figuraban en la lista eran de amigos suyos, de personas a quienes quería y admiraba.

—Hay algo que debo decirte —prosiguió él—. Cuando estuve esta mañana con Ronnie acepté una misión. Le he prometido ir a Alejandría. Hay algo que debemos averiguar allí y yo soy el único que puede hacerlo. Pero tengo miedo. Me da miedo dejarte aquí sola.

—Pues, entonces, voy contigo.

—No, eso tampoco sería prudente —dijo él negando con la cabeza.

—¿Por qué no?

—Ni hablar, Aisha. No me pidas eso ni me hagas preguntas.

—¿Porque es peligroso?

—Correríamos más peligro los dos —admitió él a regañadientes—, pero sobre todo tú.

—¿Y por qué vas a poder correr tú riesgos y yo no? ¿Quién dice que haya de ser así? —replicó Aisha, visiblemente furiosa al ver que la trataba como la habían tratado todos los hombres desde niña—. ¿Porque tú eres un hombre y yo no? A eso se reduce todo, ¿no?

—No —contestó Michael, disgustado por haberla enfurecido—. Yo no pienso así, pero soy un profesional. A mí me han preparado para defenderme; a ti, no. No tiene nada que ver con el hecho de ser hombre o mujer. Si fueses un hombre tampoco te dejaría acompañarme; pero si fueses una agente y yo necesitase ayuda, te llevaría conmigo. Es una misión peligrosa y no puedo permitirme ir con alguien que pueda cometer errores. Con alguien que ocupa todos mis pensamientos. No quiero… No quiero que te maten, Aisha.

—¿Por qué vas entonces?

No era fácil explicarlo, ni justificarlo; ni siquiera a sí mismo. Pero lo intentó. Le contó lo de los atentados; lo del tren, las muñecas y los libros ensangrentados; lo del infiltrado en la oficina central de Inteligencia de Vauxhall House y el incalculable daño que podía causar.

—No sólo en Londres, Aisha, o en Inglaterra. Aquí también. Acaso aquí más que en ninguna otra parte. Quienquiera que sea el tal al-Qurtubi, sea lo que fuere, creo que puede resultar infinitamente más peligroso que todos los que están detrás de este golpe. Actuamos contrarreloj y nadie enviará a la caballería para rescatarnos. Esta gente no supone una amenaza para los suministros de petróleo de Occidente; no tienen armas nucleares. Van a limitarse a matar a muchos egipcios y a hacerles la vida insoportable a muchos más. Nadie entrará en una guerra por esto.

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