—¿Y qué se proponen?
—Es uno de los grupos que surgió tras la estela de la reunificación alemana y el hundimiento del comunismo en el Este. Quieren mantener Europa occidental tan pura como puedan. Eso significa dejar a un lado a checos, polacos, albaneses y a todas aquellas etnias con las que no quieren compartir la vida, ni la riqueza, ni la felicidad. Significa también echar a todos los inmigrantes no europeos: a los magrebíes de Francia, a los turcos de Alemania, y a los paquistaníes, africanos e incluso chinos de Gran Bretaña.
—¿Y enviarlos adonde?
—De vuelta a su patria, supongo —repuso Paul, encogiéndose de hombros—. Eso es lo que suelen decir. Sea lo que fuere lo que ello signifique.
—¿Y significa algo?
—No mucho. Desde luego, no para hijos y nietos de inmigrantes, nacidos y criados en Europa. Ni para sus países de origen, que no tienen ni espacio ni medios para alimentarles.
—¿Y qué pretende al-Qurtubi con el Z-19? Supongo que no será convencerles para que cambien de métodos, ¿no?
—Estoy seguro de que no es tan ingenuo. Me temo que más bien los alienta. Un rebrote anti musulmán en Europa le beneficiaría en muchos aspectos.
—Te repito la pregunta anterior: ¿qué se proponen?
—No estoy completamente seguro. Creo que él, concretamente, podría haberlos ayudado a organizar los recientes atentados terroristas en Inglaterra. Tendría cierta lógica un mutuo interés en fomentar una progresiva inestabilidad. La falta de seguridad ciudadana sin duda conduciría a una legislación draconiana y a enérgicas medidas policiales. Si el Z-19 puede implicar a comandos terroristas musulmanes, daría un gran paso hacia su objetivo.
—Pero esto sigue sin explicar qué espera conseguir al-Qurtubi con ello para su propia causa. Estaría corriendo un enorme riesgo frente a sus seguidores.
—Seguimos haciendo denodados esfuerzos por infiltrar a alguien en la organización, Santidad, pero no es fácil, y aún resulta más difícil acercarse a él en persona. Sé de un hombre que tal vez podría lograrlo, pero se muestra reacio y no me parece prudente presionarlo en exceso.
—Sí, sí, lo comprendo. Has logrado mucho, Paul, no tienes por qué excusarte —dijo el Papa, vacilante, reposando unos momentos la mirada en la Virgen—. Dime, Paul, en lo referente a la persona de al-Qurtubi, ¿has llegado a alguna conclusión? ¿Es quien suponemos que es?
Paul cerró los ojos y contuvo el aliento durante lo que le pareció no sólo el instante más largo de su vida, sino el de toda la Iglesia. El Papa le miraba escrutadoramente, sabedor de lo mucho que dependía de su respuesta: todo un mundo, millones de almas.
—Sí —dijo Paul abriendo los ojos—. Creo que es exactamente quien supusimos.
Siguió un largo silencio, un silencio cuajado de casi imperceptibles ruidos humanos procedentes de la ciudad que se desperezaba. La tenue luz del alba arañaba la pequeña vidriera que se abría sobre la vertical del altar. El Pontífice miró a Paul a los ojos, los ojos de un hombre que sufría intensamente.
—Ayúdame a llegar al altar —dijo el Papa.
Paul le ayudó a levantarse de la silla de ruedas y le sostuvo firmemente hasta que consiguió arrodillarse. Pocos sabían el intenso dolor que tenía que soportar el anciano para hacer algo tan simple como ponerse de rodillas. Paul sí lo sabía: estuvo en el hospital, vio cómo le bajaban los pantalones y lo que las balas habían hecho en las piernas del obispo.
Se arrodilló a su lado. No entró nadie. El Papa había dado instrucciones para que no les molestasen. Les llegaba débilmente el sonido de las voces de las estancias contiguas. Las ignoraron y siguieron rezando.
Paul alzó los ojos y miró el crucifijo que presidía el altar; y, por enésima vez durante aquella semana, a su mente acudieron las profecías de san Malaquías.
Malaquías fue un sacerdote irlandés del siglo XII, abad de Bangor, obispo de Connor y, finalmente, primado de Armagh. Murió en el año 1148, en Clairvaux, en brazos de san Bernardo. A mediados del siglo XVI, un historiador benedictino llamado Wion reveló una serie de profecías hechas por Malaquías y que anticipaban de manera aproximada la identidad de los siguientes ciento doce papas.
Para quienes creían en las profecías —muchos, en la Iglesia—, la elección de Inocencio XIV fue un acontecimiento capital. Malaquías predijo que sólo habría ciento doce sucesores en la sede de Pedro y que el último sería Petrus Romanus. De acuerdo con el orden de las profecías, Inocencio —llamado por Malaquías Gloria Olivae— sería el último papa antes de Petrus. Con el segundo milenio tocando a su fin, pronto llegaría el momento en que se cumpliesen las últimas palabras del santo:
«En la última etapa de la Santa Iglesia Romana reinará Petrus Romanus, que verá sufrir a su rebaño muchas tribulaciones. Después, la ciudad de las Siete Colinas será destruida y el temible Juez juzgará al pueblo».
Paul se estremeció, preguntándose cuánto tiempo viviría aún el frágil anciano que tenía sentado a su lado, cuánto tiempo transcurriría antes de que el «temible Juez» apareciese y Roma quedase reducida a ruinas.
El Pontífice terminó sus plegarias. Paul se levantó y le ayudó a volver a la silla.
—Creo que ya es hora de irnos —dijo el Papa—. Me aguardan. Se impacientan si alguien les hace esperar, aunque sea el Papa —añadió con aquella cordial sonrisa que a tantos había conquistado. Paul se situó detrás de la silla de ruedas.
—Anoche tuve de nuevo aquel sueño, Paul —le susurró el Papa, haciendo que le diese un vuelco el corazón.
—Yo también —dijo Paul.
—La pirámide negra. Yo estaba dentro, muy hacia el interior. Me parecía percibir su presencia cerca, mucho más cerca que antes. Me temo que no tardaré en ver su rostro.
El silencio era sepulcral. Paul volvió la cabeza mientras empujaba la silla hacia afuera. Creía haber oído, en lo alto, un batir de alas. Sabía que no eran las alas de los ángeles.
Yo haré del país de Egipto una desolación en
medio de países desolados: sus ciudades serán una
desolación entre ciudades en ruinas, durante
cuarenta años. Dispersaré a los egipcios entre las
naciones y los esparciré por los países
.
Ezequiel, 29,12
El Cairo
Lunes, 22 de noviembre
P
or segundo año consecutivo el invierno cayó sobre Egipto como una maldición. Malcarados individuos caminaban por las calles empapadas de lluvia, como Jeremías, profetizando destrucción. La escarcha minaba los cimientos de los viejos edificios. La nieve había cuajado mucho más al sur que nunca. A ratos, el Nilo quedaba oculto bajo la bruma; algunos días, el desierto titilaba, cubierto de hielo. Los altos riscos devolvían el eco de los balidos de las cabras. Todo eran presagios. El horizonte asomaba ensangrentado.
La veía casi a diario. Dormían juntos prácticamente todas las noches, aunque seguían viviendo en apartamentos separados para guardar las apariencias y no inquietar a quienes los vigilaban. La importancia de las apariencias había aumentado en El Cairo desde el verano. Al recrudecerse el invierno, también se recrudeció el soliviantado talante de la gente. Todos los días desfilaban largas procesiones por las calles. Hombres y mujeres con negras vestiduras cantaban lemas hasta enronquecer; y así un día y otro.
En los bazares se vendían «Rushdies» en tiendas y tenderetes. Un Rushdie era un muñeco de trapo que representaba a un hombre barbudo. Los había de diferentes tamaños y con distinta indumentaria. El muñeco, que tenía unos cuernecillos que asomaban de sus sienes y los ojos rojos, llevaba una soga al cuello y pendía de un patíbulo de madera en miniatura. Llevaba bordada en la frente la estrella de David en azul y blanco. La gente colgaba su Rushdie en las ventanas o lo colocaba en la bandeja trasera del coche para que se viera a través del cristal. Se había convertido en uno de los obsequios preferidos. A los niños les encantaba jugar con ellos, y se turnaban para encarnar el papel de verdugo.
Michael y Aisha siguieron haciendo su vida normal, aunque sabían que, en cualquier momento, los Rushdies podían dejar de ser muñecos y los patíbulos convertirse en instrumentos de ejecución a tamaño natural. Él seguía impartiendo sus clases en la universidad, en unas aulas cada vez más levantiscas. Los estudiantes se mostraban muy críticos en sus opiniones y más de una vez se vio envuelto en ácidas polémicas con apasionados jóvenes barbudos que le tachaban de esbirro del imperialismo. Nunca supo cómo replicar a sus sarcasmos.
Aisha iba casi todos los días a la tumba de Nejt-harhebi, donde ella y Megdi seguían trabajando. Habían mantenido la identidad de la momia en secreto. Megdi y su ayudante, Butrus Shidyaq, incineraron los restos de Rashid Manfaluti en el horno crematorio del museo. Sustituyeron el cuerpo de Rashid por el de una momia de la que apenas se tenían datos y que estaba en los sótanos del museo, al objeto de ocultar su descubrimiento a la Junta de Conservadores. Aisha tampoco había revelado aún a los seguidores de su esposo que sabía que éste había muerto. Necesitaban creer en la posibilidad de que fuera liberado como si se tratase de una figura mesiánica: un Cristo o un imán oculto. No dejó traslucir nada. No creía que sirviese de mucho decirlo. En la prensa se habían publicado supuestas filtraciones sobre la inminente liberación de Rashid a cambio de las vidas de fundamentalistas condenados a muerte en Tanta, donde habían asesinado a siete concejales. Alguien, en alguna parte, movía los hilos de un complejo plan.
Era un día frío y amenazaba nieve. A última hora de la tarde se produjo un corte de energía eléctrica y la ciudad quedó a oscuras. La gente se arracimaba junto a las estufas de gas o de petróleo, mientras cenaba a la luz de una vela o escuchaba noticias que no lo eran en sus transistores a pilas.
Michael y Aisha paseaban cogidos de la mano a orillas del río. No se veía a nadie por las inmediaciones. Estaban seguros de que no habían seguido a Aisha. La oscuridad les protegía. A pesar de las dificultades, su amor no había cesado ni disminuido. Durante el tiempo que llevaban en El Cairo se había fortalecido, sin dejarles opción a resistirse. Michael nunca había podido hablar con nadie tan abiertamente, sin disimulos. Con nadie. Sus ideas y sus sentimientos brotaban de él espontáneamente; en la cama, después de hacer el amor; durante las comidas y en los paseos; en los cafés y en los restaurantes. Toda su vida desfilaba como una película para que Aisha la viese, como si ansiara que aprobase sus actos y omisiones; y no sólo los más inmediatos, sino también los de su pasado lejano. Sólo se había callado una cosa y temía decírsela por miedo a que ella se volviese en su contra, por miedo a destrozar su relación.
—¿Qué ocurre, Michael? Nunca te había visto así.
—¿Así?
—Taciturno. No has abierto la boca en todo el rato. No has dicho nada durante todo el paseo. No irás a decirme que tú también funcionas con electricidad.
—No —repuso él riendo—. Funciono a pilas.
—¿De qué se trata? —insistió ella cogiéndole con suavidad del brazo.
Una ristra de nubes pasaba ante la media luna. Las barcas cabeceaban silenciosas en el río. Las únicas luces eran las de los faros de los coches que se abrían paso por las oscuras calles.
—¿Recuerdas cuando nos conocimos? —dijo él—. Nos presentó un amigo mío que se llama Holly, Tom Holly. Te dije que creía que era funcionario del Gobierno o algo así, y tú dijiste que no era nada de eso, sino que trabajaba para el Servicio de Inteligencia Británico. Pues bien, trabaja para el MI6. Lleva con ellos mucho tiempo. Antes de que lo ascendiesen, trabajó aquí, en Egipto. Yo… El caso es que Tom y yo fuimos colegas. Es decir, que yo también pertenecí al MI6. Todo lo que te conté sobre cursos en universidades británicas y viajes de investigación era mentira.
—Ya lo sé.
—¿Qué?
—Lo supe desde el primer momento. O, mejor dicho, lo adiviné. No podía estar segura de si seguías trabajando para el Servicio de Inteligencia, pero algo me decía que no.
—Dimití hace cuatro años. Antes yo era el jefe de la sección de El Cairo.
—¿Y nunca habías oído hablar de mí?
—Sí, claro que sí; pero tu esposo no formaba parte de mis responsabilidades directas. Se ocupaba del asunto mi adjunto, un tal Ronnie Perrone, que ahora es el nuevo jefe de la sección de El Cairo. Aparecías en sus informes de vez en cuando, pero por nada relevante. Nunca te relacioné con el caso. Es decir, hasta que Tom me lo contó.
—Comprendo.
—¿Estás enfadada?
—¿Enfadada? ¿Por qué?
—Porque fui un agente extranjero. Tu esposo luchó denodadamente por la auténtica independencia de Egipto; debía de odiar a personas como yo.
—No del todo —repuso ella negando con la cabeza—. Desde luego, habría hecho que te expulsaran del país en caso de que hubiera accedido al poder y te hubiese descubierto, pero todos debemos hacer aquello que creemos justo. Él no hubiese dudado en enviar espías egipcios a Israel o a Libia.
—Hay algo más —dijo Michael.
Sentía escalofríos, un gran desasosiego, como si fuese a confesarle una infidelidad, como si su luna de miel se hubiese terminado y la inocencia de sus sentimientos perdido.
—Después de conocernos —prosiguió Michael—, Tom y yo hablamos. Me pidió que te vigilase. Eres importante para ellos y velan por tu vida. Creo que no saben lo de la muerte de Rashid. El caso es que acepté. Le dije que, de acuerdo, que te vigilaría.
—Lo sé.
—No es posible —dijo él, mirándola con perplejidad.
—Ya lo creo que es posible. Era evidente. ¿Por qué iba a presentarnos si no? Probablemente, lo supe antes que tú.
—¿Y a pesar de ello fuiste a buscarme aquel día hasta el cementerio?
Ella asintió con la cabeza. Michael no salía de su asombro.
—Sí —dijo ella—. Me enamoré de ti y tuve el presentimiento de que tú también lo estabas de mí. ¿Qué importaba todo lo demás?
—¿Y no temías que quisiera acostarme contigo sólo para cumplir mejor con mi misión?
—Sí —contestó Aisha, deteniéndose y rodeándole el cuello con los brazos—, lo temí. Pero sólo al principio, antes de que nos acostásemos. Hay cosas que no se pueden fingir.