—Eres una mujer atractiva. Cualquier hombre se excitaría contigo.
Ella le besó suavemente en la boca y justo en aquel instante volvió a encenderse el alumbrado. A lo largo de la orilla del río, los blancos globos de las farolas parecían flotar en la oscuridad. Sus espectrales formas se reflejaban en el agua.
—Entonces, ¿no te parece mal? —preguntó Michael.
—¿Qué?
—Que te quiera.
—¿Y me quieres?
Él miró hacia el río. La luna, que se reflejaba en las negras aguas, quedó oculta unos instantes al pasar una nube. Michael atrajo a Aisha hacia sí. Durante miles de años, pensó, los enamorados habían ido allí, a pasear bajo aquella misma luna. Quizá su padre y su madre estuvieron también allí en una noche como aquélla, en mitad de la tormenta que les alejaría de Egipto para siempre.
—Sí —respondió estremecido.
Sabía que una nueva tormenta estaba a punto de estallar.
Martes,23 de noviembre
E
staba de pie en una elevada plataforma de mármol, justo en el límite entre el desierto y el sembrado. Las aguas del río, a su espalda, bajaban ensangrentadas. Enfrente, un mar de arena. Dos hileras de enormes esfinges negras, separadas por cuatro o cinco metros, se adentraban en las profundidades del desierto. Una a una, volvían la cabeza para mirarle y luego le daban de nuevo la espalda. Eran de basalto, con ojos de rubíes y guirnaldas de flores rojas.
Sabía que debía caminar por la larga avenida, pero, sin saber por qué, se resistía. Mientras vacilaba, las ensangrentadas aguas del río chapaleteaban contra sus talones y empezaban a cubrirle los pies. Nerviosamente, avanzó en dirección a las esfinges. Tenían unos cinco metros de alto. Le dominaban desde su altura y las oía susurrar, aunque no entendía las palabras.
Estuvo caminando un largo rato. Anocheció y en seguida volvió a amanecer. El calor se hizo intenso. Sin embargo, caía nieve que se posaba suavemente sobre las anchas espaldas de las esfinges. Cuajaba en seguida y cubría con su frío manto la superficie del basalto. Ni un solo copo caía en la arena. Entonces dirigió la mirada a lo lejos y distinguió una silueta en el horizonte, una silueta oscura, como una montaña.
De pronto la vio más cerca, mucho más cerca, y distinguió con claridad lo que había frente a él. Una enorme pirámide negra se alzaba hacia el cielo. Era de mármol, de un mármol negro y bruñido que resplandecía y emitía destellos. La avenida de las esfinges continuaba hasta enlazar con una carretera elevada que conducía a una entrada abierta en la parte superior de uno de los lados de la pirámide. Las susurrantes voces se oían ahora mucho más fuertes. Casi podía entender lo que decían. Casi lo entendía, casi lo entendía…
—¿Estás bien, Michael?
Se despertó sobresaltado en la penumbra. Aisha le abrazaba. Se estremeció y se percató de que estaba empapado en sudor. En la habitación hacía un frío glacial, pero él se había destapado. Aisha le volvió a tapar.
—Gritabas —le dijo—. Estabas asustado.
—Estaba… soñando.
—Ya. ¿Qué soñabas?
—No lo recuerdo. Tengo… la mente en blanco.
—Ahora ya pasó. Duérmete.
—Hace frío —dijo Michael incorporándose—. ¿Qué hora es?
—Casi las seis —contestó ella mirando el reloj—. Pronto amanecerá.
—¿A qué hora tengo la primera clase?
—Tú sabrás.
—Ni siquiera sé qué día es.
—Martes.
—¡Mierda! Tengo que hablar de los malditos ayubíes a las nueve. Seguro que asisten todos los que arman follón. Contento me tienen este mes.
Se arrimó a ella. Notaba su cálido cuerpo desnudo.
—Ahora no, Michael, aún estoy medio dormida.
—Yo te despertaré.
Aisha le dio un cariñoso puñetazo en el hombro.
—Te quiero muchísimo —musitó él, tratando de atraerla hacia sí.
—No. Me deseas, que no es lo mismo.
—Sí es lo mismo. Yo…
—¿Qué pasa? —preguntó ella al ver que se interrumpía.
—Calla.
Ella guardó silencio.
Durante unos instantes no oyó más que su propia respiración; luego, un temblor que se alzaba en la mañana imponiéndose a los quedos sonidos de la soñolienta ciudad. Era como si grandes rocas rodasen por una ladera.
—¿Qué es eso, Michael?
—No estoy seguro —contestó él, saltando de la cama.
Cruzó el dormitorio y fue hacia la ventana. Estaban en su apartamento del barrio de Abdin desde la noche anterior. La ventana del dormitorio daba a Muhammad Bey Farid.
Michael descorrió la cortina lentamente y miró. La pálida luz del alba reptaba por la ciudad, empeñada en abrirse paso entre las sombras. Abrió la ventana y notó el gélido aire de la madrugada que le hizo estremecer. El temblor era ahora más perceptible; era más fuerte o estaba más próximo. Parecían potentes motores que rugiesen a lo lejos. Miró a uno y otro lado de la calle. Sabía exactamente lo que causaba aquel ruido. Lo había oído demasiadas veces cuando estaba en el Ejército como para poder olvidarlo. Era una formación de tanques que avanzaba por las avenidas de la ciudad.
Por si le cupiese alguna duda, vio luces al sur, en la zona de Shari al-Nasriyya. Aguardó pacientemente mientras las luces avanzaban poco a poco. Sabía hacia dónde se dirigían y adivinó para qué. El palacio presidencial estaba sólo a unas manzanas de allí, en dirección norte. Un poco más hacia el oeste se encontraba el edificio del Parlamento. El barrio de Abdin estaba lleno de edificios que albergaban oficinas municipales y gubernamentales.
Los tanques pasaban ya frente a la ventana. Eran MIAI Abrams, tanques norteamericanos que Egipto había importado para defenderse de un posible ataque libio; prácticamente regalados a cambio del apoyo egipcio en la Guerra del Golfo. Michael no estaba seguro de si los tanques se dirigían hacia los referidos edificios oficiales para defenderlos o para atacarlos.
—Pon la radio —dijo Michael.
Aisha estaba de pie, justo detrás de él. Fue hacia la mesilla de noche y puso la radio, que estaba sintonizada en una emisora local. La música invadió el dormitorio. Sintonizó otra emisora, pero también emitía música: una danza egipcia, la misma en todas las emisoras, como fue comprobando.
—Déjala en la radio nacional.
—¿Crees que se trata de un golpe?
—Por supuesto. Tenemos que averiguar en seguida si ha tenido éxito —repuso Michael cerrando la ventana.
Todavía estremecido por el frío, fue a por el batín y se lo puso. Aisha se vistió rápidamente con la misma ropa que llevaba la noche anterior.
—¿Podrías llamar a alguien del partido de Rashid? Alguien que esté en condiciones de decirnos qué sucede.
—Creo que sí —dijo ella asintiendo con la cabeza.
—Pues llama en seguida.
—¿No será peligroso? Llamar por teléfono, quiero decir.
—No creo. Los de seguridad deben de estar demasiado preocupados en estos momentos para dedicarse a escuchar los teléfonos pinchados.
Aisha cogió el teléfono y marcó un número. Tardaron un minuto largo en contestar.
—¿Samir? ¿Eres tú? Soy Aisha.
—¿Aisha? —exclamaron al otro lado del hilo—. ¿Dónde puñetas te has metido? ¡Llevo dos horas tratando de localizarte!
—Eso ahora es lo de menos, Samir. Necesito saber qué sucede.
—¿Qué sucede? ¡Dios mío! ¿Es que no lo sabes?
—¿Por qué crees que te llamo?
—Los fundamentalistas se han hecho con el control del Ejército de Tierra y de las Fuerzas Aéreas durante la noche. Controlan las cadenas de radio y de televisión, la telefónica, los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril. No creemos que haya muchas posibilidades reales de abortar el golpe. Ha estado muy bien planeado, increíblemente bien. Tropas leales al Gobierno ofrecen resistencia en provincias, pero en El Cairo no parece que haya nada que hacer. Escúchame bien, Aisha: tenemos que esconderte. Enviaré a varios hombres. ¿Dónde estás?
—Lo siento, Samir, pero no me voy a esconder.
—Es más importante que nunca que estés a salvo, Aisha. Si liberan a Rashid…
—Rashid está muerto.
—No puedes estar segura de eso. Aún cabe la esperanza de que…
—Vi su cadáver, Samir. Perdona que no os lo haya dicho antes. Pero, ahora, por favor, díselo a los demás. Es demasiado tarde para hacer nada. Prométemelo.
—Esto es una locura, Aisha. Tú…
Aisha colgó. Era la primera vez en su vida que le colgaba el teléfono a un hombre. Permaneció unos instantes con la mano apoyada en el aparato y los ojos cerrados, conteniendo el aliento. Acababa de cerrarse una puerta importante. Al abrir los ojos, se volvió hacia Michael y le dijo lo que acababan de contarle.
—Pues tiene razón. Deberías esconderte.
—¿Y tú también? No me parece necesario. Ya tienen lo que querían. No soy ninguna amenaza para ellos estando muerto Rashid. Además, aquí no correré peligro. No tienen ninguna razón para molestarte a ti, ¿no crees?
—No estoy seguro. Podrían querer saldar viejas cuentas, pero, por lo menos durante unos días, estarás a salvo aquí. ¿Te importa quedarte sola esta mañana? Yo tengo que salir.
—¿Salir?
—Debo ver a Ronnie antes de que sea demasiado tarde —contestó él mientras se vestía.
R
onnie Perrone vivía en un atestado pero elegante piso de al-Azbakiyya, a tan sólo unos minutos a pie del de Michael, en un
palazzo
estilo italiano construido durante el reinado del jedive Tawfiq, habitado hasta los años cincuenta por una acomodada familia de hoteleros griegos y dividido más tarde en apartamentos. Su antiguo esplendor y los altos techos eran como un lienzo en el que Perrone —hombre de gustos aristocráticos y salario de funcionario—, pintaba las pequeñas fantasías de
la vie élégante
alrededor de la cual forjaba su frágil existencia.
La «tapadera» de Ronnie era la de tratante de antigüedades y obras de arte. Aprendió el oficio con su padre natural, Reggie, que tuvo un pequeño imperio en King's Road, donde vendía objetos procedentes de China y la India que «los hijos del Raj» traían a Bournemouth y Brighton.
El pequeño Ronnie creció entre jade, esteatita, porcelana y marfil. Sus primeros juguetes fueron
okimonos
y
netsukes
, se disfrazaba con túnicas chinas e indias, y jugaba a los soldados esgrimiendo espadas Mughal y pistolas de cachas damasquinadas, como los marajás. Con el tiempo se aficionó a la artesanía islámica del cristal y el metal trabajado, y al ingresar en el Ejército su pasatiempo le sirvió de tapadera. Soñaba con retirarse y abrir una gran tienda de antigüedades en una elegante calle, en Inglaterra, con un fornido compañero que lo amase por sí mismo.
Cuando Michael llegó, Ronnie ya estaba despierto. Lo encontró sentado en una silla dorada de su abigarrado salón. Llevaba un recargado batín de la firma Georgina von Etsdorf y fumaba un porro cuidadosamente liado, introducido en una larga boquilla de marfil.
El muchacho que salió a abrir la puerta se esfumó. Ronnie parecía estar de un humor de perros.
—¡Michael, a buenas horas! Me he pasado toda la mañana tratando de que contestases al teléfono.
—De eso nada, Ronnie. No me he movido de mi apartamento hasta hace veinte minutos.
—Bueno, el caso es que estás aquí. Siéntate.
Michael se dejó caer en un sillón cubierto de cojines rellenos de pelo de caballo mucho menos cómodo de lo que parecía.
—Supongo que sabes lo que sucede, Ronnie.
—¿Saber qué? No tengo ni puta idea. Sin mi organización y casi sin contactos, debo de ser quien menos sabe de qué va nada en El Cairo.
—¿No te informa Loomis?
Loomis era el agregado de la CIA en la embajada de Estados Unidos.
—Por Dios, Michael, a ese tipo ni me lo nombres.
—Creía que erais amigos.
—Y yo también. Le hacía regalos por su cumpleaños, el año pasado me invitó a almorzar el día de Navidad. Por el amor de Dios, Michael, ¿sabes lo que me dijo el muy hijo de puta la semana pasada?
Michael le dirigió una inquisitiva mirada.
—Me dijo —prosiguió Ronnie— que su organización había quedado desarticulada al mismo tiempo que la mía. Increíble, ¿no? Se quedan sin toda la sección de El Cairo y pretenden que me trague que no pasa nada. Me contó que tenía órdenes de no decir nada. ¿Órdenes? ¿Qué clase de órdenes son ésas? ¿Quién ha oído nunca que se puedan dar órdenes así?
—Pues yo las daba, Ronnie. Con frecuencia. Y tú también. Más de una vez has dado órdenes parecidas.
—Nos estaban pasando información falsa para que no nos enterásemos de que habían sido desarticulados. No querían que les llegase el rumor a los israelíes. ¡Increíble! ¡Los israelíes!
—Ya lo creo que es creíble. Tú has estado enviando informes falsos a Vauxhall hasta hace muy poco. Pero no es ésa la cuestión. Necesito saber en qué situación quedamos ahora. Si los de «arriba» saben lo que se hacen, te enviarán con los chaperos de Piccadilly en veinticuatro horas.
—No es preciso que seas tan grosero, Michael —dijo Ronnie con expresión dolida—. Además, no va a haber ocasión. No pienso dar un paso.
—No creo que te dejen muchas alternativas, hagas lo que hagas. Tom no permitirá que te quedes aquí hasta que alguien te vuele la cabeza.
—No pueden permitirse echarme, Michael. No me tienen más que a mí, aparte de Shukri y de Rifat, y no es probable que ellos sirvan de mucho en estos momentos.
—Olvidas que Tom me ha puesto de nuevo a trabajar con él.
—Y no tengo nada que objetar. Pero para los de arriba sigo aquí, con una buena tapadera. Si hubiesen querido venir a por mí, lo habrían hecho al desmantelar mi red.
—Yo no estaría tan seguro de eso, Ronnie. Pueden haber tenido sus razones. Y este golpe tal vez les proporcione otras para rematar la faena.
—Por lo menos durante una o dos semanas estaré a salvo, ¿no crees?
—¿No has hablado con Londres aún?
—Es perder el tiempo, Michael —repuso Perrone meneando la cabeza—. El golpe está en sus primeros momentos, ¿por qué ha de cuajar?
—Pues, por lo que he observado, tiene pinta de que sí.
—Posiblemente. Pero quiero estar un poco más seguro antes de hacer nada. Estoy esperando que Shukri se ponga en contacto conmigo. Es un buen tipo. Una fuente de primera. Nunca me ha dejado
in albis
sobre algo importante.