—Al principio fue así —convino Dalamar—, pero ahora, a la vista de que lo hemos hecho tan bien, que hemos tenido tan buen desarrollo por decirlo de algún modo, empieza a barajas otras ideas. ¿Por qué malgastar carne y hueso dejándolos que se pudran en la tierra cuando se los puede animar y sacarles partido? Ya cuenta con un ejército de espíritus, y planea incrementar sus fuerzas creando otro ejército de cadáveres que lo secunde.
—Pareces muy seguro.
—Lo estoy. Puede decirse que lo sé de buena tinta.
—Razón de más para que acabemos con esto —manifestó firmemente Palin—. Yo...
El espíritu de Dalamar hizo un brusco movimiento y se desplazó rápidamente cerca de su cuerpo.
—Vamos a tener visita —advirtió.
Unos guardias entraron en las celdas tirando de varios kenders que iban atados unos a otros con una cuerda a la cintura. Los guardias avanzaron con los kenders en medio del clamoroso regocijo de los otros prisioneros. De repente cesaron las mofas y los insultos y un profundo silencio se adueñó de la prisión.
Mina caminó a lo largo de la hilera de celdas sin mirar a izquierda ni a derecha, sin interesarse en los que se encontraban al otro lado de los barrotes. Algunos prisioneros la miraron con miedo, otros se apartaron, unos cuantos alargaron las manos hacia ella en una muda súplica. La chica hizo caso omiso de todos.
Se detuvo frente a la celda en la que estaban encerrados los dos cuerpos de los hechiceros, agarró la cuerda y tiró de ella para que los kenders se adelantaran.
—Todos afirman ser Tasslehoff Burrfoot —dijo, hablándoles a los cuerpos de los hechiceros—. ¿Es alguno de ellos el kender que busco? ¿Alguno de vosotros dos lo reconoce?
El cuerpo de Dalamar respondió sacudiendo la cabeza.
—¿Y tú, Palin Majere? —preguntó Mina—. ¿Reconoces a alguno de estos kenders?
Palin sabía a simple vista que ninguno de ellos era Tasslehoff, pero se negó a contestar. Si Mina pensaba que tenía al kender, que perdiera el tiempo descubriendo que no era así. Se quedó sentado, sin hacer nada.
A Mina no le gustó su alarde de desafío.
—Respóndeme —ordenó—. ¿Ves la luz brillante, los reinos de más allá?
Palin los veía. Eran su constante esperanza, su constante tormento.
—Si aspiras a la libertad, a alcanzar el deseo de tu alma de abandonar este mundo, me responderás.
Al no obtener contestación alguna, asió el medallón que llevaba al cuello.
—¡Díselo! —siseó Dalamar—. ¿Qué mas da? Un simple registro a los kenders dejará claro que no tienen el ingenio. Guárdate esa actitud desafiante para algo realmente importante.
El cuerpo de Palin sacudió la cabeza.
Mina soltó el medallón. Se hizo salir a los kenders, que protestaban afirmando que también eran El Tasslehoff Burrfoot.
Mientras los veía partir, Palin se preguntó cómo se las habría arreglado Tasslehoff, el verdadero Tasslehoff, para evitar su captura durante tanto tiempo. La frustración de Mina y su dios iba aumentando más y más.
Tasslehoff y su ingenio eran las chinches que impedían que la reina durmiera bien de noche. Saber que era vulnerable debía de ser una picazón constante, ya que, por muy poderosa que se hiciera, el kender se encontraba allí, donde y cuando no debería estar.
Si le ocurría algo —¿y qué kender había llegado a viejo?— los grandes planes de su Oscura Majestad se malograrían, acabarían en nada. La idea podría ser reconfortante salvo por el hecho de que Krynn y sus habitantes también acabarían igual.
—Razón de más para seguir vivos —adujo Dalamar con vehemencia, leyendo los pensamientos de Palin—. Una vez te unas a ese río de muertos, te hundirás y estarás para siempre a merced de la corriente, como lo están esas pobre almas que lo forman. Todavía conservamos un atisbo de voluntad propia, como acabas de comprobar. Ése es el fallo del experimento, el fallo que Takhisis no ha corregido todavía. Nunca le ha gustado la idea de libertad, lo sabes. Nuestra capacidad de pensar y actuar por nosotros mismos ha sido siempre su mayor enemigo. A menos que encuentre un modo de privarnos de ello, hemos de aferramos a nuestra fuerza, conservarla como sea. Se presentará nuestra oportunidad, y tenemos que estar preparados para no dejarla escapar.
«¿Nuestra oportunidad o la tuya?», se preguntó Palin. La actitud de Dalamar le hacía gracia y le enfurecía por igual, y, pensándolo bien, la suya le hacía sentirse completamente avergonzado de sí mismo.
«Me he quedado sentado sin hacer nada, compadeciéndome, como siempre, mientras que mi ambicioso e interesado colega se ha estado moviendo y haciendo algo. Se acabó. Seré tan egoísta, tan ambicioso, como dos Dalamar juntos. Puede que esté perdido en un país extraño, atado de pies y manos, en el que nadie habla mi idioma y todos son sordomudos, y ciegos para rematar. Aun así, de algún modo, encontraré a alguien que me vea, que me oiga, que me entienda.»
—Tu experimento fracasará, Takhisis —juró Palin.
El propio experimento se encargaría de ello.
En presencia del dios
El día que Gerard pasó en la cárcel fue el peor de su vida. Había confiado en acostumbrarse al hedor, pero le resultó imposible, y se sorprendió a sí mismo preguntándose si realmente valía la pena respirar. Los guardias echaron comida dentro de la celda y trajeron cubos de agua para beber, pero el agua sabía tan mal como olía y tuvo una arcada al tragarla. Le produjo una lúgubre complacencia advertir que el carcelero diurno, que no parecía muy inteligente, se mostraba —si tal cosa era posible— más nervioso y confuso que el de la noche.
A última hora de la tarde, Gerard empezó a pensar que había calculado mal, que su plan no era tan bueno como había pensado y que tenía todas las probabilidades de pasarse el resto de la vida en ese agujero. Le había cogido de sorpresa la visita de Mina a las celdas acompañando a los kenders. Era la última persona que deseaba ver. Mantuvo el rostro oculto, quedándose agachado en el suelo hasta que la chica se marchó.
Tras unas pocas horas, cuando parecía que no iba a aparecer nadie más, Gerard empezó a poner en tela de juicio su misión. ¿Y si no acudía nadie? Estaba pensando que no era ni de lejos tan listo como creía, cuando oyó un ruido que levantó inmensamente su ánimo: el golpeteo del acero, el tableteo de una espada.
Los guardias de la cárcel portaban garrotes, no espadas. Gerard se levantó de un brinco. Dos miembros de los Caballeros de Neraka entraron en el corredor de las celdas. Llevaban los cascos con la visera bajada (seguramente para protegerse del olor), corazas sobre los jubones, pantalones de cuero y botas. Las espadas iban envainadas, pero sus manos reposaban sobre las empuñaduras.
De inmediato se alzo un clamor entre los prisioneros, algunos demandando ser puestos en libertad, otros suplicando poder hablar con alguien sobre el terrible error que se había cometido. Los caballeros negros no les hicieron caso. Se encaminaron hacia la celda donde los dos magos permanecían sentados, mirando a las paredes, ajenos al alboroto.
Gerard se abalanzó hacia adelante y consiguió meter el brazo entre los barrotes y agarrar la manga de uno de los caballeros negros. El hombre se giró bruscamente. Su compañero desenvainó la espada, y si Gerard no hubiera apartado la mano quizá la habría perdido.
—¡Capitán Samuval! —gritó—. ¡Tengo que ver al capitán Samuval!
Los ojos del caballero eran destellos de luz en las sombras del yelmo. Alzó el visor para ver mejor a Gerard.
—¿Cómo es que conoces al capitán Samuval? —demandó.
—¡Soy uno de vosotros! —dijo desesperadamente Gerard—. Los solámnicos me capturaron y me encerraron aquí. He intentado convencer a esos dos zoquetes que se encargan de la prisión de que me liberen, pero no me han hecho caso. Tú trae al capitán aquí, ¿vale? Él me reconocerá.
El caballero miró fijamente a Gerard un instante más antes de cerrar el visor con un gesto brusco, y siguió caminando hacia la celda de los magos. Gerard no tenía más remedio que esperar que el hombre se lo dijera a alguien, que no lo dejaran allí para morir entre porquería.
Los caballeros negros escoltaron a Palin y a su compañero fuera del pabellón de celdas. Los prisioneros se echaron hacia atrás cuando los magos pasaron ante ellos; no querían tener nada que ver con hechiceros. Los magos estuvieron ausentes más de una hora, tiempo que Gerard empleó en preguntarse una y otra vez si el caballero se lo diría a alguien. Con suerte, el nombre del capitán Samuval lo empujaría a la acción.
El golpeteo de espadas anunció el regreso de los caballeros, que dejaron a los catatónicos hechiceros de vuelta en los camastros. Gerard se apresuró a acercarse a los barrotes para intentar hablar de nuevo con el caballero negro. Los prisioneros aporreaban los barrotes y gritaban llamando a los guardias cuando el alboroto cesó de repente, algunos interrumpiendo sus gritos tan bruscamente que se atragantaron.
Un minotauro entró en el corredor de las celdas. El hombre-bestia, cuyo rostro de toro resultaba aún más feroz a causa de los ojos inteligentes que observaban entre la masa de pelambre marrón, era tan alto que tenía que caminar con la cabeza inclinada para no rozar el techo con los afilados cuernos. Llevaba un arnés de cuero que dejaba al aire su torso musculoso e iba armado hasta los dientes, entre otras cosas llevaba una pesada espada que Gerard dudaba de ser capaz de levantar con las dos manos. Imaginó acertadamente que el minotauro venía a verlo, y no supo si preocuparse o sentirse agradecido.
Al acercarse el minotauro a la celda, los otros prisioneros forcejearon para ver quién podía llegar más deprisa a la parte posterior, y Gerard se quedó con toda la parte delantera para él. Intentó desesperadamente recordar el nombre del minotauro, pero sin éxito.
—Menos mal, señor —dijo, arreglándoselas para salir del paso—. Empezaba a pensar que me pudriría aquí. ¿Dónde está el capitán Samuval?
—Está donde tiene que estar —retumbó el minotauro. Sus ojos pequeños y bovinos se clavaron en Gerard—. ¿Para qué lo quieres?
—Para que responda por mí. Me recordará, estoy seguro. Quizá también me recordéis vos, señor. Estaba en vuestro campamento justo antes del ataque a Solanthus. Tenía una prisionera, una Dama de Solamnia.
—Lo recuerdo —dijo el minotauro, estrechando los ojos—. La solámnica escapó. Tuvo ayuda. La tuya.
—¡No, señor, no! —protestó Gerard, indignado—. ¡Os equivocáis! Quienquiera que la ayudara, no fui yo. Cuando supe que se había escapado, fui en su persecución. La alcancé, pero ya estábamos cerca de las líneas solámnicas. Gritó, y antes de que tuviera tiempo de acallarla —se llevó la mano al cuello—, sus compañeros acudieron a su rescate. Me cogieron prisionero, y estoy encarcelado desde entonces.
—Tras la batalla, los nuestros comprobaron si había algún caballero prisionero —apuntó el minotauro.
—Intenté decírselo —protestó Gerard, ofendido—. ¡Lo he estado diciendo desde entonces! ¡Nadie me cree!
El minotauro no respondió y se limitó a mirarlo fijamente. Gerard no podía saber qué pensaba el hombre-bestia bajo esos cuernos.
—Mirad, señor —continuó exasperado—, ¿iba a estar en este apestoso agujero si mi historia no fuera cierta?
El minotauro siguió mirando un instante más a Gerard. Después se dio media vuelta y se dirigió al fondo del corredor para conferenciar con el carcelero. Gerard vio que el hombre lo observaba, luego sacudía la cabeza y levantaba las manos en un gesto de impotencia.
—Déjalo salir —ordenó el minotauro.
El carcelero obedeció con presteza. Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta de la celda. Gerard salió acompañado de un coro de maldiciones y amenazas de sus compañeros de prisión. Le daba igual. En ese momento, habría sido capaz de abrazar al minotauro, pero pensó que su reacción debía ser de indignación, no de alivio. Soltó a su vez unas cuantas maldiciones y lanzó una mirada fulminante al carcelero.
El minotauro plantó una pesada mano sobre el hombro de Gerard. Y no era en un gesto amistoso. Las uñas se clavaron dolorosamente en su carne.
—Te llevaré ante Mina —le dijo el minotauro.
—Quiero presentar mis respetos a la Señora de la Noche —contestó Gerard—, pero no puedo aparecer así ante ella. Dadme un rato para que me asee y encuentre algo de ropa decente...
—Te verá como estás —replicó el minotauro, que añadió como si se le acabara de ocurrir—. Nos ve a todos como somos.
Siendo precisamente eso lo que temía, Gerard no tenía ni pizca de ganas de entrevistarse con Mina. Había esperado recuperar su equipo de caballero (conocía el almacén donde los solámnicos lo habían escondido), mezclarse con la multitud y quedarse por los barracones, con los otros caballeros y soldados, enterarse de los últimos chismes, descubrir quién había dado órdenes para hacer qué, y después marcharse para presentar un informe.
Sin embargo, la cosa no tenía remedio. El minotauro (que se llamaba Galdar, recordó finalmente Gerard) lo condujo fuera de la cárcel. Gerard echó una última ojeada a Palin cuando salía. El mago no se había movido.
Sacudió la cabeza mientras un escalofrío lo recorría de pies a cabeza, y acompañó al minotauro por las calles de Solanthus.
Si había alguien que supiera los planes de Mina, ése era Galdar. Sin embargo, el minotauro no era un tipo parlanchín. Gerard mencionó Sanction un par de veces, pero el minotauro se limitó a responderle con una fría mirada. Gerard se dio por vencido y se concentró en observar la vida que se llevaba en la ciudad. Había gente en las calles ocupándose de sus cosas diarias, pero lo hacían de un modo apresurado, temeroso, manteniendo las cabezas gachas, eludiendo los ojos de las numerosas patrullas.
Todas las tabernas estaban clausuradas, las puertas selladas ceremoniosamente con una banda de tela negra extendida de lado a lado. Gerard conocía el dicho de que el valor se encuentra en el fondo de una jarra de aguardiente enano y suponía que ése era el motivo del cierre de tales establecimientos. La banda de tela negra también aparecía extendida sobre las puertas de otros negocios, en particular las tiendas de artículos de magia y en las que se vendían armas.
Poco después tuvieron a la vista el Gran Salón donde habían procesado a Gerard. Los recuerdos se agolparon impetuosos en su mente, en particular los relacionados con Odila. Era su mejor amiga; en realidad, su única amiga, ya que no era de los que hacían amistades fácilmente. Ahora lamentaba no haberse despedido de ella y, al menos, haberle dado alguna pista de lo que planeaba hacer.