El número de Dios (17 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El número de Dios
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—Pero, maestro, eso es para los aprendices, y yo ya soy un oficial.

—O lo tomas o lo dejas.

—De acuerdo. Dentro de unos días tengo que regresar a Burgos, pero me gustaría aprender a vuestro lado.

—Pues ya has empezado. Coge esa vasija de pintura amarilla y súbela hasta aquí, y ten cuidado con no derramarla, que este encalado no espera.

Desde que abandonaron Burgos a la llegada del maestro Luis de Rouen, Arnal y Teresa Rendol habían viajado por el reino de León buscando trabajo en iglesias, monasterios y abadías. Tras pasar algunos años en Toro, Zamora y Salamanca, donde consiguió de nuevo el prestigio que había alcanzado en Burgos, el maestro Rendol y su hija, que iba creciendo en edad y en habilidad como pintora, se instalaron en Compostela a fines de 1226. Allí murió Coloma, la criada y concubina de Arnal, que no pudo soportar un parto prematuro de un hijo del maestro; el niño nació muerto. El obispo de la ciudad, enterado de su habilidad como pintor y de la calidad de sus murales, lo había contratado para que pintara un fresco en la capilla del palacio episcopal, que el prelado compostelano utilizaba como oratorio privado y donde le gustaba pasar mucho tiempo rezando y meditando.

Teresa Rendol había cumplido diecisiete años y se había convertido en una mujer muy hermosa. Su cabello y sus ojos tenían un color similar al de la miel dorada, y ambos brillaban cual si emergiera de su misma sustancia una luz propia. Siempre al lado de su padre, Teresa era una pintora de tal capacidad artística que Arnal solía decir que a no mucho tardar sería la mejor artista de su tiempo, y que su capacidad para atrapar la luz en su pintura sólo era comparable a la del más luminoso mediodía. El maestro Rendol estaba seguro de que su hija lo superaría en sólo un par de años más, pues era capaz de captar la luz en su pintura como ningún otro pintor y de reflejarla en sus obras con tal belleza que cuantos la contemplaban se admiraban de cómo una mujer tan joven era capaz de conseguir aquel efecto tan maravilloso.

La joven Teresa había quedado desde muy pequeña fascinada por la luz y el color de las obras de su padre. Cuando le habían encargado alguna obra y el maestro presentaba a su hija como su primer oficial, ciertos clientes habían dibujado en sus rostros una mueca o un gesto evidente de duda, pero enseguida Arnal Rendol les hacía saber que las mejores miniaturas solían ser obra de mujeres y que en muchos monasterios femeninos algunas monjas pintoras habían realizado murales que nada tenían que envidiar a los frescos de los grandes maestros masculinos.

«Para la miniatura, la mano de la mujer, más pequeña y delicada, su mayor paciencia y su mejor capacidad de concentración son factores mucho más adecuados para ejecutar una buena obra; y en cuanto a los frescos… bueno, el hombre es más enérgico y vital y tiene una mayor capacidad para resolver con celeridad una figura, pero los trazos ejecutados por la mano femenina son más delicados y las líneas mucho más continuas y mucho menos bruscas. Por eso, los mejores frescos son los que están realizados por la suma de esfuerzos de un hombre y una mujer», solía argumentar Arnal Rendol si alguno de sus clientes le ponía alguna pega con respecto a su hija.

Tres días después de que Enrique se quedara a trabajar en el taller del maestro Arnal, el joven Rouen ya era consciente de que Teresa tenía una personalidad distinta a cuantas hasta entonces había conocido.

La joven oficial se levantaba la primera; dormía sola en una pequeña alcoba al lado de la de su padre, en la planta alta de la casa, bajaba a la inferior para encender el fuego de la chimenea, donde ayudaba a una vieja criada que había contratado Arnal a la muerte de Coloma para atender la casa y a los aprendices que allí vivían, y ponía a calentar una olla con carne y verduras para el desayuno, que compartían los seis miembros del taller poco antes del amanecer. Después, en el trabajo, se colocaba junto a su padre, y siguiendo sus instrucciones comenzaba a pintar el muro recién encalado con tal decisión que parecía trasmitir un soplo de vida a cada una de las pinceladas que trazaba. Padre e hija habían llegado a tal grado de compenetración que Arnal, cuyos trazos y pinceladas estaban cargados de fuerza y rotundidad, dibujaba aquellas figuras que requerían ofrecer una sensación de movimiento rápido y contundente, en tanto Teresa lo hacía con las que precisaban de una especial atención al detalle y a la dulzura. Ambos configuraban un equipo de tal expresividad que ningún otro taller de pintura podía ofrecer obras de calidad semejante.

—Mañana es domingo —dijo Teresa cuando regresaban a casa desde palacio una vez acabada la tarea—, y los domingos vamos a misa a la catedral. Padre, ¿puede venir Enrique con nosotros?

Arnal Rendol miró a su hija, que se ruborizó un tanto al encontrarse de pronto con los ojos penetrantes de su padre. Por el tono de voz, por la mirada y por el propio y repentino rubor de Teresa, Arnal Rendol comprendió que el corazón de su hija comenzaba a palpitar con mayor celeridad a causa del joven Enrique.

—Claro, claro, es el deber de todo buen cristiano.

El repique de campanas despertó a Enrique, que dormía en un catre al lado de los aprendices, en un pequeño cuarto al fondo de la planta baja de la casa. Enseguida olió el aroma del caldo que llegaba desde el hogar. Su rostro se alegró porque supo que Teresa ya estaba allí.

Cuando Enrique entró en la cocina, Teresa estaba sentada en una banqueta, cerca del fuego. La vieja criada le cepillaba su pelo dorado con un peine de hueso.

—Buenos días, Teresa.

La muchacha se sobresaltó un tanto.

—No te había oído. Buenos días, Enrique.

—Huele muy bien.

—Es el mismo guiso de todas las mañanas —repuso Teresa—. Pero hoy es domingo, y si vas a comulgar no puedes comer hasta después de la eucaristía.

Teresa se levantó una vez acabado el cepillado del pelo y, agachada sobre el fuego, añadió unas hojas de grelos al cocido de carne y cebolla que solían tomar todos los días como desayuno.

—No, no, no voy a comulgar. ¿Y tú? —le preguntó Enrique.

—Tengo que hacerlo.

—¿Tienes que hacerlo? Sólo es obligatorio hacerlo una vez al año.

—Sí. Y no preguntes por qué. Tal vez algún día te lo explique.

A la salida de misa, la plaza de la catedral estaba rebosante de peregrinos. Aquel día había amanecido brumoso, pero poco a poco el sol primaveral había ido disipando las nubes y el cielo celeste estaba completamente despejado a mediodía.

Arnal Rendol se había apercibido de que durante la misa los dos jóvenes no habían dejado de mirarse de soslayo.

—Voy a ir a ver al señor obispo —dijo de pronto Arnal—; me gustaría comentarle algunos cambios que quiero introducir en el mural del lado de la Epístola de la capilla de palacio. Vosotros regresad a casa e id preparando la comida.

Teresa miró asombrada a su padre y comprendió que estaba mintiendo. Pero sólo cabía una explicación a aquello: Arnal estaba propiciando que ambos jóvenes tuvieran unos momentos para hablar entre ellos a solas, aunque fuera por las calles de Compostela, entre los centenares de peregrinos, comerciantes y buhoneros que atestaban los viales de la ciudad.

Apenas se había alejado unos pasos el maestro Arnal, Teresa se quitó el pañuelo y liberó los hermosos rizos de su cabello melado; al instante, una voz tronó a espaldas de los dos jóvenes.

—¡Eh, burgalés! ¡Vaya, vaya! No es tan voluptuosa como la ramera de la taberna del Duende, pero tiene una grupa magnífica esta zorrita. ¿De dónde la has sacado?

Enrique se giró molesto y se topó casi de bruces con el mercader genovés Giacomo Marco.

—Es la hija del maestro Arnal Rendol —dijo Enrique mirando fríamente al genovés.

—Perdona, muchacha, perdona, pero así, vista de espaldas y con el pelo suelto, creí que… bueno, sólo las putas y las jóvenes doncellas llevan el pelo de esa manera por aquí…

»No te he vuelto a ver por la catedral, muchacho.

—He conseguido otro aposento —replicó Enrique.

—Claro, claro —Giacomo Marco sonrió con ironía—. Espero que sea más confortable que la tribuna de la catedral. Bueno, me espera el señor obispo, al fin me ha concedido audiencia para que pueda mostrarle mis paños de seda. Deséame suerte en el negocio, burgalés.

—Suerte —replicó Enrique, muy molesto, a la vez que asentía con la cabeza.

—Quedad con Dios, doncella —dijo el genovés remarcando cada una de las sílabas de la palabra doncella, a la vez que se quitaba la gorra y hacía una exagerada reverencia dejando ver su densa cabellera cana.

—Ese bruto… —bisbisó Enrique al ver alejarse a Marco, que no dejaba de lucir su irónica sonrisa.

—No importa —dijo Teresa.

Los dos jóvenes continuaron caminando hacia casa. En más de una ocasión tuvieron que sortear a saltimbanquis, juglares y titiriteros que ocupaban el centro de la calle, en donde recitaban poemas, cantaban canciones o ejercitaban juegos malabares con pelotas o estacas. En cada esquina alguien cantaba o hacía malabarismos en tanto alguno de la cuadrilla pasaba un sombrero demandando alguna moneda de los viandantes ociosos que se arremolinaban para presenciar aquellos ejercicios.

—Ten cuidado con tu bolsa —le dijo Teresa—, entre los curiosos que miran siempre hay algún ladrón presto a dejarte sin ella en cuanto te descuides.

Dos mujeres tocaban sendos laúdes en una esquina, a la vez que cantaban una delicada canción.

—Suena muy hermoso, pero no entiendo todo lo que dicen.

—Cantan en gallego, y ya has podido comprobar que cuando se habla en ese idioma es fácil entenderlo, pero cuando lo cantan se hace un poco más difícil.

—Hablan de amores perdidos —supuso Enrique.

—Claro. Las canciones gallegas siempre hablan de lo mismo: amores perdidos, amores imposibles, amores soñados que jamás se encuentran…

—Todas las canciones hablan de las mismas historias, de los mismos sentimientos.

Teresa y Enrique continuaron caminando y por un momento los dorsos de sus manos se tocaron. Ambos jóvenes provocaron que aquel roce se prolongara durante varios pasos, justo hasta que un mendigo se acercó hasta ellos tirándole a Enrique de la manga para reclamarle una moneda.

Enrique le había asegurado a su tío Luis que en cuanto contemplara el Pórtico de la Gloria y cumpliera con el ritual de la peregrinación regresaría de inmediato a Burgos. Hacía ya quince días que había llegado a Compostela y no sentía el menor deseo de marcharse. Cada noche, cuando se acostaba en su camastro en la sala de la planta baja y se cubría con su manta, intentaba aguzar el oído por si podía escuchar algún tenue sonido procedente del piso superior, donde dormían Teresa y el maestro Arnal.

Desayunar, trabajar, cenar y vivir bajo el mismo techo que Teresa se estaba convirtiendo para Enrique en una situación de permanente inquietud. A sus diecinueve años, hacía ya tiempo que se le habían despertado todas sus pasiones varoniles. En París había frecuentado algunas de las tabernas de los barrios de la orilla izquierda del Sena, donde los estudiantes solían acudir las veladas de los sábados en busca de sexo con las prostitutas que abundaban en los burdeles propiedad del concejo de París o del propio obispo.

Pero en Burgos no se había atrevido a visitar el burdel para no molestar a su tío, que mostraba una repulsión especial hacia las prostitutas, y había vaciado su vigor masturbándose por las noches, cuando todo quedaba completamente a oscuras.

En la casa de Arnal Rendol, cuando los aprendices se acostaban, Enrique escuchaba el crujir de las maderas de los catres, que no cesaba hasta que los muchachos se aliviaban y descargaban su entrepierna. Algunos días, el maestro se ausentaba para visitar el burdel. Desde que muriera Coloma, no había tomado otra concubina y la criada que atendía la casa era una viuda tan anciana que casi requería ella más cuidados que el trabajo que realizaba.

Una y otra vez la figura torneada y espléndida de Teresa acudía a su mente, y aunque evitaba masturbarse, casi todas las mañanas despertaba manchado por una polución nocturna. Teresa le parecía la mujer más bella del mundo. Estaba seguro de que no podía existir sobre la tierra una mujer de hermosura semejante. De estatura media, caderas y pechos perfectamente torneados, de piel blanca con alguna peca, sus ojos brillantes y melados y su risa alegre y vital lo envolvían en todo momento.

Aquella mañana, mientras Enrique tallaba un relieve con figuras vegetales que había aprendido de uno de los canteros musulmanes de la obra de Burgos y Teresa acababa una figura de la Virgen en el momento de la Anunciación, un heraldo del obispo entró en la capilla preguntando por Enrique de Rouen. Traía una carta de don Mauricio en la que solicitaba al obispo de Compostela que le hiciera saber al joven oficial que regresara de inmediato, si es que estaba en condiciones de hacerlo, a Burgos.

—Debí enviarle alguna carta con un correo, o con algún peregrino de los que regresan a Francia por Burgos; mi tío ha debido de preocuparse por mi tardanza. Le prometí que regresaría enseguida y hace más de un mes que estoy en Compostela.

—Tú no quieres irte —le dijo Teresa.

—No, no es eso, lo que no quiero es… dejar de verte.

Teresa cogió la mano de Enrique, acercó sus labios a los de él y lo besó.

—Debes regresar.

—Busco la luz, y creo que…

—No —Teresa puso sus dedos en los labios de Enrique para que no siguiera hablando—. No. Todo tiene su tiempo, y el tiempo para lo que ibas a decir no ha llegado todavía.

—¿Cómo sabes lo que iba a decir?

—Es fácil leer en tus ojos.

En ese momento Arnal entró en la cocina, en donde se encontraban los dos jóvenes.

—El obispo de Burgos ordena que regreses de inmediato a Castilla. Me ha dicho que don Mauricio te reclama para que termines una estatua que representa su imagen. Debes partir mañana mismo.

—Claro. Mañana me iré.

—Me hubiera gustado que hubieras permanecido aquí más tiempo; has hecho un buen trabajo —dijo el maestro Arnal.

—Tal vez regrese alguna vez.

—Llevas en la sangre el espíritu de los constructores de catedrales. No regresarás hasta que no obtengas el grado de maestro.

—¿Por qué decís eso?

—Porque es lo que yo haría.

—Pero vos, maestro Arnal, sois contrario al nuevo estilo, habéis dicho que en las nuevas catedrales no quedarán muros libres para la pintura, que…

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