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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (21 page)

BOOK: El número de Dios
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—No entiendo… ¡Aguarda, ahora comprendo! —Luis se agachó para coger una palanqueta de hierro y forzó la lápida.

Debajo había una pequeña oquedad oculta entre la bóveda de piedra. Luis metió el brazo y sacó una maqueta del tamaño de la lápida que representaba una mezquita.

—Ya os dije que no os gustaría —reiteró don Lope.

—Vuestros antepasados han ofendido a Dios —sentenció Luis muy molesto—. Por eso reían cuando señalaban hacia aquí. Lo sabían, todos esos infieles sabían que alguno de sus antepasados había profanado la catedral escondiendo aquí la maqueta de uno de sus templos.

»¿Vos también lo sabíais, don Lope? —le preguntó Luis.

—Si os he de ser sincero, maestro Luis, en nuestra comunidad se cuenta una vieja leyenda que habla de que en lo más alto de vuestra vieja catedral habita la casa de Dios todopoderoso, de Alá, su nombre sea alabado, como llamáis los cristianos al único y verdadero Dios —repuso el alfaquí.

—Debió de colocarla aquí alguno de los sarracenos que trabajaron en la construcción de este templo. Y si hicieron eso hace ciento cincuenta años…, bueno, también han podido hacerlo ahora —Luis ordenó a los obreros que se habían mantenido a cierta distancia que se acercaran—. Vamos, continuad demoliendo este templo, y hacedlo rápido. Y espero, don Lope, que por el bien de vuestra comunidad no haya ocurrido nada parecido en mi catedral —le dijo Luis, muy enfadado, al alfaquí.

El maestro de obra comenzó a descender el andamio deprisa; quería llegar cuanto antes a la nueva catedral e inspeccionar todos y cada uno de los lugares en los que algún musulmán podía haber ocultado algo semejante. Las maderas del andamiaje seguían húmedas, y a causa de la precipitación Luis no puso demasiado cuidado en el descenso. Uno de sus pies resbaló en una tabla húmeda y perdió el equilibrio. Intentó asirse al andamio, pero llevaba en las manos la lápida con la inscripción en árabe y la maqueta de la mezquita, y por ello no pudo agarrarse a tiempo. Su cuerpo se precipitó al vacío y se estrelló contra el suelo, justo sobre un montón de piedras que los obreros habían guardado para ser aprovechadas. La lápida de caliza con la inscripción y la maqueta de la mezquita se golpearon contra los sillares amontonados y se hicieron añicos.

Don Mauricio ofició el funeral en la catedral nueva. Tras el responso, el obispo de Burgos habló de Luis de Rouen y dijo que el maestro había dejado su vida en los trabajos de la catedral, construida para mayor gloria de Dios y de su madre la Virgen. Sus restos fueron enterrados en el crucero, justo bajo la bóveda central del transepto.

En la caída, el maestro de obra se había quebrado la espalda y roto varios huesos. No había muerto en el acto, pero el impacto había sido tan fuerte que el médico judío que lo atendió, el personal del propio obispo, nada pudo hacer por su vida. Dos días después del accidente, Luis de Rouen, maestro de obra de la catedral de Burgos, falleció.

La consternación de don Mauricio fue enorme. El obispo ordenó que se abriera una investigación sobre la muerte de Luis, pero todos los testigos presenciales coincidieron en señalar que había sido un lamentable y desgraciado accidente. Nadie recordó en el proceso el asunto de la lápida y la maqueta. Cuando le tocó declarar a don Lope, cuya presencia en lo alto del tejado había llamado la atención del instructor del proceso, se limitó a decir que don Luis lo había llamado para que tradujera una inscripción que había aparecido entre las piedras de la bóveda. El alfaquí comentó que se trataba de una lápida funeraria de algún viejo cementerio islámico que algún cantero ignorante había utilizado como si se tratara de un sillar más.

Teresa Rendol quedó muy afectada cuando le comunicaron la repentina muerte de Luis. La hija de Arnal Rendol amaba la vida y había llegado a confiar en aquel hombre, que era de los pocos que no la miraban con ojos lascivos.

Durante el sepelio, Teresa lloró. Hubo quien comentó que la joven maestra del taller de pintura estaba enamorada de Luis, pero alguien le replicó que Luis de Rouen sólo estaba interesado por su catedral y, si acaso, por algunos jóvenes musculosos obreros.

Tras los funerales, un preocupadísimo don Mauricio reunió al cabildo.

—Señores canónigos, la muerte de don Luis es un contratiempo con el que no contábamos. Con él no sólo hemos perdido al maestro de obra de nuestra catedral, sino al autor del proyecto de continuación de la misma.

—¿Pero no ha dejado nada escrito, ni dibujado?; ¿ni uno solo de esos planos que él solía presentarnos? —preguntó un canónigo.

—Hemos registrado su casa, hasta los últimos rincones, y sólo hemos encontrado dibujos en papel y pergamino de lo ya construido. No sabemos, nadie sabe, cómo pensaba terminar la nave de la catedral ni su portada principal.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —demandó otro.

—No lo sé. Su hermano, Juan de Rouen, vive en Chartres; es el maestro de obra de esa catedral. Tal vez él quiera continuar la labor que inició su hermano Luis —supuso don Mauricio.

—¿Y su sobrino?, aquel joven oficial que labró vuestra escultura de la portada sur. Quizás él sí sepa cómo continuar. Los maestros de obra guardan sus planes en secreto, pero siempre los confían a alguna persona, y esa persona suele ser algún familiar cercano —dijo el deán—. Propongo que vayamos en busca de ese joven.

—No tenía el grado de maestro —asentó don Mauricio.

—Es cierto, pero por cómo esculpió vuestra figura, seguro que ya lo tiene o no tardará mucho en tenerlo. Enviad una carta a ese tal Juan de Rouen, él sabrá dónde está su hijo, y tal vez lo convenza para que regrese a Burgos para continuar la obra inconclusa de su tío.

—Y entre tanto, ¿qué hacemos? —demandó otro canónigo.

—Se puede continuar con la demolición de la catedral vieja y acabar de pintar la nueva. Hay trabajos que pueden ejecutarse sin que un maestro de obra los dirija —propuso el deán.

—¿Estáis todas vuestras mercedes de acuerdo? —preguntó don Mauricio. Los canónigos asintieron—. En ese caso, enviaremos una carta a Chartres en demanda del sobrino de don Luis.

—¡Enrique!, se llama Enrique de Rouen —exclamó el deán.

—Pues veamos si ese joven Enrique está dispuesto a acabar la obra de su tío.

Cuando Teresa se enteró de que el cabildo iba a reclamar la presencia en Burgos de Enrique de Rouen, sintió que su corazón se aceleraba.

«Un síntoma más de los que habla Ibn Hazm, supongo», pensó la joven mientras imaginaba a Enrique apareciendo por el Camino de los Franceses y entrando en Burgos sonriente y aferrado a su brazo.

Aquel verano el rey Fernando conquistó Cazorla. El avance sobre Córdoba, Jaén, Sevilla y Granada parecía imparable, pues cada año caían una o dos ciudades importantes en manos de Castilla. Ningún ejército musulmán era capaz de detener al rey de Castilla y León, sobre el cual comenzaba a correr el rumor de que era un verdadero santo.

El otoño transcurrió tan rápido que, cuando los canónigos de Burgos quisieron enviar un mensajero a Enrique de Rouen, las primeras nieves ya habían cubierto los ocres campos de Castilla, por lo que decidieron esperar a la siguiente primavera.

La muerte de Luis había ocurrido de manera tan imprevista que el obispo don Mauricio no sabía qué hacer para evitar que se detuvieran las obras de su catedral. La solución de contratar al joven Enrique había sido tomada de manera muy precipitada; al fin y al cabo, cuando se marchó de Burgos sólo era un joven oficial de apenas veintidós años que ni siquiera tenía el título de maestro, por lo que don Mauricio dudaba si estaría realmente preparado para continuar con la tarea que dejara inacabada su tío Luis.

En los reinos unificados de Castilla y León, otros prelados estaban demandando del rey Fernando la licencia para la construcción de nuevas catedrales. El mismísimo obispo de Compostela había encargado un proyecto para una nueva catedral a pesar de que el templo del que se decía que albergaba la tumba del apóstol Santiago había sido consagrado hacía tan sólo veinte años, de que se consideraba el mejor ejemplo del estilo romano y de que su Pórtico de la Gloria reunía esculturas de una calidad y un realismo como jamás se habían visto antes.

No obstante, el deseo de disponer de una de aquellas catedrales de la luz era tal, que el obispo de Compostela comenzó por su cuenta y a sus expensas la excavación de los cimientos del que iba a ser un enorme edificio que ampliaría en casi el doble la longitud del existente.

El rey Fernando se desplazó a Galicia para la colocación de la primera piedra, y en Compostela asistió a una sencilla ceremonia en la que se colocó el primer sillar de la que se pretendía que fuera la mayor catedral de los reinos cristianos de la vieja Hispania.

En Burgos, y tras la muerte de Luis de Rouen, don Mauricio parecía derrotado y a punto de abandonar su gran proyecto. Las obras de la catedral de Toledo seguían a buen ritmo y ya se había acabado la cabecera, con sus cinco naves, mientras en Compostela disponían de tantas rentas a causa de las abundantísimas propiedades del cabildo y de las numerosas donaciones y limosnas de los peregrinos que si se construía la nueva catedral no tardaría en alcanzar e incluso superar a Burgos.

El rey Fernando pasó las primeras semanas del verano en Burgos. Su ejército había logrado dos grandes conquistas a fines de la primavera. En la Extremadura oriental, los caballeros leoneses habían ocupado la imponente fortaleza de Trujillo, en tanto los castellanos habían llegado hasta Úbeda, una importante localidad apenas a dos jornadas al noreste de Jaén, cuyo dominio abría las puertas de la ruta del Guadalquivir hacia Córdoba y Sevilla.

—Necesitaba un descanso, don Mauricio; este año está resultando agotador —le dijo el rey Fernando al obispo de Burgos, mientras visitaban las obras de la nueva catedral.

—Sois joven y fuerte, majestad, y Dios os ha concedido salud, una esposa adecuada y la bendición de hijos numerosos para sostener este reino.

—Veo que, pese a vuestros recelos, las obras continúan —dijo don Fernando al observar la actividad que se llevaba a cabo en la catedral.

—Se trata de trabajos secundarios para los que no es necesaria la presencia del maestro de obra. Ahora sólo están trabajando los talleres de pintura y de vidrio. La mayoría de los canteros ya ha acabado su trabajo y, a falta de planes para seguir la fábrica, las cuadrillas se han marchado a Compostela, a Toledo y a Portugal. Ya sabéis, majestad, que además el obispo Rodrigo quiere construir una gran catedral en la ciudad de León. La muerte accidental del maestro Luis de Rouen nos ha dejado sin dirección para la continuación de la obra. Hemos estudiado diversas posibilidades, pero no hay buenos maestros que estén ahora disponibles.

»Y luego está ese maldito secreto…

—¿De qué secreto habláis?

—Del que guardaba celosamente don Luis. El secreto de las proporciones precisas para seguir avanzando en la construcción de este templo. Nunca las confesó, nada dejó escrito. Nos mostraba los planos parciales de las obras que iba a realizar de manera inmediata, pero, salvo un plano general muy poco definido, nada más nos ha quedado sobre sus intenciones futuras.

—¿No tenía ningún ayudante? Los maestros de obra suelen disponer de un segundo al que confían todos sus proyectos.

—Que sepamos, ese ayudante bien pudo ser su sobrino, un joven oficial llamado Enrique de Rouen que pasó en Burgos varios meses, pero hace tiempo que regresó a Francia para continuar sus estudios en la universidad de París y obtener el título de maestro.

—Pues no tenéis sino que enviar a alguien a buscar a ese muchacho, traedlo aquí y que sea él quien continúe la obra.

—Eso mismo es lo que decidimos en una reunión del cabildo hace algunos meses, pero antes de llevarlo a cabo me arrepentí. Creí que esa decisión se había tomado de manera precipitada y he estado sopesando otras soluciones.

—¿Y habéis dado con alguna?

—No. Me he limitado a ordenar a los talleres de pintura y a los vidrieros que acaben los trabajos que se les habían encomendado, pero eso no durará demasiado; en unos meses se habrán acabado y no sabremos cómo continuar.

—Tal vez podríamos demandar ayuda al maestro que está construyendo la catedral de Toledo o al que va a iniciar la de Compostela —propuso el rey.

—Esta catedral, majestad, se planteó como un templo de características unitarias, y mi deseo es que se culmine continuando con la misma idea con la que se empezó.

—Pero vos mismo acabáis de decir que el único conocedor posible de ese plan os hace dudar sobre su capacidad para continuar esta fábrica.

—Era demasiado joven, y tal vez ni siquiera haya alcanzado el grado de maestro; incluso puede que haya muerto. Hace tiempo que no sabemos nada de él.

—Vamos, don Mauricio, no seáis tan agorero. Vos siempre habéis sido un hombre muy activo y resuelto. Jamás ha podido con vos adversidad alguna. Y en esta ocasión no creo que sea diferente. Enviad a alguien en busca de ese joven oficial y exponedle con claridad la situación; tal vez conozca ese secreto, en cuyo caso ofrecedle la dirección de la obra de esta catedral.

—¿Y si todavía no tiene el grado de maestro?

—Pues entonces, esperad a que lo obtenga cuanto antes y convencedlo para que venga a Burgos. Por lo que veo, aquí todavía quedan muchos trabajos por hacer. Y si queréis ganar tiempo, siempre podéis encargar a un taller de cantería que tallen sillares para la futura nave.

El rey de Castilla y León y el obispo de Burgos inspeccionaron más de cerca algunos trabajos. En el interior de las capillas del ábside, los miembros del taller de Teresa Rendol estaban pintando las esculturas de los capiteles.

—El azul más intenso, Pedro, mucho más intenso. Te lo he dicho varias veces, tienes que lograr el tono del azul del cielo en el mediodía de Castilla. Añádele un poco más de añil a ver si lo consigues.

Teresa Rendol dirigía los trabajos de los miembros de su taller. Las figuras de piedra de los capiteles comenzaban a cubrirse de colores vivos, los que Teresa y Luis habían acordado poco antes de la muerte del maestro.

El rey y el obispo la sorprendieron dirigiendo a sus ayudantes en plena faena.

—Quiero que el tono de la cara de esa figura parezca tan real como la propia piel.

—Os tomáis muy en serio vuestro trabajo, señora.

Don Fernando se dirigió a Teresa sin que ésta se hubiera dado cuenta de la presencia del rey.

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