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Authors: Katherine Neville

El ocho (59 page)

BOOK: El ocho
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—Podéis ayudarme ahora —repuso Mireille desplomándose exhausta en una silla—. ¿Ha venido alguien preguntando por mí? Espero una emisaria de la abadesa.

—Mi querida niña —respondió David con tono preocupado—, durante tu ausencia han venido a París varias jóvenes que escribían para pedir una entrevista contigo o con Valentine. Pero yo temía por ti. Entregué esas notas a Robespierre pensando que podían ayudarnos a encontrarte.

—¡Robespierre! ¡Dios mío! ¿Qué habéis hecho? —exclamó Mireille.

—Es un buen amigo en quien se puede confiar —se apresuró a aclarar David—. Lo llaman el Incorruptible. Nadie podría inducirlo a abandonar su deber. Mireille, le he hablado de tu relación con el ajedrez de Montglane. Él también te buscaba…

—¡No! —gritó Mireille—. Nadie debe saber que estoy aquí, ni siquiera que me habéis visto. No lo comprendéis… Valentine fue asesinada por esas piezas. Mi vida también corre peligro. Decidme cuántas monjas escribieron, cuántas cartas entregasteis a ese hombre.

Mientras trataba de recordar, David palideció, presa del miedo. ¿Tendría Mireille razón? Tal vez no había sabido apreciar la gravedad de la situación…

—Fueron cinco —contestó—. En mi estudio tengo anotados los nombres.

—Cinco monjas —susurró ella—. Otras cinco muertes sobre mi conciencia. Porque no estaba aquí —añadió con la mirada perdida.

—¡Muertas! —exclamó David—. Pero Robespierre no llegó a interrogarlas. Descubrió que habían desaparecido… todas ellas.

—Solo podemos rezar por que sea verdad —repuso Mireille mirando a David—. Tío, esas piezas son más peligrosas que cualquier cosa que podáis imaginar. Tenemos que averiguar qué sabe Robespierre sin que se entere de que estoy aquí. Y Marat… ¿dónde está Marat? Porque si ese hombre se enterara de esto, ni siquiera nuestras plegarias servirían de nada.

—Está en su casa, gravemente enfermo —murmuró David—, pero con más poder que nunca. Hace tres meses los girondinos lo juzgaron por propugnar al asesinato y la dictadura, por desdeñar los principios de la revolución: libertad, igualdad, fraternidad. Sin embargo, el jurado, aterrorizado, lo absolvió, la chusma lo coronó de laureles, lo paseó por las calles entre multitudes entusiastas y lo eligió presidente del Club de los Jacobinos. Ahora está en su casa, denunciando a los girondinos que se opusieron a él. La mayoría de ellos han sido detenidos… el resto ha huido a las provincias. Gobierna el Estado desde su bañera con las armas del miedo. Lo que se dice de nuestra revolución parece ser cierto: el fuego que destruye no puede construir.

—Pero puede ser consumido por una llama más alta —apuntó Mireille—. Esa llama es el ajedrez de Montglane. Cuando lo hayamos reunido, devorará incluso a Marat. He regresado a París para liberar esa fuerza. Y espero vuestra ayuda.

—Pero ¿no oyes lo que he dicho? —exclamó David—. Son precisamente la venganza y la traición lo que ha destruido nuestro país. ¿Adónde nos conducirán? Si creemos en Dios, debemos creer en una justicia divina que con el tiempo nos devolverá la cordura…

—No tengo tiempo de esperar a Dios —dijo Mireille.

11 de julio de 1793

Otra monja que no podía esperar se dirigía a toda prisa a París.

Charlotte Corday llegó a la ciudad en coche de postas a las diez de la mañana. Después de encontrar habitación en un pequeño hotel se dirigió a la Convención.

La carta de la abadesa que el embajador Genet le había entregado en Caen había tardado en llegar, pero su mensaje era claro. Las piezas enviadas a París en el mes de septiembre anterior mediante la hermana Claude habían desaparecido. Durante el Terror había muerto otra monja: la joven Valentine. Su prima había desaparecido sin dejar huella. Charlotte se había puesto en contacto con la facción girondina —antiguos delegados de la Convención que ahora se escondían en Caen—, con la esperanza de conocer a alguno que hubiera estado en la prisión de l’Abbaye… el último lugar en que se había visto a Mireille.

Los girondinos nada sabían de una muchacha pelirroja que había desaparecido en medio de aquella locura, pero su jefe, el guapo Barbaroux, tomó simpatía a la antigua monja que buscaba a su amiga. Le entregó un pase que le permitiría mantener una breve entrevista con el delegado Lauze Duperret, que se reunió con ella en la Convención, en la antecámara de visitantes.

—Vengo de Caen —explicó Charlotte en cuanto el distinguido delegado se sentó frente a ella, ante la mesa lustrada—. Busco a una amiga que desapareció el pasado septiembre, durante los tumultos en la prisión. Ella, como yo, fue monja en un convento que ha sido clausurado.

—Charles-Jean-Marie Barbaroux no me ha hecho precisamente un favor al enviaros aquí —observó el delegado con una sonrisa cínica—. Es un hombre en busca y captura… ¿o no lo sabíais? ¿Acaso desea que a mí me suceda lo mismo? Tengo bastantes problemas, y así podéis decírselo cuando regreséis a Caen… lo que espero que ocurra pronto. —Se puso en pie.

—Por favor —dijo Charlotte tendiendo la mano hacia él—. Mi amiga estaba en la prisión de l’Abbaye cuando empezó la matanza. No se ha encontrado su cuerpo. Tenemos razones para creer que ha escapado… pero nadie sabe adónde. Debéis decirme… ¿quién de entre los miembros de la Asamblea presidió aquellos juicios?

Duperret guardó silencio y sonrió. No era una sonrisa agradable.

—Nadie escapó de l’Abbaye —afirmó tajantemente—. Los que fueron absueltos pueden contarse con los dedos de las manos. Si habéis sido lo bastante estúpida para venir aquí, tal vez lo seáis también para preguntar al hombre responsable del Terror… pero no os lo recomiendo. Se llama Marat.

12 de julio de 1793

Mireille, con un vestido de algodón rojo y blanco y un sombrero de paja con cintas de colores, bajó del coche abierto de David y pidió al cochero que esperara. Entró presurosa en el vasto y atestado barrio comercial de Les Halles, uno de los más antiguos de la ciudad.

Durante los dos días que llevaba en París se había enterado de suficientes cosas para actuar de inmediato. No necesitaba esperar instrucciones de la abadesa. No solo habían desaparecido cinco monjas con sus piezas, sino que, según le había dicho David, otras personas conocían la existencia del ajedrez de Montglane… y la relación que ella tenía con él. Demasiadas personas: Robespierre, Marat y André Philidor, el maestro de ajedrez y compositor cuya ópera había visto en compañía de madame de Staël. David le explicó que Philidor había huido a Inglaterra, pero antes de partir le había hablado de su encuentro con el gran matemático Leonhard Euler y un compositor llamado Bach. Este había tomado la fórmula del recorrido del caballo descubierta por Euler y la había transformado en música. Estos caballeros pensaban que el secreto del ajedrez de Montglane guardaba relación con la música… ¿Cuántos más habrían llegado tan lejos?

Mireille atravesó los puestos de venta al aire libre, llenos de verduras, carnes y pescado que solo los ricos podían comprar. El corazón le latía con fuerza y miles de pensamientos bullían en su cabeza. Tenía que actuar de inmediato… mientras conociera sus paraderos y ellos ignoraran el suyo. Eran todos como peones en un tablero, arrastrados hacia un centro invisible en un juego inexorable como el destino. La abadesa tenía razón al decir que debían recuperar las riendas… pero era Mireille quien debía tomar el control. Porque comprendía que ahora sabía más que la abadesa —tal vez más que nadie— sobre el ajedrez de Montglane.

El relato de Philidor abonaba lo que le había dicho Talleyrand y confirmado Letizia Buonaparte: en el juego había una fórmula. Algo que la abadesa nunca había mencionado. Sin embargo, Mireille lo sabía. Recordaba vivamente la extraña figura pálida de la Reina Blanca, con el báculo del Ocho en su mano levantada.

Mireille descendió hacia el laberinto; aquella parte de Les Halles que antaño habían sido catacumbas romanas y ahora se utilizaba como mercado subterráneo. Allí había puestos de cacharros de cobre, cintas, especias y sedas orientales. Pasó junto a un pequeño café en el estrecho pasaje, donde un grupo de carniceros, sucios todavía con las señales de su comercio, comían sopa de col y jugaban al dominó. Se fijó en la sangre que manchaba sus brazos desnudos y sus mandiles blancos. Cerró los ojos y siguió avanzando por el estrecho laberinto.

Al final del segundo pasaje había una tienda de cubertería. Examinó la mercancía, probó la resistencia y el filo de cada cuchillo antes de encontrar el que le convenía: uno con una hoja de quince centímetros, semejante al busaadi que había usado con tanta destreza en el desierto. Pidió al vendedor que lo afilara hasta que pudiese cortar un pelo en el aire.

Quedaba solo una pregunta: ¿cómo entraría? El comerciante envolvió el cuchillo con su funda en papel de estraza, Mireille le pagó dos francos, se puso el paquete bajo el brazo y partió.

13 de julio de 1793

Su pregunta encontró respuesta la tarde siguiente, mientras ella y David discutían en el pequeño comedor anejo al estudio. Él, como delegado de la Convención, podía asegurarle la entrada en el domicilio de Marat, pero se negaba… tenía miedo. Pierre, el sirviente, interrumpió su acalorada discusión.

—En la verja hay una dama, señor. Pregunta por vos… y busca información sobre mademoiselle Mireille.

—¿Quién es? —preguntó la joven tras lanzar una rápida mirada a David.

—Una dama de vuestra estatura, mademoiselle —contestó Pierre—, pelirroja… Dice que se llama Corday.

—Hazla pasar —indicó Mireille, para estupefacción de David.

De modo que esta era la emisaria, pensó Mireille cuando Pierre salió. Recordó a la fría y orgullosa compañera de Alexandrine de Forbin, que hacía tres años había acudido a Montglane para comunicarles que las piezas del ajedrez corrían peligro. Ahora la abadesa la había enviado… pero llegaba demasiado tarde.

Charlotte Corday entró en la habitación y, deteniéndose de golpe, miró incrédula a Mireille. Se sentó vacilante en la silla que le ofreció David, sin apartar los ojos de la joven. Allí estaba la mujer cuyas noticias habían llevado a desenterrar el ajedrez, pensó Mireille. Aunque el tiempo transcurrido había cambiado a ambas, seguían pareciéndose: altas, corpulentas, con rebeldes rizos rojos en torno al rostro ovalado. Lo bastante parecidas para pasar por hermanas y, sin embargo, tan distintas.

—Estaba desesperada —dijo Charlotte—, después de buscar en vano vuestro rastro y encontrar todas las puertas cerradas. Debo hablaros a solas. —Lanzó una inquieta mirada a David, quien se excusó. Cuando hubo salido, preguntó—: ¿Están a salvo las piezas?

—¡Las piezas! —dijo Mireille con amargura—. ¡Siempre las piezas! Me maravilla la tenacidad de nuestra abadesa… a quien Dios confió el alma de cincuenta mujeres apartadas del mundo que creían en ella como en su propia vida. Nos explicó que las piezas eran peligrosas… pero no que seríamos perseguidas y asesinadas por ellas. ¿Qué clase de pastor es el que guía a sus ovejas al matadero?

—Comprendo… estáis destrozada por la muerte de vuestra prima —repuso Charlotte—, pero ¡fue un accidente! Quedó atrapada en un tumulto junto con mi amada hermana Claude. No podéis permitir que esto haga vacilar vuestra fe. La abadesa os eligió para una misión…

—Ahora yo elijo mis propias misiones —exclamó Mireille. Sus ojos verdes ardían de pasión—. Y la primera es encontrar al hombre que asesinó a mi prima. ¡No fue un accidente! En este último año han desaparecido otras cinco monjas. Creo que él sabe qué ha sido de ellas y de las piezas que custodiaban. Y tengo cuentas que saldar.

Charlotte se había llevado la mano al pecho. Estaba pálida mientras miraba a Mireille, sentada al otro lado de la mesa.

—¡Marat! —susurró con voz trémula—. ¡Sabía de su intervención… pero no esto! La abadesa no sabía nada de esas monjas desaparecidas.

—Parece que hay muchas cosas que nuestra abadesa ignora —señaló Mireille—. Pero yo sí las sé. No es mi intención desobedecerla, pero creo que comprenderéis que primero tengo otras cosas que hacer. ¿Estáis conmigo… o contra mí?

Charlotte miró a Mireille. Sus ojos azules brillaban de emoción. Se inclinó hacia la mesa y puso una mano sobre la de Mireille. Esta tembló.

—Los derrotaremos —exclamó Charlotte con energía—. Por difícil que sea lo que me pidáis, estaré a vuestro lado… como desearía la abadesa.

—Os habéis enterado de la intervención de Marat —dijo Mireille con tono tenso—. ¿Qué más sabéis de ese hombre?

—Traté de verlo… cuando os buscaba —contestó Charlotte bajando la voz—. Un portero me echó. Pero le he escrito para pedirle una cita… esta tarde.

—¿Vive solo? —preguntó Mireille con vivo interés.

—Comparte alojamiento con su hermana Albertine… y con Simone Évrard, su esposa natural. Pero ¡no pretenderéis ir vos! Si dais vuestro nombre o adivinan quién sois, os arrestarán…

—No pienso dar mi nombre —aseguró Mireille esbozando una sonrisa—. Daré el vuestro.

El sol ya se ponía cuando Mireille y Charlotte llegaron en un cabriolet alquilado al callejón frente a la casa de Marat. El reflejo del cielo teñía del color de la sangre los cristales de las ventanas, y bajo la luz decreciente el empedrado de la calle tenía un tono cobrizo.

—Debo saber qué razón disteis en vuestra carta para solicitar esta entrevista —dijo Mireille.

—Escribí que venía de Caen —respondió Charlotte— para denunciar las actividades de los girondinos contra el gobierno. Dije que conocía ciertas conspiraciones…

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