Authors: Katherine Neville
Kamel no explicó a qué se refería. En todo caso, no era casual que entre cientos de aldeas hubiera crecido precisamente en la que era el hogar de ese comerciante.
Hacia las dos de la tarde, cuando llegamos a la pequeña localidad de Beni Yenni, el estómago me rugía de hambre. La modesta posada en lo alto de una montaña era más bien destartalada, pero los oscuros cipreses que se retorcían contra las paredes ocres y los tejados rojos le daban mucho encanto.
Almorzamos en la pequeña terraza de pizarra, rodeada de una barandilla blanca, que sobresalía de la cumbre de la montaña. Las águilas volaban a ras del suelo del valle y sus alas desprendían destellos dorados cuando atravesaban la ligera bruma azul que se levantaba del Ouled Aissi. Alrededor veíamos el peligroso terreno: caminos serpenteantes como delgadas cintas deshilachadas a punto de resbalar por las laderas; aldeas que parecían rojizos cantos rodados que se despeñaran, encaramadas en precario equilibrio en lo más alto de cada elevación. Aunque ya estábamos en junio, el aire era lo bastante frío para que yo necesitara el jersey; la temperatura debía de ser de unos veinte grados inferior a la de la costa que habíamos abandonado esa mañana. Al otro lado del valle vi la nieve que coronaba el macizo Djurdjura y las nubes bajas y cargadas que se cernían justo en la dirección hacia donde íbamos.
Éramos las únicas personas sentadas en la terraza y el camarero parecía algo malhumorado mientras traía de la cálida cocina las bebidas y la comida. Me pregunté si habría algún huésped en la posada, que recibía un subsidio estatal para alojar a miembros del ministerio. En Argelia no había tantos viajeros como para mantener siquiera los lugares turísticos de la costa más accesibles.
En el aire vigorizante bebimos el amargo y rojo byrrh con limón y hielo picado. Comimos en silencio: un caldo caliente de verduras, panes crujientes y pollo hervido con mahonesa y áspic. Kamel estaba absorto en sus reflexiones.
Antes de salir de Beni Yenni abrió el maletero y sacó un montón de mantas de lana. Estaba tan preocupado como yo por el cambio del tiempo. Casi de inmediato el camino se tornó casi impracticable. ¿Cómo podía imaginar que eso no era nada comparado con lo que nos esperaba?
De Beni Yenni a Tikjda había solo una hora de camino, pero pareció una eternidad. Pasamos la mayor parte del tiempo en silencio. El camino descendía hasta el valle, cruzaba el pequeño río y volvía a ascender por lo que en principio parecía una colina baja y ondulante. Sin embargo, a medida que avanzábamos, se volvía más empinada. Cuando llegamos arriba, el Citroën resoplaba. Miré abajo y vi un abismo de seiscientos metros de profundidad, un laberinto de gargantas entre escarpadas paredes. Y nuestro camino, o lo que quedaba de él, era una masa de hielo con gravilla incrustada que discurría por la cresta de la loma. Para aumentar la emoción, esa estrecha vereda practicada en la roca, retorcida como un nudo marinero, descendía además por la superficie rocosa en una inclinación del quince por ciento… hasta llegar a Tikjda.
Mientras Kamel conducía el grande y felino Citroën hacia la cresta y entraba en el peligroso camino, cerré los ojos y recé. Cuando volví a abrirlos, habíamos girado en la curva. Ahora el camino parecía desconectado de todo, suspendido en el espacio, entre las nubes. A ambos lados las gargantas descendían trescientos metros o más. Las montañas nevadas parecían surgir como estalagmitas del suelo del valle. Un viento fortísimo, huracanado, se elevaba por las paredes de los negros barrancos levantando la nieve y tapando el camino. Yo habría propuesto dar media vuelta… pero no había lugar para hacer la maniobra.
Me temblaban las piernas cuando apoyé con fuerza los pies contra el suelo, preparada para el golpe cuando nos saliéramos del camino y nos despeñáramos. Kamel disminuyó la velocidad a cincuenta kilómetros, después a treinta… hasta que avanzábamos a quince. Curiosamente, a medida que descendíamos la pendiente, la capa de nieve era más espesa. En ocasiones, al girar en una curva pronunciada, encontrábamos un carro o un camión averiado abandonados en el camino.
—¡Pero si estamos en junio, por el amor de Dios! —dije a Kamel mientras girábamos con cautela en un recodo especialmente alto.
—Ni siquiera nieva todavía —observó él con tranquilidad—. Solo sopla un poco…
—¿Qué quiere decir con «todavía»? —pregunté.
—Espero que le gusten sus alfombras —dijo Kamel con una sonrisa irónica—, porque esto puede costarle más que dinero. Aun cuando no nieve, el camino no se derrumbe… y lleguemos a Tikjda antes de que oscurezca… todavía tenemos que atravesar el puente.
—¿Antes de que oscurezca? —exclamé, desplegando mi rígido e inútil mapa de Cabilia—. Según esto, Tikjda está a solo cuarenta y ocho kilómetros de aquí… y el puente está justo después.
—Sí —aceptó Kamel—, pero los mapas solo muestran las distancias en línea recta. Las cosas que en dos dimensiones parecen cercanas pueden estar en la realidad muy alejadas.
Llegamos a Tikjda a las siete en punto. El sol, que afortunadamente pudimos ver, hacía equilibrios en la última cornisa, preparado para hundirse detrás del Rif. Habíamos tardado tres horas en recorrer cuarenta y ocho kilómetros. En el mapa, Kamel había señalado Ain Ka’abah cerca de Tikjda. Parecía que podríamos llegar allí en un periquete… pero el dato resultó ser singularmente engañoso.
Salimos de Tikjda, donde nos detuvimos solo para repostar y llenar nuestros pulmones del aire fresco de montaña. El tiempo había mejorado: el cielo estaba sereno y el aire era sedoso. A lo lejos, más allá de los pinos en forma de prisma, se extendía un valle azul, en cuyo centro, tal vez a diez u once kilómetros de distancia, se alzaba una enorme montaña cuadrada de tonos purpúreos y dorados bajo los últimos rayos del sol. Su cumbre era chata como la de una meseta. Estaba totalmente sola en medio del ancho valle.
—Ain Ka’abah —dijo Kamel señalando por la ventanilla.
—¿Allá arriba? —pregunté—. Pero no veo ninguna carretera…
—No la hay… solo una vereda para ascender a pie —contestó—. Varios kilómetros por terreno pantanoso en la oscuridad, y después senda arriba. Pero antes de llegar tenemos que cruzar el puente.
El puente estaba apenas a ocho kilómetros de Tikjda… pero mil doscientos metros más abajo. En el crepúsculo —ese momento especialmente difícil para tener una visión clara— apenas se vislumbraba el camino a través de las sombras purpúreas que proyectaban los altos desfiladeros. Sin embargo, a nuestra derecha el valle seguía brillante, lleno de una luz que convertía la montaña de Ain Ka’abah en un lingote de oro. Lo que teníamos delante me dejó sin aliento: el camino descendía y descendía casi hasta el valle… pero ciento cincuenta metros más arriba, suspendido sobre el impetuoso río, estaba el puente. A medida que bajábamos, Kamel disminuía la marcha. Al llegar al puente se detuvo.
Era un puente endeble y tembloroso, que parecía de juguete. Podía haberse construido diez o cien años antes; imposible saberlo. La superficie, alta y estrecha, era apenas suficiente para admitir el paso de un solo coche, y tal vez el nuestro fuera el último. Abajo, el río arremetía con saña contra los invisibles pilares; era una impetuosa corriente que caía a gran velocidad de las altas gargantas.
Kamel colocó la elegante limusina negra en la basta superficie. Sentí que el puente temblaba debajo de nosotros.
—Le resultará difícil de imaginar —susurró Kamel, como si temiera que la vibración de su voz pudiera hacer temblar aún más el puente—, pero en pleno verano este río es apenas un hilillo que atraviesa la zona pantanosa… apenas gravilla suelta durante toda la estación cálida.
—¿Y cuánto dura la estación cálida… quince minutos? —pregunté con la boca seca de miedo, mientras el coche avanzaba entre crujidos. Un leño o algo así golpeó los pilares y el puente tembló como si estuviéramos sufriendo un terremoto. Me aferré al asiento hasta que se detuvo.
Cuando las ruedas delanteras del Citroën pisaron terreno sólido, empecé a respirar otra vez. Mantuve los dedos cruzados hasta que sentí que también las traseras tocaban tierra. Kamel detuvo el coche y me miró con una amplia sonrisa de alivio.
—¡Es increíble lo que las mujeres pueden pedir a un hombre solo para hacer unas compras! —dijo.
El terreno del valle parecía demasiado blando para bajar con el coche, así que lo dejamos en la última cornisa de piedra bajo el puente. Las cabras habían abierto un camino zigzagueante entre las altas hierbas del terreno pantanoso. En el lodo se veían sus excrementos y las profundas huellas de patas hendidas.
—Suerte que lleva los zapatos apropiados —dije, mirando con tristeza mis sandalias doradas, inadecuadas para cualquier cosa.
—El ejercicio le vendrá bien —comentó Kamel—. Las mujeres cabilas caminan todos los días… con veintiocho kilos a la espalda —me explicó sonriendo.
—Debo de confiar en usted porque me gusta su sonrisa —dije—. No hay otra explicación de por qué estoy haciendo esto.
—¿Qué diferencia hay entre un beduino y un cabila? —preguntó mientras avanzaba lentamente por la hierba húmeda.
—¿Es un chiste étnico? —pregunté entre risas.
—No, lo digo en serio. El beduino se distingue porque nunca muestra los dientes cuando ríe. Es de mala educación enseñar las muelas… en realidad, da mala suerte. Observe a El-Marad y ya verá.
—¿No es cabila? —pregunté.
Caminábamos por el oscuro y plano valle fluvial. La montaña de Ain Ka’abah se alzaba ante nosotros, iluminada todavía por el sol. Allí donde las hierbas húmedas estaban aplastadas, se veían flores silvestres de colores púrpura, amarillo y rojo que empezaban a cerrarse para la noche.
—Nadie lo sabe —respondió Kamel—. Hace años llegó a Cabilia, nunca supe de dónde, y se instaló en Ain Ka’abah. Es un hombre de orígenes misteriosos.
—Tengo la impresión de que no le resulta simpático —señalé.
Kamel siguió caminando en silencio.
—Es difícil tener simpatía a un hombre a quien se considera responsable de la muerte del padre de uno —dijo por fin.
—¡La muerte! —exclamé y apreté el paso para colocarme a su lado. Perdí una sandalia, que desapareció entre los pastos. Kamel se detuvo mientras la buscaba—. ¿Qué quiere decir? —murmuré por entre las altas hierbas.
—Mi padre y El-Marad se embarcaron juntos en una aventura comercial —explicó mientras yo recuperaba mi sandalia—. Mi padre fue a Inglaterra para ultimar una negociación. Fue atracado y asesinado por unos matones en las calles de Londres.
—Entonces El-Marad no tomó parte en ello —dije. Llegué a su lado y seguimos andando.
—No —reconoció Kamel—. De hecho, pagó mis estudios con los beneficios que correspondían a mi padre, para que pudiera permanecer en Londres, pero continuó con el negocio. Nunca le envié una nota de agradecimiento. Por eso dije que le sorprendería verme.
—¿Y por qué lo considera responsable de la muerte de su padre? —insistí. Era evidente que Kamel no deseaba hablar del asunto. Cada palabra que pronunciaba parecía suponerle un gran esfuerzo.
—No lo sé —musitó, como si lamentara haber sacado el tema—. Tal vez piense que debería haber sido él quien viajara a Inglaterra.
Permanecimos en silencio durante el resto del camino por el valle. El sendero que ascendía a Ain Ka’abah era una larga espiral que circundaba la montaña. Había media hora de camino desde el pie hasta la cumbre… y los últimos cuarenta metros eran amplios escalones practicados en la piedra y muy pulidos por el paso de muchos pies.
—¿Cómo se gana la vida la gente que vive aquí? —pregunté cuando llegábamos jadeantes a lo alto.
Las cuatro quintas partes de Argelia eran desérticas, no había madera y la única tierra cultivable estaba a trescientos kilómetros de distancia, junto al mar.
—Hacen alfombras —contestó Kamel— y joyas de plata, que truecan. En la montaña hay piedras preciosas y semipreciosas… cornalina y ópalo y algunas turquesas. Todo lo demás se importa de la costa.
La aldea de Ain Ka’abah tenía una larga calle central aún sin asfaltar, con casas de estuco a ambos lados. Nos detuvimos ante una vivienda grande con tejado de paja, en el que había posadas varias cigüeñas, que habían construido su nido en la chimenea.
—Esta es la casa de los tejedores —explicó Kamel.
Mientras bajábamos por la calle, observé que el sol había desaparecido por completo. Era un hermoso crepúsculo color lavanda… pero el aire iba enfriándose.
Había algunos carros llenos de heno, varios asnos y pequeños rebaños de cabras. Supuse que era más fácil subir la montaña con carros tirados por asnos que con una limusina Citroën.
Al final del pueblo Kamel se detuvo ante una casa grande y se quedó mirándola largo tiempo. Era de estuco, como las otras, pero tal vez el doble de grande y con un balcón que cruzaba la fachada. En él había una mujer sacudiendo alfombras. Era morena y llevaba ropa de vivos colores. A su lado había una niña pequeña de rizos dorados, con un vestido blanco y un delantal. La parte superior de su cabello estaba trenzada en mechones muy finos que caían en tirabuzones. Cuando nos vio, corrió escaleras abajo y se me acercó.
Kamel habló a la madre, que permaneció un momento mirándolo en silencio. Después me vio a mí y me dedicó una sonrisa que dejó al descubierto varios dientes de oro. Entró en la casa.
—Esta es la casa de El-Marad —dijo Kamel—. Esa mujer es su esposa principal. La niña es una hija muy tardía… la mujer dio a luz cuando todos creían que era estéril. Esto se considera una señal de Alá… la criatura es una elegida…
—¿Cómo sabe todo esto si hace diez años que no viene? —pregunté—. La niña no debe de tener más de cinco años.
Mientras entrábamos en la casa, Kamel cogió a la pequeña de la mano y la miró con afecto.
—Nunca la había visto —admitió—, pero me mantengo informado de lo que sucede en mi aldea. Esta criatura se consideró todo un acontecimiento. Debería haberle traído algo… al fin y al cabo, no puede decirse que sea responsable de los sentimientos que me inspira su padre.
Revolví en mi bolso para ver si encontraba algo que resolviera el problema. Una pieza del ajedrez magnético de Lily se soltó y cayó en mi mano. Era solo una pieza de plástico: la reina blanca. Parecía una muñeca en miniatura. Se la di a la niña que, entusiasmada, se apresuró a ir a mostrársela a su madre. Kamel me sonrió, agradecido.
La mujer salió y nos hizo entrar en la casa en penumbras. Llevaba en la mano la pieza de ajedrez, charlaba en bereber con Kamel y no me quitaba sus brillantes ojos de encima. Tal vez le estuviera haciendo preguntas sobre mí. De vez en cuando me tocaba con dedos ligeros como plumas.