Authors: Katherine Neville
Shahin estaba tumbado boca abajo en la zanja cubierta por arbustos que habían excavado en la arena. Sobre sus cabezas, el halcón planeaba en círculos descubriendo una espiral lenta y perezosa mientras escudriñaba los arbustos, atento a cualquier movimiento. Al lado de Shahin estaba Mireille, acuclillada, casi sin respirar. Contemplaba el perfil tenso de su compañero: la larga y estrecha nariz, ganchuda como la de los peregrinos cuyo nombre llevaba; los ojos amarillos, la boca apretada y el turbante flojo, con el largo cabello trenzado que caía por su espalda. Se había quitado el largo haik tradicional y, como Mireille, llevaba solo una chilaba de lana con capucha teñida de bermejo, con los jugos del abal, el mismo color que el desierto. El halcón que describía círculos en el cielo no podía distinguirlos de la arena y los arbustos que constituían su camuflaje.
—Es un hurr… un halcón sakr —susurró Shahin a Mireille—. No es tan veloz o agresivo como el peregrino, pero es más listo y tiene la vista más aguzada. Será un buen pájaro para vos.
Antes de cruzar el Ez-Zemoul El Akbar, en el borde del Gran Erg Oriental, la más alta y ancha cadena de dunas del mundo, Shahin había dicho que Mireille debía cazar y adiestrar un halcón. No se trataba solo de una prueba de valor tradicional entre los tuaregs, cuyas mujeres cazaban y gobernaban, sino que era también necesario para la supervivencia.
Porque tenían por delante quince, tal vez veinte, días en las dunas, ardientes de día y heladas de noche. Sus camellos solo podían recorrer unos dos kilómetros por hora mientras las arenas rojas se deslizaban bajo sus patas. Habían comprado provisiones en Khardaia: café, harina, miel y dátiles… y sacos con malolientes sardinas secas para alimentar a los camellos. Ahora que habían dejado atrás las marismas salinas y la rocosa Hammada, con los últimos hilos de agua de los manantiales medio secos, no tendrían más comida que esa, a menos que pudieran cazar. Y no había en la tierra especie que poseyera la resistencia, la vista, la tenacidad y el ánimo predador del halcón para cazar en aquella tierra salvaje y estéril.
Mireille contemplaba al halcón, que parecía planear sobre ellos sin esfuerzo en el aire caliente del desierto. Shahin cogió su fardo y sacó la paloma amaestrada que habían comprado. Le ató un delgado cordel a la pata y enrolló el otro extremo en una piedra. Entonces la soltó. La paloma se elevó hacia el cielo. Un segundo después, el halcón la había visto y pareció detenerse en medio del aire, preparándose. Después descendió a gran velocidad, como una bala, y atacó. Mientras ambos pájaros caían a tierra, el aire se llenó de plumas que volaban en todas direcciones.
Mireille hizo ademán de moverse, pero Shahin la retuvo cogiéndole la mano.
—Dejad que pruebe la sangre —susurró—. El sabor de la sangre elimina memoria y prudencia.
Cuando Shahin tiró del cordel, el halcón, que estaba en el suelo, desgarrando la paloma, se agitó un momento, pero volvió a posarse en la arena, confuso. Shahin volvió a tirar del cordel… de modo que pareciera que la paloma, malherida, se movía. Tal como había predicho, el halcón regresó rápidamente a picotear la carne caliente.
—Acercaos tanto como podáis —susurró Shahin a Mireille—. Cuando lo tengáis a un metro de distancia, cogedlo por una pata.
Mireille lo miró como si pensara que estaba loco, pero se aproximó al borde de los arbustos, donde se acuclilló dispuesta a saltar. El corazón le latía muy deprisa mientras Shahin acercaba cada vez más la paloma. El halcón estaba a apenas un metro de distancia, ocupado con su presa, cuando Shahin dio un golpecito en el brazo de Mireille, que sin perder un segundo saltó de entre los arbustos y cogió una pata del ave. Esta giró, batió las alas y, lanzando un graznido, hundió el agudo pico dentado en su muñeca.
Shahin llegó enseguida a su lado, cogió el pájaro, lo encapuchó con movimientos expertos y lo sujetó con un trozo de cordel de seda a la banda de cuero que ya había colocado en torno a la muñeca izquierda de Mireille.
Mientras tanto la joven chupaba la sangre que brotaba de su brazo herido, y que le había salpicado la cara y el pelo. Shahin rasgó un trozo de muselina y vendó la carne desgarrada por el ave, cuyo pico había llegado peligrosamente cerca de una arteria.
—Lo habéis cogido para poder comer —dijo con una sonrisa irónica—, pero él ha estado a punto de comeros a vos.
Colocó la mano de Mireille sobre el halcón cegado, que se aferraba ahora con sus espolones a la otra muñeca de la joven.
—Acariciadlo —indicó—. Que sepa quién es el amo. Se necesita una luna y tres cuartos para dominar a un hurr… pero si vivís y coméis con él, lo acariciáis y le habláis… si dormís con él incluso, será vuestro con la luna nueva. ¿Qué nombre le daréis, para que pueda aprenderlo?
Mireille miró con orgullo la criatura salvaje que se aferraba temblando a su brazo. Por un instante olvidó el dolor que sentía.
—Charlot —respondió—. Pequeño Charles. He capturado un pequeño Carlomagno celeste.
Shahin la miró en silencio con sus ojos amarillos y después bajó el velo añil de modo que cubriera solo la mitad inferior de su cara. Cuando habló, el velo ondeó en el seco aire del desierto.
—Esta noche le pondremos vuestra marca —dijo— para que sepa que es solo vuestro.
—¿Mi marca? —preguntó Mireille.
Shahin se quitó un anillo del dedo y lo dejó en su mano. Mireille miró el sello, un pesado bloque de oro. En la parte superior había un ocho grabado.
Bajó en silencio detrás de Shahin por el escarpado talud en dirección al lugar donde descansaban los camellos. Observó cómo el hombre ponía una rodilla en la silla del suyo y la bestia, levantándose con un solo movimiento, lo alzaba como una pluma. Mireille lo imitó, sosteniendo el halcón con el brazo levantado, y partieron por las arenas del color de la herrumbre.
Shahin se inclinó hacia las brasas ardientes para dejar sobre ellas el anillo. Hablaba poco y raras veces sonreía. Mireille no había tenido oportunidad de averiguar casi nada sobre él durante el mes que habían pasado juntos; se concentraban en la supervivencia. Solo sabía que llegarían a las Ahaggar —las montañas de lava que eran el hogar de los tuaregs de Kel Djanet— antes de que naciera su hijo. Shahin se mostraba reacio a hablar de otros temas y respondía a todas sus preguntas con un sentencioso «Pronto lo veréis».
Por lo tanto, quedó sorprendida cuando él se quitó los velos y habló mientras miraban cómo el anillo se ponía al rojo vivo entre las brasas.
—Sois lo que llamamos una zhayib —dijo Shahin—, una mujer que ha conocido varón solo una vez… y sin embargo estáis preñada. Tal vez notasteis cómo os miraban los de Khardaia cuando nos detuvimos allí. Mi pueblo cuenta una historia. Siete mil años antes de la Égira, llegó del este una mujer. Viajó sola miles de kilómetros por el desierto de sal hasta que llegó a los tuaregs del Kel Rela. Su pueblo la había expulsado porque estaba preñada. Tenía el cabello del color del desierto, como vos. Se llamaba Daia, que significa «manantial». Buscó refugio en una cueva. El día que nació el niño, brotó agua de la roca de la cueva. Y sigue fluyendo aún hoy en Qar Daia, la cueva de Daia, la diosa de los pozos.
Así pues, Khardaia, donde se habían detenido para comprar camellos y provisiones, se llamaba así por la extraña diosa Qar, como Cartago, pensó Mireille. ¿Sería esa Daia, o Dido, la misma leyenda? ¿O la misma persona?
—¿Por qué me habéis contado esa historia? —preguntó Mireille acariciando a Charlot, posado en su brazo.
—Está escrito —respondió Shahin— que un día un nabi o profeta vendrá por el Bahr al-Azrak… el mar Azul. Un kalim, alguien que habla con los espíritus, que sigue el tarikat o camino místico hacia el conocimiento. Este hombre será todas esas cosas y será un zaar… un hombre de piel blanca, ojos azules y cabellos rojos. Para mi pueblo es un portento, y por eso os miraban así…
—Pero yo no soy un hombre —repuso Mireille—, y mis ojos son verdes, no azules.
—No hablo de vos —dijo Shahin. Inclinándose hacia las brasas, sacó su bousaadi (un cuchillo largo y delgado) y lo usó para apartar el anillo del fuego—. Es a vuestro hijo a quien esperamos… el que nacerá bajo los ojos de la diosa… como fue dicho.
Mireille no le preguntó cómo sabía que su hijo sería un varón. Mientras observaba cómo Shahin envolvía en una tira de cuero el anillo al rojo, mil pensamientos bullían en su cabeza. Se permitió pensar en la criatura que llevaba en su vientre. Ya estaba casi de seis meses y lo sentía moverse. ¿Qué sería de él, nacido en este vasto y traicionero desierto, tan lejos de su propio pueblo? ¿Por qué creía Shahin que su hijo cumpliría esa profecía primitiva? ¿Por qué le había contado la historia de Daia y qué tenía eso que ver con el secreto que buscaba? Cuando él le tendió el anillo, apartó aquellas ideas de su cabeza.
—Tocadlo rápida pero firmemente en el pico… justo ahí —indicó Shahin cuando ella cogió el anillo envuelto en cuero—. Apenas lo siente, pero lo recordará…
Mireille miró el halcón, encapuchado, y posado en su brazo, con los espolones hundidos en la gruesa banda que le protegía la muñeca. Acercó al pico el anillo al rojo, pero se detuvo.
—No puedo —dijo apartando el anillo. El resplandor rojizo titilaba en el frío aire nocturno.
—Debéis hacerlo —ordenó Shahin con firmeza—. ¿De dónde sacaréis la fuerza para matar a un hombre… si no tenéis coraje suficiente para poner vuestra marca a un pájaro?
—¿Matar a un hombre? —repitió Mireille—. ¡Jamás!
Mientras hablaba vio que Shahin esbozaba una sonrisa, y sus ojos destellaban como el oro en la extraña luz. El beduino tenía razón, pensó, cuando afirmaba que en una sonrisa había algo terrible.
—No me diréis que no vais a matar a ese hombre —murmuró Shahin—. Conocéis su nombre… lo pronunciáis todas las noches en sueños. Huelo en vos la venganza, del mismo que se encuentra agua por el olfato. Es eso lo que os ha traído aquí y lo que os mantiene viva… la venganza.
—No —dijo Mireille, aunque notaba la sangre palpitar detrás de los párpados, mientras sujetaba con fuerza el anillo—. He venido para descubrir un secreto. Vos lo sabéis. Y os dedicáis a contarme leyendas sobre una mujer pelirroja que murió hace miles de años…
—Jamás dije que hubiera muerto —la interrumpió Shahin con rostro inexpresivo—. Vive, como las cantarinas arenas del desierto; habla, como los antiguos misterios. Los dioses no deseaban verla morir… y la transformaron en piedra viviente. Ha esperado ocho mil años, porque vos sois el instrumento de su justo castigo (vos y vuestro hijo), tal como fue dicho.
«Renaceré como el ave Fénix de entre las cenizas el día que las rocas y las piedras empiecen a cantar… y las arenas del desierto llorarán lágrimas de sangre… y será un día de justo castigo para la Tierra…»
Mireille oyó la voz de Letizia susurrar en su cabeza. Y después la respuesta de la abadesa: «El juego de Montglane contiene la clave para abrir los labios mudos de la naturaleza… y liberar las voces de los dioses».
Miró la arena —de un rosa pálido y misterioso a la luz de las brasas—, que parecía nadar bajo el vasto mar de estrellas. Tenía el anillo en la mano. Respiró hondo y, murmurando tiernamente al halcón, apretó el sello caliente contra su pico. El pájaro se sobresaltó, tembló, pero no se movió. El olor acre del cartílago quemado penetró en la nariz de Mireille. Cuando dejó caer el anillo, se sentía mareada, pero acarició el lomo y las alas del halcón. Las plumas suaves se movieron bajo sus dedos. En el pico había un perfecto número ocho.
Mientras acariciaba al ave, Shahin le puso una mano sobre el hombro; era la primera vez que la tocaba. Mirándola a los ojos dijo:
—Cuando ella llegó del desierto, la llamamos Daia. Ahora vive en el Tassili, adonde os llevo. Tiene más de seis metros de altura y se alza más de un kilómetro por encima de valle de Yabbaren, por encima de los Gigantes de la Tierra… sobre quienes reina. La llamamos la Reina Blanca.
Durante semanas atravesaron las dunas solitarias deteniéndose solo para levantar pequeñas presas y soltar uno de los halcones para que las cazara. Era la única comida fresca que tenían. Su única bebida era la leche de las camellas, que sabía a sal y sudor.
El mediodía de la decimoctava jornada, Mireille alcanzó una elevación, con su camello resbalando sobre la arena suelta… y divisó los zauba’ah, los despiadados torbellinos que arrasaban el desierto. A unos dieciséis kilómetros de distancia se elevaban trescientos metros hacia el cielo: columnas de arena roja y ocre inclinadas por la fuerza del viento. En la base la arena se levantaba treinta metros en el aire, como un mar embravecido en el que se agitaban rocas, arena y plantas en un calidoscopio disparatado, como confetis de colores. A unos novecientos metros de altura formaban una inmensa nube roja que se combaba sobre los torbellinos y tapaba el cielo del mediodía.