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Authors: Katherine Neville

El ocho (23 page)

BOOK: El ocho
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—La pitonisa predijo que yo correría peligro —le expliqué—. Y así es. Los asesinatos…

—¿Una pitonisa, mi querida Cat? —preguntó Nim entre risas.

—No ha sido la única —dije, clavándome las uñas en la palma de las manos—. ¿Te suena el nombre de Alexander Solarin?

Nim guardó silencio unos instantes y finalmente preguntó:

—¿El ajedrecista?

—Fue él quien me dijo… —empecé a explicar en voz baja, y me di cuenta de que la historia parecía demasiado fantasiosa para resultar creíble.

—¿Cómo has conocido a Alexander Solarin?

—Ayer asistí a un torneo de ajedrez. Se me acercó para decirme que corría peligro. Lo repitió varias veces.

—Tal vez te confundió con otra persona. —La voz de Nim sonaba lejana, como si estuviera absorto en sus pensamientos.

—Tal vez —reconocí—, pero esta mañana, en el edificio de las Naciones Unidas, ha dejado claro que…

—Espera un momento —me interrumpió Nim—. Creo que sé qué ocurre. Pitonisas y ajedrecistas rusos te siguen y te susurran extrañas advertencias al oído. Los cadáveres caen del cielo. ¿Qué has comido hoy?

—Mmm. Un bocata y unos sorbos de leche.

—Paranoia provocada por la falta de alimento —diagnosticó Nim entusiasmado—. Recoge tus cosas. Dentro de cinco minutos pasaré a buscarte con mi coche. Comeremos como Dios manda y esas fantasías desaparecerán en un santiamén.

—No son fantasías —me defendí.

Me alegré de que Nim viniera a buscarme; por lo menos llegaría a casa sana y salva.

—Ya veremos —repuso—. Desde donde estoy te veo demasiado delgada. Aunque hay que reconocer que el traje rojo que llevas es muy elegante.

Eché un vistazo a mi despacho y luego miré hacia la calle. Las farolas acababan de encenderse y la acera estaba poblada de sombras. Vi una figura oscura en la cabina telefónica cercana a la parada del autobús. Levantó el brazo.

—A propósito, querida, si temes algún peligro, te aconsejo que dejes de pasearte junto a ventanas iluminadas cuando anochece. No es más que un consejo, claro está.

Dicho esto, colgó.

El Morgan verde oscuro de Nim estacionó delante de Con Edison. Salí corriendo y salté al asiento del acompañante, situado a la izquierda. El coche tenía estribos en los costados y suelo de madera, entre cuyas grietas se veía la calzada.

Nim vestía vaqueros desteñidos, una cara chaqueta de piel italiana y bufanda de seda blanca con flecos. El viento agitó su cabello cobrizo cuando arrancó. Me pregunté por qué tenía tantos amigos que en invierno preferían conducir sin capota. Cuando Nim guió por una calle, el tibio resplandor de las farolas pareció cubrir sus rizos de chispas doradas.

—Pasaremos por tu casa para que te pongas ropa de abrigo —dijo Nim—. Si te tranquiliza, entraré primero con un detector de minas.

Debido a un extraño capricho genético Nim tenía cada ojo de un color: uno castaño y el otro azul. Cuando me miraba, yo siempre tenía la impresión de que en realidad no me veía, lo que no me resultaba especialmente agradable.

Paramos delante de mi casa. Nim se apeó y saludó a Boswell, al tiempo que le ponía en la mano un billete de veinte dólares.

—Mi buen amigo, solo tardaremos unos minutos —dijo—. ¿Puede vigilar el coche mientras tanto? Es una reliquia familiar.

—Descuide, señor —respondió Boswell amablemente.

A continuación (quién iba a decirlo), rodeó el coche para ayudarme a bajar. Es extraordinario lo que hace el dinero.

Cogí el correo. Había llegado el sobre de Fulbright con los billetes. Nim y yo entramos en el ascensor y subimos.

Nim examinó la puerta de mi piso y declaró que, si alguien había entrado, lo había hecho con una llave. Como casi todos los apartamentos de Nueva York, el mío tenía una puerta reforzada con una plancha de acero de cinco centímetros de grosor y doble cerrojo de seguridad.

Nim caminó delante de mí por el vestíbulo en dirección al salón.

—Yo diría que una mujer de la limpieza una vez al mes haría maravillas aquí —comentó—. Aunque útil a los efectos de detección de delitos, no le encuentro otro fin a esta enorme colección de polvo y recuerdos.

Con un soplido levantó una nube de polvo de una pila de libros, cogió uno y lo hojeó.

Revolví en el armario hasta encontrar un pantalón de pana caqui y un jersey de pescador irlandés, de lana virgen. Cuando me dirigí hacia el baño para cambiarme, Nim estaba sentado en el taburete del piano y se entretenía tocando las teclas.

—¿Tocas alguna vez? —me preguntó a gritos—. Las teclas están limpias.

—Me especialicé en música —respondí desde el baño—. Los músicos son los mejores expertos en informática. Superan a la combinación de ingeniero y físico.

Sabía que Nim se había graduado en ingeniería y física. Mientras me cambiaba, se hizo el silencio en el salón. Cuando volví descalza, Nim estaba en medio de la sala, contemplando mi cuadro del hombre de la bicicleta, que yo había dejado de cara a la pared.

—Ten cuidado. Aún está húmedo —le avisé.

—¿Lo has pintado tú? —preguntó mirando el cuadro con atención.

—Es el origen de todos mis problemas. Pinto el cuadro y luego veo a un hombre idéntico a mi creación, así que lo sigo…

—¿Lo has seguido? —Nim me miró sobresaltado.

Me senté en el taburete del piano y empecé a narrarle la historia, comenzando por la llegada de Lily con Carioca. ¿De verdad había ocurrido el día anterior? Esta vez Nim no me interrumpió. De vez en cuando echaba un vistazo al cuadro y volvía a mirarme. Acabé hablándole de la pitonisa y de mi visita de la noche anterior al Fifth Avenue Hotel, donde averigüé que la anciana no existía. Cuando concluí el relato, Nim se quedó pensativo. Me levanté, fui al armario y busqué un chaquetón marinero y unas viejas botas de montar, que me puse por encima del pantalón de pana.

—Si no tienes inconveniente, me gustaría que me prestases el cuadro durante unos días —pidió Nim meditabundo. Había alzado el lienzo y lo sostenía delicadamente por el travesaño del bastidor—. ¿Todavía tienes el poema de la pitonisa?

—Está por aquí —dije señalando el caos de objetos.

—Echémosle un vistazo —propuso.

Suspiré y empecé a rebuscar en los bolsillos de los abrigos guardados en el armario. Al cabo de diez minutos por fin encontré la servilleta en la que Llewellyn había anotado la profecía.

Nim me arrancó el papel de la mano y se lo guardó en el bolsillo. Cogió la tela húmeda, me pasó el otro brazo por los hombros y caminamos hacia la puerta.

—No sufras por el cuadro. Te lo devolveré dentro de una semana.

—Puedes quedártelo. El viernes vendrán los encargados de la mudanza. Por eso te llamé. Este fin de semana dejo el país. Pasaré un año fuera. La empresa me envía al extranjero.

—Son unos negreros —declaró Nim—. ¿Adónde te mandan?

—A Argelia —respondí cuando llegamos a la puerta.

Nim se detuvo en seco y me miró. Luego se echó a reír.

—Querida jovencita, siempre me sorprendes. Durante cerca de una hora me has entretenido con historias de asesinatos, misterios e intrigas. Y lo cierto es que has omitido la cuestión principal.

Yo estaba estupefacta.

—¿Qué tiene que ver Argelia con todo esto?

Nim me cogió del mentón, alzó mi cara hacia la suya y preguntó:

—Dime una cosa, ¿has oído hablar del ajedrez de Montglane?

El recorrido del caballo

CABALLERO: Juegas al ajedrez, ¿verdad?

LA MUERTE: ¿Cómo lo sabes?

CABALLERO: Lo he visto en los cuadros y lo he oído en las canciones.

LA MUERTE: Sí, a decir verdad soy muy buena jugadora de ajedrez.

CABALLERO: Pero no eres mejor que yo.

Ingmar Bergman,

El séptimo sello

La salida de Manhattan estaba prácticamente vacía. Eran más de las siete y media de la tarde y el túnel amplificaba el potente ronroneo del motor del Morgan.

—Pensaba que íbamos a cenar —grité para hacerme oír.

—Sí, cenaremos en mi casa de Long Island —dijo Nim—, donde hago prácticas de caballero rural, aunque en esta época del año no se trabaja la tierra.

—¿Tienes una granja en Long Island? —pregunté.

Aunque parezca extraño, jamás había imaginado a Nim con una residencia fija. Tenía la costumbre de aparecer y desaparecer como un fantasma.

—Así es —respondió, y me miró en la penumbra con sus ojos de colores diferentes—. Tal vez seas la única persona viva que pueda dar testimonio de ello. Sabes que defiendo mi intimidad a brazo partido. Prepararé la cena yo mismo y después podrás quedarte a dormir.

—Me parece que vas muy rápido…

—Evidentemente es difícil confundirte con la razón o la lógica —dijo Nim—. Acabas de explicarme que corres peligro. En los dos últimos días has visto morir a dos hombres y te han advertido de que de alguna manera esas muertes tienen que ver contigo. ¿De veras quieres pasar la noche sola en tu apartamento?

—Mañana tengo que trabajar —me justifiqué.

—Ni soñarlo —declaró Nim con determinación—. Te mantendrás apartada de los sitios que sueles frecuentar hasta que lleguemos al fondo del asunto. Tengo unas cuantas ideas acerca de la cuestión.

Mientras el coche avanzaba por el campo y el viento silbaba, me arrebujé en la manta y escuché a Nim.

—En primer lugar, te hablaré del ajedrez de Montglane. Es una historia muy larga, pero empezaré diciendo que originalmente fue el ajedrez de Carlomagno…

—¡Ah! —exclamé, y me enderecé en el asiento—. Ya me lo han contado. Cuando Llewellyn, el tío de Lily Rad, se enteró de que me enviaban a Argelia, me habló del tema. Quiere que le consiga algunas piezas.

—No me sorprende. —Nim rió—. Son muy raras y valen una fortuna. Casi nadie cree en su existencia. ¿Cómo llegó a conocerlas Llewellyn? ¿Por qué supone que están en Argelia?

Aunque Nim había empleado un tono ligero, noté que estaba pendiente de mi respuesta.

—Llewellyn se dedica a las antigüedades. Tiene un cliente que quiere esas piezas al precio que sea. Disponen de un contacto que sabe dónde están.

—Lo dudo —opinó Nim—. Según la leyenda, llevan más de un siglo enterradas y antes de eso habían permanecido ocultas durante un milenio…

Mientras avanzábamos en medio de la negra noche, Nim me contó una peregrina historia sobre reyes moros y monjas francesas, sobre un extraño poder que durante siglos habían buscado aquellos que comprendían la naturaleza del poder. Por último, explicó que el ajedrez completo había desaparecido y nadie había vuelto a verlo. Agregó que se creía que estaba escondido en Argelia, aunque ignoraba el porqué.

Cuando concluyó el inverosímil relato, el coche descendía por una pronunciada pendiente poblada de frondosos árboles. Cuando la carretera volvió a ascender, vimos la lechosa luna suspendida sobre el mar. Oí los gritos de los mochuelos en las ramas. Tuve la sensación de que estábamos muy lejos de Nueva York.

—En resumen —dije con un suspiro, asomando la nariz por encima de la manta—, le dije a Llewellyn que no contara conmigo, que se equivocaba al suponer que intentaría pasar de contrabando un trebejo de ese tamaño, una pieza de oro salpicada de diamantes y rubíes…

El coche giró bruscamente y estuvimos a punto de caer al mar. Nim frenó y logró dominarlo.

—¿Tenía una pieza? —preguntó—. ¿Te la mostró?

—No —contesté, intrigada por su reacción—. Tú mismo has dicho que desaparecieron hace un siglo. Me enseñó la foto de una reproducción en marfil. Creo que está en la Biblioteca Nacional de París.

—Comprendo —murmuró Nim, más sereno.

—No entiendo qué tiene que ver todo esto con Solarin y los asesinatos —observé.

—Te lo explicaré, pero tienes que prometerme que no se lo comentarás a nadie.

—Llewellyn dijo exactamente lo mismo.

Nim me miró con recelo.

—Tal vez te muestres más cautelosa si te digo que el motivo por el que Solarin se puso en contacto contigo, y el motivo por el que te han amenazado, puede que guarde relación con esos trebejos.

—¡Qué disparate! Jamás había oído hablar de ellos. Apenas sé nada. No tengo nada que ver con este juego de locos.

—Sin embargo, es posible que alguien crea que tienes algo que ver —afirmó Nim muy serio, mientras el coche avanzaba por la costa en la oscuridad.

La carretera describía una curva y se alejaba del mar. Avanzábamos entre grandes fincas cercadas por setos bien cuidados de tres metros de altura. De vez en cuando la luz de la luna me permitía atisbar mansiones señoriales que se alzaban en medio de vastos jardines nevados. Nunca había visto nada semejante cerca de Nueva York. El lugar me recordaba las novelas de Scott Fitzgerald.

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