El ocho (20 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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La abadesa tendió la mano por encima de la mesa para enseñar la palma a su amiga. Cerca de la muñeca, las líneas de la vida y el destino se unían para formar un ocho. En medio de un silencio glacial Catalina lo observó y siguió lentamente la figura con la yema de los dedos.

—Deseas brindarme tu protección, pero a mí me protege un poder superior al tuyo —explicó la abadesa con calma.

—¡Lo sabía! —exclamó Catalina con voz ronca, y apartó la mano de su amiga—. Todo este sermón sobre los principios elevados solo significa una cosa: ¡has hecho un pacto sin consultarme! ¿En quién has depositado tu confianza? ¡Dime su nombre! ¡Te lo ordeno!

—Encantada. —La abadesa sonrió—. En Aquel que puso esta señal en mi mano. Y con esta señal soy soberana absoluta. Mi querida Figchen, serás la zarina de todas las Rusias, pero te ruego que no olvides quién soy yo. Y quién me eligió. Recuerda que Dios es el supremo gran maestro de ajedrez.

La rueda de caballero

El rey Arturo tuvo el sueño maravilloso que a continuación se relata: parecía estar sentado sobre un cojín, en una silla sujeta a una rueda, y sobre ella se hallaba el rey Arturo con la vestimenta de oro más rica… súbitamente el rey quedó boca abajo a causa de un giro de la rueda, cayó entre las serpientes y cada bestia lo sujetó de una extremidad. Entonces el rey gritó: «Socorro», mientras dormía en su lecho.

Sir Thomas Malory,

Le morte d'Arthur

Regnabo, Regno, Regnavi, Sum sine regno.
(Reinaré, reino, he reinado, carezco de reino.)
Inscripción en la rueda de la fortuna del tarot

La mañana del lunes posterior al torneo de ajedrez me levanté adormilada, guardé la cama en su hueco de la pared y me fui a la ducha para prepararme para una nueva jornada en Con Edison.

Frotándome con el albornoz caminé descalza por el pasillo y busqué el teléfono entre la colección de objetos decorativos. Después de la cena con Lily en el Palm y del extraño acontecimiento que le siguió, había llegado a la conclusión de que éramos un par de peones en el juego de otra persona, y decidí incorporar algunas piezas influyentes a mi lado del tablero. Tenía muy claro por dónde debía empezar.

Durante la cena Lily y yo habíamos coincidido en que la advertencia de Solarin guardaba relación con los inquietantes sucesos de la jornada, pero a partir de ese punto nuestras opiniones divergían. Ella estaba segura de que Solarin se encontraba detrás de todo lo ocurrido.

—En primer lugar, Fiske muere en extrañas circunstancias —dijo Lily mientras estábamos sentadas a una mesa de madera rodeada de palmeras—. ¿Cómo podemos estar seguras de que no lo mató Solarin? En segundo lugar, Saul desaparece dejando mi coche y mi perro a merced de posibles gamberros. Es evidente que lo han secuestrado, ya que él jamás habría abandonado su puesto.

—Eso está claro —confirmé con una sonrisa mientras la veía devorar una gruesa tajada de carne poco hecha.

Sabía que Saul no se atrevería a presentarse ante Lily a menos que le hubiese ocurrido algo espantoso. A continuación Lily se zampó una generosa ensalada y tres cestos de pan mientras seguíamos charlando.

—Después alguien dispara contra nosotras —añadió con la boca llena—. Estamos de acuerdo en que el proyectil salió de las ventanas abiertas de la sala de juego.

—Hubo dos disparos —precisé—. Es posible que alguien disparara a Saul y lo asustara antes de nuestra llegada.

—El caso es que he descubierto no solo el método y los medios, sino también el motivo —declaró Lily con la boca llena de pan, sin prestarme la menor atención.

—¿De qué hablas?

—Sé por qué Solarin actúa de esta manera infame. Lo he deducido entre el primer chuletón y la ensalada.

—Ilumíname.

Oí cómo Carioca arañaba los objetos de Lily en el bolso y supuse que los demás comensales no tardarían en notarlo.

—¿Te acuerdas del escándalo de España? —preguntó.

Me devané los sesos intentando recordar.

—¿Cuando obligaron a Solarin a regresar a Rusia, hace algunos años? —Lily asintió. Añadí—: Me lo contaste tú.

—Tuvo que ver con una fórmula —dijo Lily—. Verás, Solarin abandonó muy pronto el ajedrez competitivo. Solo participaba en torneos muy de tarde en tarde. Aunque ya era gran maestro, había estudiado física, profesión con la que se gana la vida. Durante el torneo de España Solarin hizo una apuesta con otro jugador y se comprometió a darle cierta fórmula secreta si perdía.

—¿Qué fórmula?

—No tengo ni idea. El caso es que los rusos se asustaron cuando la prensa informó de la apuesta. Solarin desapareció de la noche a la mañana y hasta ahora no se sabía nada de él.

—¿Una fórmula física?

—Tal vez la fórmula de un arma secreta. Eso lo explicaría todo, ¿no te parece? —Aunque para mí no explicaba nada, dejé que siguiera divagando—. Temiendo que Solarin volviera a hacer lo mismo en este torneo, el KGB decidió intervenir, se cargó a Fiske e intentó asustarme. ¡Si Fiske o yo le hubiéramos ganado, Solarin tendría que habernos entregado la fórmula secreta!

Lily estaba encantada porque su explicación parecía cuadrar con los hechos, pero a mí no me convencía.

—Es una buena teoría —coincidí—, pero quedan algunos cabos sueltos. Por ejemplo, ¿qué ha sido de Saul? ¿Por qué los rusos permitieron a Solarin salir del país si sospechaban que intentaría la misma maniobra, suponiendo que se trate de una maniobra? ¿Y por qué diablos querría Solarin entregaros a ti o al viejo chocho de Fiske, que en paz descanse, la fórmula de un arma?

—De acuerdo, no todo encaja —reconoció Lily—, pero al menos es un punto de partida.

—Como afirmó en cierta ocasión Sherlock Holmes: «Es un craso error elaborar teorías antes de contar con los datos». Propongo que investiguemos a Solarin. De todas maneras, sigo pensando que deberíamos presentar una denuncia. Al fin y al cabo, dos orificios de bala demuestran nuestras sospechas.

—Jamás aceptaré que soy incapaz de resolver un misterio por mí misma —exclamó Lily muy alterada—. Estrategia es mi segundo nombre.

Después de palabras acaloradas y de compartir un helado bañado con chocolate caliente, decidimos dejar de vernos durante unos días e investigar los antecedentes y el modus operandi de Solarin.

El entrenador de ajedrez de Lily había sido gran maestro. Pese a que tenía que practicar mucho antes de la partida del martes, Lily pensó que durante los entrenamientos podría sonsacarle alguna información sobre la personalidad de Solarin. También procuraría averiguar qué había sido de Saul. En el caso de que no lo hubiesen secuestrado (lo que sería un chasco para ella, pues le encantaban las situaciones dramáticas), se enteraría por boca del chófer de las razones que lo habían llevado a abandonar su puesto.

Yo tenía mis propios planes, pero en ese momento no me apetecía compartirlos con Lily Rad.

En Manhattan tenía un amigo que era incluso más misterioso que el esquivo Solarin. No figuraba en el listín telefónico ni tenía señas conocidas. Aunque contaba poco más de treinta años, era una de las leyendas de la informática y había escrito textos de referencia sobre el tema. Había sido mi mentor en el mundo de la informática cuando tres años antes llegué a Nueva York, y en el pasado me había sacado de varios apuros. Su nombre, cuando le venía en gana utilizarlo, era doctor Ladislaus Nim.

Nim no solo era un genio de la informática, sino también un experto en ajedrez. Se había enfrentado a Reshevsky y a Fischer y había hecho un buen papel. Sin embargo, destacaba sobre todo por sus vastísimos conocimientos sobre el juego, motivo por el cual yo quería encontrarlo. Sabía de memoria todas las partidas de la historia del campeonato mundial de ajedrez. Era una enciclopedia ambulante en lo concerniente a las vidas de los grandes maestros. Cuando se proponía ser encantador, hacía las delicias de cualquiera contando durante horas anécdotas sobre la historia del ajedrez. Estaba segura de que él lograría entrelazar los hilos de la trama que yo creía tener en mis manos. Solo necesitaba dar con él.

Pero querer encontrarlo y conseguirlo eran dos cosas muy distintas. Su servicio de mensajes telefónicos hacía que el KGB y la CIA parecieran meros cotillas. Cuando llamabas, los telefonistas ni siquiera reconocían saber quién era Nim, y yo llevaba semanas intentando dar con él.

Había intentado localizarlo para despedirme de él cuando supe que me iba al extranjero, pero ahora necesitaba ponerme en contacto con él no solo por mi pacto con Lily Rad, sino porque tenía la certeza de que aquellos acontecimientos aparentemente inconexos —la muerte de Fiske, la advertencia de Solarin y la desaparición de Saul— estaban relacionados. Estaban relacionados conmigo.

Lo sabía porque a medianoche, cuando me separé de Lily en el Palm, decidí iniciar la investigación. En lugar de volver a casa, tomé un taxi hasta el Fifth Avenue Hotel para enfrentarme a la pitonisa que, tres meses antes, me había hecho la misma advertencia que Solarin esa tarde. Aunque la advertencia del ruso se había visto inmediatamente acompañada de pruebas contundentes, ambos se habían expresado en términos muy semejantes, lo que me parecía demasiada casualidad. Quería encontrar una explicación.

Por eso necesitaba hablar con la pitonisa de inmediato, sin más tardanza. Pues bien, en el Fifth Avenue Hotel no había ninguna pitonisa. Hablé durante más de media hora con el encargado del bar, que llevaba quince años empleado allí, y me aseguró una y otra vez que en ese establecimiento nunca había trabajado una pitonisa, ni siquiera en Nochevieja. La mujer que había sabido que yo acudiría al hotel en Nochevieja, que había esperado a que Harry me telefoneara al centro de datos, que me había dicho la buenaventura, que había empleado las mismas palabras que Solarin tres meses después, la mujer que incluso conocía mi fecha de nacimiento, lisa y llanamente nunca había existido.

Claro que había existido. Contaba con tres testigos oculares para demostrarlo. Pero a esas alturas hasta mi propio testimonio se tornaba sospechoso a mis oídos.

Así pues, el lunes por la mañana, mientras el pelo mojado me empapaba el albornoz, desenterré el teléfono y por enésima vez intenté comunicar con Nim. Esta vez me aguardaba una buena sorpresa.

Cuando llamé a su servicio, en la línea apareció un mensaje grabado por la compañía telefónica de Nueva York, en el que explicaban que el número había cambiado por otro con prefijo de Brooklyn. Marqué el que me indicaban, sorprendida de que Nim hubiese optado por un nuevo servicio. Al fin y al cabo, yo era una de las tres personas que tenían el honor de conocer el número antiguo. Al parecer todas las precauciones eran pocas.

Recibí la segunda sorpresa cuando el servicio de mensajes contestó a mi llamada.

—Rockaway Greens Hall —dijo la mujer que respondió.

—Quería hablar con el doctor Nim.

—Me temo que aquí no hay nadie con ese nombre —repuso con suma educación.

El trato era amable en comparación con las desagradables negativas que solía recibir del antiguo servicio de mensajes de Nim. Sin embargo, las sorpresas no habían acabado.

—Quiero hablar con el doctor Nim, con el doctor Ladislaus Nim —repetí—. El servicio de información de Manhattan me ha dado este número.

—¿Es un nombre… de hombre? —preguntó la mujer conteniendo el aliento.

—Sí —respondí con cierta impaciencia—. ¿Puedo dejarle un mensaje? Es muy importante que me ponga en contacto con él.

—Señora —dijo la mujer, cuya voz había adoptado un tono frío—, ¡está hablando con un convento de carmelitas! ¡Alguien le ha gastado una broma! —Colgó.

Sabía que a Nim le gustaba aislarse, pero eso era demasiado. Presa de una furia incontrolable, decidí mover cielo y tierra para encontrarlo de una vez por todas. Vi que iba a llegar tarde al trabajo, de modo que cogí el secador y empecé a secarme el pelo mientras caminaba de un extremo a otro de la sala pensando qué podía hacer. Por fin se me ocurrió una idea.

Hacía varios años Nim había instalado buena parte del sistema informático de la Bolsa de Nueva York. Seguramente quienes usaban esos ordenadores lo conocían. Hasta era posible que Nim pasara de vez en cuando por allí para contemplar su obra. Telefoneé al director de personal.

—¿El doctor Nim? —dijo—. Jamás lo he oído nombrar. ¿Está segura de que ha trabajado aquí? Llevo tres años en la Bolsa y nunca he oído ese nombre.

—Muy bien, ya estoy hasta el gorro —dije fuera de mis casillas—. Quiero hablar con el presidente. Dígame quién es.

—La… Bolsa… de… Nueva… York… no… tiene… presidente —me informó con tono burlón.

¡Mierda!

—¿Y qué tiene entonces? —vociferé—. Alguien tiene que dirigir las cosas.

—Contamos con un síndico —respondió molesto, y me dio su nombre.

—Perfecto, le ruego que me pase con él.

—De acuerdo, señora. Supongo que sabe lo que hace.

Claro que lo sabía. La secretaria del síndico fue muy atenta, y supe que iba por buen camino por la forma en que sorteó mis preguntas.

—¿El doctor Nim? —preguntó con voz de viejecita—. No… no, creo que nunca he oído ese nombre. En este momento el síndico se encuentra en el extranjero. ¿Quiere dejarle un mensaje?

—Sí —espeté. Era lo máximo que podía esperar, como sabía de mi prolongada experiencia con el hombre misterioso—. Si tiene noticias del doctor Nim, dígale por favor que la señorita Velis espera su llamada en el convento de Rockaway Greens. Dígale también que, si por la noche no he sabido nada de él, me veré obligada a pronunciar los votos.

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