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Authors: Katherine Neville

El ocho (19 page)

BOOK: El ocho
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Una vez superada su reserva inicial, el doctor Euler pasaba mucho tiempo conmigo. Entre nosotros surgió un profundo cariño. Reconoció que deseaba que me quedara en la corte de Berlín para tomarme como discípula de matemáticas, campo en el que al parecer yo prometía. Por supuesto, era imposible.

Euler llegó a admitir que no sentía demasiado afecto por su protector, el emperador Federico. Tenía un buen motivo, aparte del hecho de que Federico era incapaz de comprender los conceptos matemáticos. Euler me reveló la razón el último día de mi estancia en Berlín.

—Mi querida amiga —dijo aquella fatídica mañana en que fui al laboratorio para despedirme. Recuerdo que Euler estaba limpiando una lente con su pañuelo de seda, algo que solía hacer cuando analizaba un problema—. En los últimos días os he observado con suma atención y estoy persuadido de que puedo confiaros lo que voy a decir. Empero, los dos correremos un gran peligro si mencionáis estas palabras a la ligera.

Aseguré al doctor Euler que protegería con mi vida sus confidencias y, para mi sorpresa, repuso que tal vez me viera obligada a hacerlo.

—Sois joven, carecéis de poder y sois mujer —afirmó—. Por estos motivos Federico os ha escogido como su instrumento en el enorme y oscuro imperio que es Rusia. Tal vez ignoréis que, desde hace veinte años, la gran nación ha estado gobernada exclusivamente por mujeres: Catalina I, viuda de Pedro el Grande; Ana Ivanovna, hija de Iván; Ana de Mecklemburgo, regente de su hijo Iván VI, y ahora Isabel Petrovna, hija de Pedro. Si vos seguís esta poderosa tradición, correréis graves peligros.

Escuché educadamente al caballero, aunque llegué a sospechar que el sol le había ofuscado algo más que la vista de un ojo.

—Hay una sociedad secreta cuyos miembros consideran que su misión en la vida consiste en modificar el curso de la civilización —me explicó. Estábamos en su laboratorio, rodeados de telescopios, microscopios y viejos libros repartidos por las mesas de caoba y cubiertos por pilas desordenadas de papeles. El sabio prosiguió—: Aunque esos hombres afirman ser científicos y arquitectos, en realidad son místicos. Os diré todo cuanto sé de ellos porque tal vez pueda serviros de gran ayuda.

»Corría el año 1271 cuando el príncipe Eduardo de Inglaterra, hijo de Enrique III, navegaba por la costa del norte de África para combatir en las cruzadas. Desembarcó en Acre, ciudad antiquísima cercana a Jerusalén. Apenas sabemos qué hizo en esas tierras, salvo que participó en varias batallas y se reunió con los grandes caudillos musulmanes. Al año siguiente, fue llamado a Inglaterra, a la muerte de su padre. Apenas llegó, fue coronado como Eduardo I. Lo demás se sabe por los libros de historia. Lo que no se sabe es que Eduardo volvió de África con algo.

—¿Con qué? —Me moría de curiosidad.

—Con un gran secreto, un secreto que se remonta a los albores de la civilización —respondió Euler—. Pero no adelantemos acontecimientos.

»A su regreso Eduardo creó en Inglaterra una sociedad formada por hombres que al parecer compartían su secreto. Aunque no sabemos casi nada de ellos, hasta cierto punto podemos seguir sus movimientos. Sabemos que, después de la dominación de los escoceses, dicha sociedad se extendió a Escocia y durante una temporada permaneció inactiva. Cuando a principios de este siglo los jacobitas huyeron de Escocia, trasladaron a Francia la sociedad y sus doctrinas. El gran escritor francés Montesquieu fue adoctrinado en las enseñanzas de la cofradía durante una estancia en Inglaterra, y con su apoyo, en 1734 se creó la Loge des Sciences en París. Cuatro años después, antes de convertirse en soberano de Prusia, nuestro Federico el Grande se inició en la sociedad secreta en Brunswick. Ese mismo año, el papa Clemente XII publicó una bula en la que condenaba el movimiento, que para entonces se había extendido por Italia, Prusia, Austria y los Países Bajos, por no hablar de Francia. A esas alturas la sociedad era tan fuerte que el Parlamento de la católica Francia se negó a aceptar la bula papal.

—¿Por qué me contáis todo esto? —pregunté al doctor Euler—. Aunque comprendiera los fines con que sueñan esos hombres, ¿qué tienen que ver conmigo? ¿Qué puedo hacer? Aspiro a grandes cosas, pero no soy más que una niña.

—Por lo que sé sobre sus objetivos, esos hombres pueden vencer al mundo si nadie los derrota —susurró Euler—. Vos sois ahora una niña, en efecto, pero pronto os convertiréis en la esposa del próximo zar de Rusia, el primer soberano varón en dos décadas. Debéis escuchar mis palabras, grabarlas en vuestra mente. —Me cogió del brazo—. Unas veces se hacen llamar hermandad de francmasones y otras, rosacruces o masones. Sea cual sea el nombre que adoptan, tienen algo en común: su origen está en el norte de África. Cuando el príncipe Eduardo creó la sociedad en suelo occidental, la denominaron Orden de los Arquitectos de África. Creen que sus antepasados eran los arquitectos de antiguas civilizaciones, que cortaron y colocaron las piedras de las pirámides de Egipto, construyeron los jardines colgantes de Babilonia, así como la torre y las puertas de Babel. Conocían los misterios de la antigüedad. Sin embargo, yo estoy convencido de que fueron arquitectos de algo más, de algo más reciente y acaso más poderoso que cualquier…

Euler se interrumpió y me miró de un modo que nunca olvidaré. Me da miedo aun hoy, cerca de medio siglo después, como si hubiese ocurrido hace unos minutos. Lo veo con aterradora intensidad incluso en sueños, y me parece notar su aliento sobre la nuca cuando se inclinó para susurrarme al oído:

—Estoy convencido de que fueron los artífices del ajedrez de Montglane y de que se consideran sus legítimos herederos.

Cuando Catalina concluyó el relato, la abadesa y ella permanecieron en silencio en la gran biblioteca del Hermitage, a la que habían llevado el manuscrito de Voltaire. Había una inmensa mesa, y estanterías de nueve metros de alto, llenas de libros, cubrían las paredes. Catalina observó a la abadesa como el gato vigila al ratón.

La abadesa miraba por las amplias ventanas que daban al jardín, donde el escuadrón de la Guardia Imperial movía los pies y se echaba el aliento en las manos para protegerse del frío aire matinal.

—Mi difunto marido era partidario de Federico el Grande de Prusia —añadió Catalina en voz baja—. Pedro solía vestir uniforme prusiano en la corte de San Petersburgo. La noche de bodas, desplegó soldaditos prusianos sobre el tálamo y me obligó a pasar revista a las tropas. Cuando Federico introdujo en Prusia la Orden de los Masones, Pedro se unió al movimiento y empeñó su vida en apoyarlo.

—Por eso derrocaste a tu esposo, lo encarcelaste y organizaste su asesinato —comentó la abadesa.

—Era un fanático peligroso —reconoció Catalina—, pero no tuve nada que ver con su muerte. Seis años después, en 1768, Federico creó en Silesia la Gran Logia de Arquitectos Africanos. El rey Gustavo de Suecia se sumó y, pese a los esfuerzos de María Teresa por echar de Austria a esa gentuza, su hijo José II también se unió a la sociedad. Cuando me enteré de dichos acontecimientos, mandé traer a Rusia a mi amigo, el doctor Euler. Para entonces el anciano matemático estaba totalmente ciego, pero no había perdido su clarividencia. A la muerte de Voltaire, Euler me presionó para que comprara su biblioteca, pues contenía importantes documentos con los que soñaba Federico el Grande. Cuando por fin logré trasladarla a San Petersburgo, encontré esto. Lo he guardado para mostrártelo.

La zarina extrajo un pergamino del manuscrito de Voltaire y se lo entregó a la abadesa, que lo desplegó con sumo cuidado. Federico, príncipe regente de Prusia, se lo había enviado a Voltaire, y estaba fechado en el mismo año en que aquel ingresó en la Orden de los Masones:

Monsieur, nada deseo más que poseer todos vuestros escritos… Si entre vuestros manuscritos hay alguno que deseáis ocultar de los ojos del público, me comprometo a guardarlo en el más profundo secreto…

La abadesa alzó la cabeza con expresión distraída. Dobló lentamente la carta y se la devolvió a Catalina, que la guardó en su escondite.

—¿No está claro que se refiere al diario del cardenal Richelieu descifrado por Voltaire? —preguntó la zarina—. Buscaba esa información desde el instante en que se unió a la orden secreta. Supongo que ahora me creerás…

Catalina cogió el último tomo encuadernado en piel y lo hojeó hasta llegar casi al final. Leyó en voz alta las palabras que la abadesa ya había grabado en su mente, las mismas que el cardenal Richelieu, muerto hacía tanto tiempo, se había esforzado denodadamente por escribir con un código que solo él conocía:

Pues al fin he averiguado que el secreto descubierto en la antigua Babilonia, el secreto transmitido a los imperios persa e indio y conocido únicamente por unos pocos elegidos, era en realidad el secreto del ajedrez de Montglane.

Este secreto, como el sagrado nombre de Dios, jamás debe representarse mediante ninguna escritura. Secreto tan poderoso que ha provocado el ocaso de civilizaciones y la muerte de reyes no debe comunicarse jamás a nadie, salvo a los iniciados de las órdenes sagradas, a hombres que hayan superado las pruebas y prestado juramento. Este saber es tan terrible que solo puede confiarse a las más altas jerarquías de la élite.

Estoy convencido de que el secreto se convirtió en una fórmula y que dicha fórmula fue el motivo del declive de reinos a lo largo de los siglos, reinos que en el presente solo aparecen como leyendas en nuestra historia. Los moros, pese a estar iniciados en el saber secreto, y a pesar de lo mucho que le temían, transcribieron la fórmula en el ajedrez de Montglane. Incorporaron los símbolos sagrados a las casillas del tablero y a las piezas, pero mantuvieron la clave que solo los verdaderos maestros del juego podían utilizar para desvelar el secreto.

Esta información procede de la lectura que he realizado de los antiguos manuscritos recogidos en Chalons, Soissons y Tours y yo mismo los he traducido.

Que Dios se apiade de nuestras almas.

Ecce Signum,

ARMAND-JEAN DU PLESSIS,

duque de Richelieu y vicario

de Lucon, Poitou y París,

cardenal de Roma,

primer ministro de Francia.

Anno Domini 1642

—Según sus memorias, el cardenal de hierro pensaba viajar pronto al obispado de Montglane —añadió Catalina cuando terminó la lectura—, pero, como sabes, murió en diciembre de aquel año, después de sofocar la insurrección del Rosellón. ¿Podemos dudar de que estaba enterado de la existencia de esas sociedades secretas o de que pretendía apoderarse del ajedrez de Montglane antes de que cayera en manos de otro? El objetivo de todos sus actos era el poder. ¿Por qué iba a cambiar a tan provecta edad?

—Mi querida Figchen, estás en lo cierto —reconoció la abadesa con una leve sonrisa que no permitía entrever la inquietud que se había desatado en su interior al oír esas palabras—, pero esos hombres han muerto. Quizá buscaron en vida, pero no encontraron nada. ¿No me dirás que temes a los fantasmas de los difuntos?

—¡Los fantasmas pueden levantarse de sus tumbas! —exclamó Catalina—. Hace quince años las colonias británicas de América se libraron del yugo del imperio. ¿Quiénes participaron? Hombres apellidados Washington, Jefferson, Franklin… ¡todos masones! Hoy el rey de Francia está en las mazmorras y su corona está a punto de rodar con su cabeza. ¿Quiénes están detrás de todo esto? Lafayette, Condorcet, Danton, Desmoulins, Brissot, Sieyès y los hermanos del monarca, incluido el duque de Orleans… ¡masones todos ellos!

—No es más que una coincidencia… —comenzó a decir la abadesa, pero Catalina la interrumpió.

—¿También es una coincidencia que, de todos los hombres que intenté utilizar para que se aprobara la ley de confiscación, el único que aceptó mis condiciones fue ni más ni menos que Mirabeau, miembro de la masonería? Claro que ignoraba que yo pensaba arrebatarle el tesoro en cuanto aceptara mi soborno.

—¿El obispo de Autun se negó? —preguntó la abadesa con una sonrisa, mirando a su amiga por encima de las abultadas carpetas—. ¿Qué motivos esgrimió?

—La cifra que solicitó a cambio de colaborar conmigo era exorbitante —respondió la zarina, malhumorada, y se puso en pie—. Ese hombre sabía más de lo que estaba dispuesto a decirme. ¿Sabías que los miembros de la Asamblea apodan a Talleyrand el Gato de Angora? Ronronea pero saca las uñas. No confío en él.

—¿Confías en un hombre al que puedes sobornar y desconfías de aquel que no se deja tentar? —preguntó la abadesa.

Mirando a su amiga con tristeza, se recogió el hábito y se levantó. Se volvió como si tuviera intención de marcharse.

—¿Adónde vas? —preguntó alarmada la zarina—. ¿No comprendes por qué actué como lo hice? Te ofrezco mi protección. Soy soberana del mayor país del orbe. Pongo todo mi poder en tus manos.

—Sofía, agradezco tu ofrecimiento, pero yo no temo a esos hombres tanto como tú —declaró la abadesa serenamente—. Estoy dispuesta a aceptar que, como dices, son místicos, puede que hasta revolucionarios. ¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez esas sociedades de místicos que has estudiado tan a fondo tengan en mente un propósito que tú ignoras?

—¿Qué insinúas? —preguntó la zarina—. Por sus actos es evidente que desean derribar las monarquías. ¿Acaso tienen otro objetivo que no sea controlar el mundo?

—Tal vez su objetivo sea liberar el mundo. —La abadesa sonrió—. De momento no tengo pruebas suficientes para pronunciarme al respecto, pero dispongo de datos para decir lo siguiente: de tus palabras deduzco que te sientes impulsada a cumplir el destino escrito en tu mano desde que naciste, las tres coronas de tu palma. Y yo debo cumplir el mío.

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