El ocho (18 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—¿Tanto te he escandalizado que has enmudecido? —preguntó Catalina entre risas.

—Mi querida Sofía, creo que te encanta escandalizar —afirmó la abadesa—. Sin duda recordarás que, con solo cuatro años, al ser presentada en la corte del rey Federico Guillermo de Prusia te negaste a besar el borde de su casaca.

—¡Le dije que el sastre le había dejado demasiado corta la chaqueta! —exclamó Catalina, y rió hasta que se le saltaron las lágrimas—. Mi madre se puso furiosa. El rey le comentó que yo era demasiado audaz.

La abadesa sonrió benévola a su amiga.

—¿Recuerdas la ocasión en que el canónigo de Brunswick nos leyó la palma de la mano para predecirnos el futuro? —preguntó con voz queda—. En la tuya vio tres coronas.

—Lo recuerdo perfectamente. A partir de aquel día no me cupo la menor duda de que reinaría sobre un vasto imperio. Siempre he creído en las profecías que se avienen a mis propios deseos.

Catalina sonrió. Su amiga, en cambio, estaba seria.

—¿Recuerdas qué vio el canónigo en la palma de mi mano? —preguntó la abadesa.

Catalina guardó silencio unos segundos antes de decir:

—Lo recuerdo como si fuera ayer. Por ese motivo tenía tantos deseos de que llegaras. No puedes imaginar mi impaciencia al ver que tardabas tanto… —Se interrumpió titubeante y por fin preguntó—: ¿Las tienes?

La abadesa metió las manos en los pliegues de su hábito para llegar a la gran faltriquera de piel que llevaba atada a la cintura. Sacó la pesada estatuilla de oro tachonada de piedras preciosas, que representaba una figura vestida con una larga túnica y sentada en un pequeño pabellón con las colgaduras descorridas. Se la entregó a Catalina, que, incrédula, la cogió con las manos ahuecadas y la giró lentamente.

—La dama negra —susurró la abadesa, mientras estudiaba con atención la expresión de Catalina.

La zarina cerró las manos sobre el trebejo de oro y piedras preciosas, se lo acercó al pecho y miró a la abadesa.

—¿Y las otras piezas?

Algo en su tono de voz puso en guardia a la abadesa.

—Están a buen recaudo, en un sitio donde no pueden hacer daño a nadie —respondió.

—¡Mi amada Hélène, debemos reunirlas de inmediato! Ya conoces el poder de este ajedrez. En manos de un monarca benévolo, nada será imposible gracias a estas piezas…

—Sabes que durante cuarenta años he desoído tus súplicas de que buscara el ajedrez de Montglane, de que lo sacara de los muros de la abadía —la interrumpió la abadesa—. Ahora te explicaré el porqué. Conozco desde siempre el emplazamiento del ajedrez… —Alzó la mano al ver que Catalina estaba a punto de proferir una exclamación—. También sé desde siempre el peligro que supone sacarlo de su escondite. Semejante tentación solo podría confiarse a un santo. Y tú, mi querida Figchen, no eres precisamente una santa.

—¿Qué quieres decir? —exclamó la zarina—. He unido una nación fragmentada, he traído la ilustración a un pueblo ignorante. He acabado con la peste, construido hospitales y escuelas, eliminado las facciones en guerra que podían dividir Rusia y convertirla en víctima de sus enemigos. ¿Insinúas que soy una tirana?

—Solo pensaba en tu bienestar —afirmó la abadesa sin alterarse—. Estas piezas pueden ofuscar hasta a los más lúcidos. No olvides que el ajedrez de Montglane estuvo a punto de dividir el Imperio franco. A la muerte de Carlomagno, sus hijos fueron a la guerra por estas piezas…

—No fue más que una escaramuza territorial —replicó Catalina—. No entiendo qué relación hay entre ambas cuestiones.

—Solo la firmeza de la Iglesia católica en Europa central ha mantenido en secreto durante tanto tiempo esta fuerza maligna. Cuando llegó la noticia de que Francia había aprobado una ley para confiscar los bienes de la Iglesia, supe que mis peores temores se harían realidad. Cuando me enteré de que los soldados franceses se dirigían a Montglane, no tuve la menor duda. ¿Por qué Montglane? Estábamos lejos de París, escondidas en el corazón de las montañas. Cerca de la capital había abadías más ricas, en las que sería más fácil obtener el botín. Pero no. Buscaban el ajedrez. Me dediqué a hacer minuciosos cálculos para sacar el ajedrez de los muros de la abadía y dispersarlo por Europa de tal modo que en muchos años no pueda reunirse…

—¡Lo has dispersado! —vociferó la zarina. Se incorporó de un salto con el trebejo apretado contra el pecho y deambuló por la estancia como un animal enjaulado—. ¿Cómo te has atrevido a hacer semejante cosa? ¡Debiste acudir a mí, pedirme ayuda!

—¡Ya te he dicho que no podía! —repuso la abadesa con voz quebrada y cansada por el largo viaje—. Me enteré de que había otras personas que conocían el emplazamiento del ajedrez. Alguien, tal vez una potencia extranjera, sobornó a algunos miembros de la Asamblea francesa para que aprobaran la ley de confiscación y centró su atención en Montglane. ¿No es demasiada casualidad que dos de los hombres que esa oscura potencia intentó sobornar fueran el gran orador Mirabeau y el obispo de Autun? Uno es el autor del proyecto de ley, y el otro, su defensor más ardiente. Cuando en abril cayó enfermo Mirabeau, el obispo no se apartó del lecho del moribundo hasta que exhaló su último suspiro. Sin duda estaba desesperado por apoderarse de cualquier documento que pudiera incriminarlos.

—¿Cómo has averiguado todo esto? —murmuró Catalina.

Caminó hasta la ventana y contempló el horizonte, donde se acumulaban las nubes de nieve.

—Porque tengo la correspondencia que intercambiaron —respondió la abadesa. Ambas mujeres guardaron silencio unos instantes. Bajo la luz menguante del crepúsculo, la abadesa añadió—: Antes me has preguntado qué me retuvo tanto tiempo en Francia; ahora ya lo sabes. Tenía que averiguar quién me había forzado a actuar, quién me había obligado a sacar de su escondite milenario el ajedrez de Montglane. Tenía que averiguar qué enemigo me había acechado como un cazador hasta que abandoné la protección de la Iglesia y crucé el continente en busca de un refugio seguro para el tesoro confiado a mi cuidado.

—¿Has averiguado el nombre de la persona que buscas? —preguntó Catalina con cautela, volviéndose para mirar a la abadesa.

—Sí, así es —respondió la abadesa con calma—. Mi querida Figchen, eres tú.

—No entiendo por qué viniste a San Petersburgo si estabas enterada de todo —comentó la majestuosa zarina al día siguiente, mientras ella y la abadesa caminaban por el sendero cubierto de nieve en dirección al Hermitage.

A ambos lados, a una distancia de veinte pasos, marchaban sendos escuadrones de guardias de palacio, cuyas altas y orladas botas de cosacos se hundían en la nieve. Estaban lo bastante lejos para que las mujeres pudieran hablar libremente.

—Porque confié en ti pese a que todas las pruebas me indicaban que no debía —contestó la abadesa con un destello en los ojos—. Sé que temías que el gobierno de Francia cayera, que el país entrara en un estado de anarquía. Querías asegurarte de que el ajedrez de Montglane no caía en malas manos y sospechabas que yo no estaría de acuerdo con las medidas que estabas dispuesta a tomar. Dime una cosa, Figchen, ¿cómo pensabas arrebatar el botín a los soldados franceses una vez que se hubieran apoderado del ajedrez de Montglane? ¿Te proponías invadir Francia?

—Ordené a un pelotón que se ocultara en las montañas y detuviera a los franceses en el desfiladero —explicó Catalina sonriente—. No iban de uniforme.

—Comprendo —dijo la abadesa—. ¿Qué te llevó a adoptar medidas tan extremas?

—Será mejor que comparta contigo lo que sé —respondió la zarina—. Como sabes, compré la biblioteca de Voltaire a su muerte. Entre sus papeles encontré un diario secreto escrito por el cardenal Richelieu, donde explicaba en lenguaje cifrado sus investigaciones sobre la historia del ajedrez de Montglane. Voltaire había descifrado el código y así obtuve la información. El manuscrito está guardado bajo llave en un sótano del Hermitage, adonde nos dirigimos. Me propongo mostrártelo.

—¿Qué importancia tiene ese documento? —inquirió la abadesa, y se preguntó por qué su amiga no lo había mencionado hasta ese momento.

—Richelieu siguió la pista del ajedrez hasta el moro que se lo regaló a Carlomagno, e incluso antes. Sabes que Carlomagno encabezó muchas cruzadas contra los moros en España y África. En este caso, defendió Córdoba y Barcelona contra los vascos cristianos que amenazaban con derribar la sede del poder árabe. Aunque cristianos, los vascos habían intentado durante siglos aplastar el Imperio franco y hacerse con el poder de Europa occidental, concretamente del litoral atlántico y de las montañas que dominaban.

—Los Pirineos —puntualizó la abadesa.

—En efecto —confirmó la zarina—. Las llamaban las Montañas Mágicas. Sabrás que antaño dichas montañas fueron la cuna del culto más esotérico que se conoce desde el nacimiento de Cristo. De allí proceden los celtas, que se desplegaron hacia el norte para asentarse en Bretaña y, finalmente, en las islas Británicas. El mago Merlín era de esas montañas, al igual que el culto secreto que hoy conocemos con el nombre de druidismo.

—No lo sabía —reconoció la abadesa mirando el sendero nevado que pisaba. Tenía apretados los finos labios y su cara surcada de arrugas semejaba un fragmento de piedra de un antiguo sepulcro.

—Lo verás en el diario de Richelieu, porque casi hemos llegado. Richelieu sostiene que los árabes invadieron ese territorio y averiguaron el terrible secreto que durante siglos había estado protegido, primero por los celtas y luego por los vascos. Los conquistadores moros transcribieron dicho saber en un código que inventaron. De hecho, codificaron el secreto en las piezas de oro y plata del ajedrez de Montglane. Cuando se hizo evidente que iban a perder el poder en la península Ibérica, enviaron el ajedrez a Carlomagno, por quien sentían un profundo respeto. Creían que solo él podía protegerlo por ser el soberano más poderoso de la historia.

—¿Y tú crees la versión del cardenal? —preguntó la abadesa mientras se aproximaban a la impresionante fachada del Hermitage.

—Juzga por ti misma —respondió Catalina—. Sé que el secreto es más antiguo que los moros, más antiguo que los vascos. Sin duda, anterior a los druidas. Mi querida amiga, debo hacerte una pregunta: ¿has oído hablar de una sociedad secreta cuyos miembros a veces se hacen llamar francmasones?

La abadesa palideció. Se detuvo junto a la puerta que se disponían a franquear.

—¿Qué has dicho? —preguntó con voz queda cogiendo del brazo a su amiga.

—Ah —murmuró Catalina—. Veo que sabes que es verdad. Te contaré la historia después de que hayas leído el manuscrito.

EL RELATO DE LA ZARINA

Tenía catorce años cuando dejé mi hogar en Pomerania, donde tú y yo nos criamos. Tu padre acababa de vender sus propiedades, contiguas a las nuestras, y había regresado a su Francia natal. Querida Hélène, jamás olvidaré la tristeza de no poder compartir contigo el triunfo del que tanto habíamos hablado, el hecho de que pronto sería llamada a suceder a una reina.

Por aquel entonces tuve que viajar a la corte de la zarina Isabel Petrovna, en Moscú. Hija de Pedro el Grande, Isabel había conquistado el poder a través de un golpe de mano y encarcelado a sus adversarios. Como nunca se casó y ya no estaba en edad de procrear, escogió como sucesor a un sobrino desconocido, el gran duque Pedro. Y yo me convertiría en su esposa.

De camino a Rusia, mi madre y yo hicimos un alto en la corte de Federico II, en Berlín. El joven emperador de Prusia, al que Voltaire había puesto el sobrenombre de «el Grande», quería apadrinarme como su candidata para unir los reinos de Prusia y Rusia a través del vínculo matrimonial. Yo era mejor opción que su propia hermana, a quien no quería sacrificar para semejante destino.

Por aquel entonces la corte prusiana era tan espléndida como modesta sería en los últimos años de Federico. Nada más llegar, el emperador trató por todos los medios de ganarse mi simpatía y de que me sintiera a gusto. Me vistió con las ropas de sus regias hermanas y todas las noches, durante la cena, me sentaba a su vera y me entretenía con anécdotas sobre la ópera y el ballet. Pese a que yo solo era una niña, no me dejé engañar. Sabía que se proponía utilizarme como peón de un juego más grande, juego que se desarrollaba sobre el tablero de Europa.

Poco después me enteré de que en Prusia había un hombre que acababa de regresar de Rusia, en cuya corte había pasado casi diez años. Se llamaba Leonhard Euler y era el matemático de la corte de Federico. Osé solicitar una audiencia privada con él, convencida de que compartiría conmigo sus ideas sobre el país que pronto yo visitaría. No podía sospechar que nuestro encuentro cambiaría el rumbo de mi vida.

Mi primer encuentro con Euler se celebró en una pequeña antecámara de la gran corte de Berlín. Aquel hombre de gustos sencillos y mente genial aguardaba a la niña que pronto sería reina. Debimos de formar una extraña pareja. Estaba solo en la antecámara. Era un caballero alto, de aspecto delicado, grandes ojos oscuros y nariz prominente, cuyo cuello parecía una larga botella. Me miró bizqueando y explicó que había quedado ciego de un ojo por lo mucho que había observado el sol. Euler no solo era matemático, sino también astrónomo.

—No tengo por costumbre hablar —dijo—. Vengo de un país donde al que habla lo ahorcan.

Fue lo primero que supe de Rusia, y te aseguro que posteriormente me resultó muy útil. Me contó que la zarina Isabel Petrovna tenía quince mil vestidos y veinticinco mil pares de zapatos. Ante el menor desacuerdo con sus ministros, les arrojaba un zapato a la cabeza y los mandaba a la horca por puro capricho. Tenía una legión de amantes y su afición al alcohol era aún más desaforada que sus costumbres sexuales. No aceptaba que se discrepara de sus opiniones.

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