Authors: Katherine Neville
—¿Qué te parece? —inquirió Llewellyn—. ¿No es excepcional?
—¿Notas la corriente de aire? —pregunté.
Llewellyn negó con la cabeza. Blanche aguardaba a que diera mi opinión.
—Es una copia árabe de una talla india en marfil —explicó Llewellyn— y se encuentra en la Biblioteca Nacional de París. Podrás echarle un vistazo si pasas por Europa. Tengo entendido que el original indio era en realidad una reproducción de una pieza mucho más antigua que aún no se ha encontrado. Se la conoce como «el Rey Carlomagno».
—¿Carlomagno montaba a lomos de un elefante? Creía que ese era Aníbal.
—No es una talla de Carlomagno, sino del rey de un juego de ajedrez que al parecer perteneció a Carlomagno. Y esta es la copia de otra copia. La pieza original es legendaria. No conozco a nadie que la haya visto.
—¿Y cómo sabes que existe? —pregunté.
—Existe —afirmó Llewellyn—. En La leyenda de Carlomagno se describe el juego completo de ajedrez. Mi cliente ya ha comprado varias piezas de la colección y desea completarla. Está dispuesto a pagar cifras astronómicas por las que le faltan. Solo quiere permanecer en el anonimato. Querida mía, todo esto es confidencial. Según la información que poseo, los originales son de oro de veinticuatro quilates con piedras preciosas incrustadas.
Miré a Llewellyn sin saber si le había entendido bien. Luego comprendí lo que tramaba.
—Llewellyn, en todos los países hay leyes que prohíben sacar oro y joyas del territorio, por no hablar de objetos de gran valor histórico. ¿Te has vuelto loco o pretendes que me encierren en una cárcel árabe?
—Ah, ahí está Harry —observó Blanche con calma y se puso en pie como si quisiera estirar sus largas piernas.
Llewellyn se apresuró a doblar la foto y se la guardó en el bolsillo.
—Ni una sola palabra a mi cuñado —susurró—. Volveremos a hablar antes de que partas hacia Argel. Si te interesa, puede que haya un buen pastón para los dos.
Meneé la cabeza y me levanté cuando Harry se acercó con una bandeja con vasos.
—Vaya, vaya —dijo Llewellyn—. Aquí está Harry con el ponche de huevo. ¡Ha traído uno para cada uno! ¡Qué generoso! —Se inclinó hacia mí y susurró—: Aborrezco el ponche de huevo. Es pura bazofia.
Cogió la bandeja de manos de Harry y lo ayudó a repartir los vasos.
Blanche consultó su reloj de pulsera salpicado de gemas y dijo:
—Querido, puesto que Harry ha vuelto y ya estamos todos, ¿por qué no vas a buscar a la pitonisa? Son las doce menos cuarto, y Cat debería conocer su porvenir antes de que comience el nuevo año.
Llewellyn asintió y se alejó, encantado de librarse del ponche de huevo. Harry lo miró receloso y comentó a Blanche:
—Es sorprendente. Llevamos veinticinco años de casados y todos los años, durante las fiestas de Navidad, me he preguntado quién echa el ponche en las macetas.
—Está delicioso —dije. Era una bebida espesa y cremosa, con un delicioso sabor a alcohol.
—Tu bendito hermano… —prosiguió Harry—. Durante todos estos años lo he mantenido y él se ha dedicado a echar en las macetas el ponche de huevo que preparo. Su propuesta de consultar a la pitonisa es la primera idea genial que ha tenido.
—En realidad fue Lily quien la recomendó —explicó Blanche—. ¡Dios sabe cómo se ha enterado de que en este hotel trabaja una adivina! Tal vez estuvo aquí por algún torneo de ajedrez —añadió secamente—. Se diría que hoy día los celebran en cualquier parte.
Mientras Harry hablaba hasta la náusea de apartar a Lily del ajedrez, Blanche se limitaba a hacer comentarios despectivos. Se responsabilizaban mutuamente de haber creado semejante aberración como única hija.
Lily no solo jugaba al ajedrez: no pensaba en otra cosa. No le interesaban en absoluto los negocios ni el matrimonio, dos espinas clavadas en el corazón de Harry. Blanche y Llewellyn detestaban los sitios y las personas «vulgares» que Lily frecuentaba. Para ser sinceros, la arrogancia obsesiva que el ajedrez engendraba en ella era difícil de soportar. Solo se sentía realizada en la vida moviendo una serie de piezas de madera sobre un tablero. En mi opinión, la actitud de su familia estaba justificada.
—Te contaré lo que me dijo la pitonisa de Lily —dijo Harry haciendo caso omiso de su esposa—. Dijo que una mujer joven que no forma parte de la familia desempeñaría un importante papel en mi vida.
—Como puedes imaginar, a Harry le encantó —comentó Blanche con una sonrisa.
—Dijo que en el juego de la vida, los peones son los latidos del corazón y que un peón puede cambiar su rumbo si lo ayuda una mujer. Creo que se refería a ti…
—Dijo que los peones son el alma del ajedrez —lo interrumpió Blanche—. Es una cita…
—¿Cómo es posible que la recuerdes? —se sorprendió Harry.
—Porque Llew la apuntó aquí, en una servilleta —respondió Blanche—. «En el juego de la vida, los peones son el alma del ajedrez. Hasta un humilde peón puede mudar de vestimenta. Alguien que amas cambiará el curso de las cosas. La mujer que la devuelva al redil cortará los vínculos conocidos y provocará el fin presagiado.» —Blanche dobló la servilleta y bebió un sorbo de champán sin mirarnos.
—¿Te das cuenta? —preguntó Harry eufórico—. Según mi interpretación, significa que obrarás un milagro… lograrás que durante una temporada Lily deje el ajedrez y lleve una vida normal.
—Yo en tu lugar no echaría las campanas al vuelo —apuntó Blanche con cierta frialdad.
En ese momento apareció Llewellyn tirando de la pitonisa. Harry se levantó para que la mujer se sentara a mi lado. Al principio creí que me estaban gastando una broma. La adivina era un ser estrafalario, una auténtica antigualla. Tenía el cuerpo encorvado y llevaba el pelo cardado en forma de burbuja; parecía una peluca. Me observó a través de sus lentes rodeadas de una montura en forma de ala de murciélago y tachonada de falsa pedrería. Las llevaba colgadas del cuello en una larga cadena de tiras de colores entrelazadas, como las que hacen los niños. Vestía un suéter rosa recamado de aljófares en forma de margaritas, pantalón verde holgado y zapatillas rosas con la marca Mimsy cosida en el empeine. Llevaba una carpeta con sujetapapeles que consultaba de vez en cuando, como si estuviera en una partida de bolos y llevara la cuenta de los tantos que se apuntaban los jugadores. Además, mascaba un chicle Juicy Fruit, cuyo aroma me llegaba a la nariz cada vez que abría la boca.
—¿Es vuestra amiga? —preguntó con voz aguda.
Harry asintió y le entregó cierta cantidad de dinero que la pitonisa colocó en el sujetapapeles antes de hacer una anotación. Luego se sentó entre Harry y yo y me miró.
—Querida, limítate a asentir si lo que dice es correcto —me pidió Harry—. Podrías distraerla si…
—¿Quién se ocupa de adivinar el porvenir? —espetó la vieja sin dejar de observarme a través de las gafas con sus ojillos redondos y brillantes.
Dicho esto, permaneció un buen rato en silencio. Al parecer no tenía prisa en decirme qué me deparaba el destino. Al cabo de unos minutos todos nos pusimos nerviosos.
—¿No debería leerme la mano? —pregunté.
—¡No debes hablar! —exclamaron Harry y Llewellyn a la vez.
—¡Silencio! —ordenó la pitonisa con tono malhumorado—. Es un caso complicado. Necesito concentrarme.
Desde luego, parecía muy concentrada. No me quitaba los ojos de encima desde que se había sentado. Miré el reloj de Harry. Faltaban siete minutos para las doce. La pitonisa no se movía. Parecía una estatua de piedra.
El entusiasmo crecía en el bar a medida que se acercaba la medianoche. La gente hablaba a voces, hacía girar las botellas en las champañeras y probaba los matasuegras, mientras se repartían bolsas de cotillón. La tensión del año vivido estaba a punto de estallar como una caja de sorpresas. Recordé las razones por las que prefería quedarme en casa en Nochevieja. La pitonisa parecía ajena a todo lo que ocurría. No dejaba de mirarme.
Aparté la vista. Harry y Llewellyn estaban inclinados, conteniendo la respiración. Blanche, repantigada en la silla, observaba impertérrita el perfil de la pitonisa. Cuando volví a mirar a la anciana, advertí que no se había movido. Parecía estar en trance y ver dentro de mí. Clavó la mirada en mis ojos y volví a sentir el escalofrío de antes, pero esta vez parecía proceder de mi interior.
—No digas nada —me susurró la adivina. Tardé un segundo en darme cuenta de que había movido los labios, de que era ella quien había hablado. Harry y Llewellyn se inclinaron aún más para oírla—. Corres un gran peligro. Percibo un gran peligro alrededor.
—¿Peligro? —preguntó Harry muy serio. En ese instante llegó la camarera con el champán. Harry le indicó por señas que lo dejara y se retirara—. ¿De qué habla? ¿Es una broma?
La pitonisa miraba el sujetapapeles y golpeaba el metal con el bolígrafo como si no supiera si debía proseguir. Yo estaba cada vez más enfadada. ¿Acaso pretendía asustarme? Súbitamente alzó la mirada. Debió de notar mi expresión de disgusto, pues esta vez fue al grano.
—Eres diestra —dijo—. En consecuencia, es tu mano izquierda la que describe tu destino. La derecha indica la dirección en que te mueves. Enséñame la mano izquierda.
Reconozco que es extraño, pero, mientras la adivina observaba en silencio mi mano izquierda, tuve la sobrecogedora sensación de que realmente veía algo. Los dedos flacos y sarmentosos que sujetaban mi mano parecían de hielo.
—¡Caray! —exclamó con expresión de sorpresa—. Jovencita, ¡vaya mano!
Siguió examinando la palma sin pronunciar palabra y abrió los ojos como platos tras las gafas adornadas con falsa pedrería. El sujetapapeles resbaló de su regazo al suelo y nadie lo recogió. Una energía contenida se acumulaba en torno a la mesa y nadie parecía tener ganas de hablar. Todos me observaban mientras el barullo crecía alrededor.
Mientras la pitonisa sostenía mi mano entre las suyas, sentí un dolor creciente en el brazo. Intenté retirarla, pero ella me la aferraba como un torno. Por algún motivo eso desató en mí una cólera irracional. Además, estaba un poco mareada a causa del ponche de huevo y el hedor del chicle. Separé sus dedos largos y huesudos con la otra mano e intenté hablar.
—Escucha —me interrumpió la adivina con voz suave, totalmente distinta del chillido agudo de hacía unos minutos.
Advertí que su acento no era norteamericano, aunque no logré identificarlo. Su pelo cano y el cuerpo encorvado me habían hecho suponer que era una mujer entrada en años; ahora vi que era más alta de lo que me había parecido y que tenía el cutis terso, sin apenas arrugas. Quise volver a hablar. Harry se había levantado y estaba de pie a nuestro lado.
—Esto es demasiado melodramático para mi gusto —afirmó, al tiempo que ponía una mano sobre el hombro de la pitonisa. Se metió la otra en el bosillo y sacó unos cuantos dólares que tendió a la mujer—. ¿Qué tal si damos por terminada la juerga?
La pitonisa no le hizo el menor caso. Se inclinó hacia mí y murmuró:
—He venido a advertirte. Dondequiera que vayas, mira siempre hacia atrás. No confíes en nadie. Sospecha de todos. Las líneas de tu mano revelan… Es la mano del presagio.
—¿De qué presagio? —pregunté.
Volvió a cogerme la mano y siguió con los dedos las líneas, con los ojos cerrados, como si estuviera leyendo en Braille. Habló en un susurro, como si recordara algo, un poema que había oído muchos años atrás…
—Juego hay en estas líneas que componen un indicio. Apenas es ajeno a las casillas del ajedrez; cuatro en total deberán ser, y día y mes para evitar el jaque mate en un alarde. O cual realidad es el juego, o solo es ideal. Un conocimiento, una y mil veces nombrado, que llega muy tarde. Batalla de pieza blanca, librada desde el inicio. Exhausta negra, seguirá tratando de evitar su destino en balde. Como tú bien sabes, busca del treinta y tres y del tres el beneficio. Velado siempre, de ahí a la eternidad, el secreto umbral.
Guardé silencio cuando la adivina hubo acabado, y Harry permaneció de pie, con las manos en los bolsillos. No entendía nada de lo que la mujer había dicho, pero, curiosamente, tenía la sensación de que había estado antes allí, en ese bar, oyendo las mismas palabras. Lo consideré un déjà vu y le resté importancia.
—No tengo ni la más remota idea de lo que ha dicho —comenté.
—¿No lo entiendes? —preguntó ella, y me dedicó una sonrisa extraña, casi de complicidad—. Acabarás por entenderlo. ¿El cuarto día del cuarto mes no significa nada para ti?
—Sí, pero…
Se llevó un dedo a los labios y meneó la cabeza.
—No reveles a nadie su significado. Pronto comprenderás el resto. Es la mano del presagio, la mano del destino, y está escrito: «En el cuarto día del cuarto mes llegará el Ocho».
—¿De qué habla? —exclamó Llewellyn alarmado. Se estiró por encima de la mesa para coger a la pitonisa del brazo, pero ella se apartó.
En ese momento el bar se sumió en la más completa oscuridad. Se oían matasuegras por todas partes, se descorcharon las botellas de champán y todos los presentes gritaron al unísono: «¡Feliz Año Nuevo!». En las calles se lanzaban petardos. A la débil luz de las ascuas que quedaban en la chimenea, las siluetas de los celebrantes se movían como negros espíritus salidos de la obra de Dante. Sus gritos resonaban en la oscuridad.
Cuando las luces se encendieron, la pitonisa ya no estaba. Harry seguía de pie junto a la silla. Nos miramos sorprendidos a través del espacio que unos segundos antes había ocupado la mujer. Él soltó una carcajada y se inclinó para darme un beso en la mejilla.
—Feliz Año Nuevo, querida —dijo mientras me abrazaba tiernamente—. ¡Vaya porvenir meshugge te ha tocado en suerte! Está claro que mi idea ha resultado un fiasco. Lo siento.
Al otro lado de la mesa, Blanche y Llewellyn cuchicheaban agazapados.
—Eh, vosotros, acercaos. ¿Qué os parece si nos bebemos este champán que ha costado un ojo de la cara? —propuso Harry—. Cat, tú también necesitas una copa.
Llewellyn se levantó y vino a darme un beso.
—Querida Cat, estoy de acuerdo con Harry. Parece que hayas visto un fantasma.
La verdad es que estaba agotada. Lo atribuí a la tensión de las últimas semanas y a lo tarde que era.
—Qué vieja más espantosa —añadió Llewellyn—. Ha dicho un montón de estupideces sobre el peligro. Sin embargo, sus palabras parecían tener sentido para ti. ¿O son imaginaciones mías?
—Me temo que yo tampoco he entendido nada —contesté—. El ajedrez, los números y… ¿qué significa el ocho? ¿A qué ocho se refería? No he entendido nada.