El ocho (11 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—¡Sire, amado cardenal! Os ruego que me digáis dónde encontrar la clave que habéis mencionado.

Aunque el espectro había desaparecido, oí su voz como un eco que rebotara en un largo, larguísimo corredor. Solo dijo:

—François… Marie… Arouet…

El viento cesó y algunas candelas volvieron a encenderse. Me quedé un rato en la cripta. Al cabo crucé el jardín de regreso a la residencia estudiantil.

Aunque a la mañana siguiente estaba dispuesto a creer que la experiencia no había sido más que una pesadilla, las hojas secas adheridas a mi capa y el tenue olor a moho que aún desprendía me convencieron de que había sido real. El cardenal afirmaba haber encontrado la primera clave de un misterio, y por algún motivo yo debía buscar esa clave a través del gran poeta y dramaturgo francés François-Marie Arouet, conocido como Voltaire.

Voltaire acababa de regresar a París de un exilio voluntario en su finca de Ferney, presuntamente para llevar a los escenarios una nueva obra. Sin embargo, la mayoría opinaba que había vuelto para morir. Yo no entendía por qué ese dramaturgo anciano, ateo y cascarrabias, nacido cincuenta años después de la muerte de Richelieu, estaba al tanto de los secretos del cardenal. Me propuse averiguarlo. Transcurrieron algunas semanas hasta que concerté una cita con Voltaire.

Vestido con sotana, llegué a la hora acordada y pronto me hicieron pasar a su alcoba. Voltaire detestaba levantarse antes del mediodía y a menudo pasaba toda la jornada en la cama. Hacía más de cuarenta años que aseguraba estar al borde de la muerte.

Lo encontré recostado contra las almohadas, con un gorro de lana rosa y una larga toga blanca. Sus ojos, como ascuas en un rostro pálido, sus finos labios y su nariz afilada hacían que su cara recordara la de un ave rapaz.

Los curas revoloteaban por la alcoba ofreciéndole sus servicios, que él rechazaba enérgicamente, como continuaría haciendo hasta exhalar el último suspiro. Sabedor de cuánto despreciaba al clero, me sentí incómodo cuando alzó la mirada y me vio con mi sotana de novicio. Agitó una mano sarmentosa por encima de las sábanas y dirigiéndose a los sacerdotes dijo:

—Por favor, dejadnos a solas. Esperaba a este joven. ¡Es un emisario del cardenal Richelieu!

Soltó una carcajada aguda, casi femenina, mientras los curas volvían la cabeza para mirarme y abandonaban presurosos la alcoba. Voltaire me invitó a tomar asiento.

—Es para mí un misterio por qué el viejo y pretencioso fantasma se niega a permanecer en su tumba —afirmó Voltaire exasperado—. Como ateo, me resulta muy desagradable que un cura muerto siga flotando y aconsejando a los jóvenes que me visiten. Siempre distingo a sus enviados por esa inclinación babeante y metafísica de la boca, por la vana inquietud de su mirada, como la vuestra… ¡Si en Ferney el tráfago de visitantes era denso, aquí, en París, es una verdadera avalancha!

Reprimí la irritación que me producía ser descrito de semejante manera. Me sorprendió y alarmó que Voltaire hubiese adivinado el motivo de mi visita, pues daba a entender que otros habían buscado lo mismo que yo.

—Me gustaría atravesar el corazón de ese hombre con una estaca —agregó Voltaire—. Entonces quizá podría tener un poco de paz.

Estaba muy alterado y le sobrevino un acceso de tos. Vi que escupía sangre e intenté ayudarlo, pero me apartó.

—¡Habría que ahorcar a médicos y curas en el mismo patíbulo! —vociferó mientras intentaba coger el vaso de agua. Se lo alcancé y bebió un poco—. Quiere los manuscritos. El cardenal Richelieu no soporta que sus queridos diarios privados hayan caído en manos de un viejo réprobo como yo.

—¿Tenéis los diarios privados del cardenal Richelieu?

—Sí. Hace muchos años, cuando todavía era joven, me apresaron por subversión contra la Corona, en virtud de un modesto poema que escribí sobre la vida amorosa del monarca. Mientras me pudría entre rejas, un acaudalado mecenas me entregó unos diarios para que los descifrara. Llevaban años en poder de su familia, pero estaban escritos con una clave secreta que nadie conocía. Como yo no tenía nada mejor que hacer, los descifré, y descubrí muchas cosas interesantes sobre nuestro querido cardenal.

—Tenía entendido que los escritos de Richelieu fueron legados a la Sorbona.

—Eso creen todos. —Voltaire rió ladinamente—. Ningún cura escribe un diario íntimo en clave, a menos que tenga algo que ocultar. Sé muy bien a qué se entregaban los sacerdotes de su época: a pensamientos masturbatorios y actos libidinosos. Me enfrasqué en la tarea de descifrar esos diarios con la misma avidez con que un caballo ataca el morral de pienso, pero, en lugar de la confesión procaz que esperaba, descubrí tan solo un opúsculo erudito. Mejor dicho, el mayor caudal de tonterías que he visto en mi vida.

Voltaire empezó a toser de tal modo que pensé que debía llamar a un sacerdote, porque yo no estaba facultado para administrar los últimos sacramentos. Después de emitir un espantoso sonido que parecía el estertor de la muerte, me pidió que le acercara varios chales. Se arropó con ellos y se enrolló uno en la cabeza a guisa de turbante, pero continuó temblando.

—¿Qué descubristeis en esos diarios y dónde están? —lo apremié.

—Aún los conservo. El mecenas murió durante mi estancia en la cárcel y no tenía herederos. Deben de valer mucho dinero, por su interés histórico, aunque en mi opinión no son más que una sarta de necedades y supercherías. Habla de brujería y magia negra.

—¿No habíais dicho que eran textos eruditos?

—Sí, en la medida en que un sacerdote es capaz de la objetividad que precisa cualquier estudio. Veréis, cuando no enviaba ejércitos contra todas las naciones de Europa, el cardenal Richelieu consagraba su vida al estudio del poder. El objeto de sus estudios secretos giraba en torno a… ¿Por casualidad habéis oído hablar del ajedrez de Montglane?

—¿El juego de ajedrez de Carlomagno? —pregunté intentando aparentar serenidad, a pesar de que el corazón parecía escapárseme del pecho.

Me acerqué un poco más a la cama, dispuesto a no perderme ni una palabra, e intenté sonsacarle amablemente para no provocarle otro ataque de tos. Había oído hablar del ajedrez de Montglane, que se creía había desaparecido muchos siglos atrás. Por lo que sabía, su valor era inimaginable.

—Tenía entendido que solo es una leyenda —añadí.

—Richelieu no opinaba lo mismo —aseguró el viejo filósofo—. Sus diarios abarcan mil doscientas páginas de investigación sobre sus orígenes y significado. Viajó a Aquisgrán, o Aix-la-Chapelle, e incluso investigó Montglane, pues creía que allí estaba enterrado, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Veréis, nuestro cardenal creía que dicho ajedrez albergaba la clave de un misterio, un misterio más antiguo que el ajedrez, quizá tan viejo como la civilización misma. Un misterio que explica el auge y la decadencia de las civilizaciones.

—¿Y qué clase de misterio podría ser? —pregunté tratando en balde de disimular mi agitación.

—Os diré lo que pensaba el cardenal —respondió Voltaire—. Debo reconocer que murió antes de resolver el enigma. Haced lo que queráis con la información, pero no me importunéis más con este asunto. El cardenal Richelieu estaba convencido de que el ajedrez de Montglane oculta una fórmula en sus piezas. Una fórmula capaz de revelar el secreto del poder universal…

Talleyrand se interrumpió y, a la débil luz de la habitación, miró a Valentine y a Mireille, estaban abrazadas bajo los edredones y fingían dormir. Sus hermosas melenas se desparramaban sobre las almohadas, donde se entrelazaban los mechones largos y sedosos. El obispo se puso en pie, las arropó bien y les acarició tiernamente sus cabellos.

—Tío Maurice —dijo Mireille abriendo los ojos—, no habéis concluido el relato. ¿Cuál es la fórmula que el cardenal Richelieu buscó durante toda su vida? ¿Qué creía que ocultaban las piezas del ajedrez?

—Queridas mías, eso es algo que tendremos que averiguar juntos. —Talleyrand sonrió al ver que Valentine también abría los ojos. Las dos jovencitas temblaban bajo los cálidos edredones—. Lo cierto es que no llegué a ver el manuscrito. Voltaire murió poco después de mi visita y alguien que conocía el valor de los diarios del cardenal Richelieu compró la biblioteca completa; alguien que comprendía y codiciaba el poder universal. Dicha persona trató de sobornarnos a mí y a Mirabeau, que defendió el proyecto de ley de confiscación, en un intento por averiguar si el ajedrez de Montglane podía ser requisado por particulares de elevada posición política y bajo valor moral…

—¿Y vos rechazasteis el soborno, tío Maurice? —preguntó Valentine, que había echado hacia atrás la ropa de cama para incorporarse.

—Mi precio era excesivo para nuestro mecenas… ¿o debería decir nuestra mecenas? —Talleyrand rió—. Además, quería ese ajedrez para mí, y sigo deseándolo. —Miró a Valentine bajo la tenue luz de las velas y esbozó una sonrisa—. Vuestra abadesa cometió un lamentable error, porque deduzco qué decisión tomó: sacó el ajedrez de la abadía. Vamos, queridas, no me miréis de ese modo. Qué casualidad que vuestra abadesa haya cruzado un continente para llegar a Rusia, tal como me contó vuestro tío, habida cuenta de que la persona que compró la biblioteca de Voltaire, la que trató de sobornarnos a Mirabeau y a mí, la que durante los últimos cuarenta años ha intentado apoderarse del ajedrez, es ni más ni menos que Catalina la Grande, emperatriz de todas las Rusias.

Una partida de ajedrez
Jugaremos una partida de ajedrez,
apretando los ojos sin párpados
y aguardando que llamen a la puerta.
T. S. Eliot

Nueva York, marzo de 1973

Llamaron a la puerta. Yo estaba plantada en el centro mismo de mi apartamento, con una mano apoyada en la cadera. Habían transcurrido tres meses desde Nochevieja. Ya apenas ni me acordaba de la velada con la pitonisa ni de los extraños acontecimientos que la rodearon.

Alguien llamaba enérgicamente a la puerta. Di otra pincelada de azul de Prusia en el gran lienzo que tenía ante mí y metí el pincel en el bote de aceite de linaza. Aunque todo estaba abierto para airear el ambiente, era como si mi cliente, Con Edison, estuviera quemando ordure (basura, en francés) debajo mismo de las ventanas de mi piso. Los alféizares estaban negros por el hollín.

No estaba de humor para recibir visitas. Mientras me dirigía hacia el largo vestíbulo me pregunté por qué el portero no me había avisado por el intercomunicador, como era su deber, de la llegada de quien ahora aporreaba la puerta. Había tenido una semana muy movida. Había intentado concluir mi trabajo con Con Edison y dedicado horas a luchar tanto con los administradores del edificio donde vivía como con diversas empresas de guardamuebles. Estaba organizando mi inminente partida a Argelia.

Acababan de concederme el visado. Había telefoneado a todos mis amigos, pues en cuanto dejara Estados Unidos no volvería a verlos en un año. Había un amigo en particular, con el que había intentado ponerme en contacto, a pesar de que era tan misterioso e inaccesible como la Esfinge. ¡Qué poco imaginaba cuán desesperadamente necesitaría su ayuda después de los hechos que pronto tendrían lugar!

Mientras recorría el pasillo, me miré en uno de los espejos que cubrían las paredes. Tenía el cabello revuelto y salpicado de bermellón, y una mancha carmesí en la nariz. La froté con el dorso de la mano y me limpié las palmas en los pantalones de lona y la camisa holgada que llevaba. A continuación abrí la puerta.

Allí estaba Boswell, el portero, con un puño colérico en alto y su uniforme azul marino con ridículas charreteras, que sin duda había elegido personalmente.

—Señora, le ruego que me disculpe, pero cierto Corniche azul claro vuelve a bloquear la entrada —bufó—. Como sabe, pedimos a las visitas que mantengan libre la entrada del edificio para que los repartidores puedan aparcar.

—¿Por qué no me ha avisado por el intercomunicador? —lo interrumpí exasperada. Sabía perfectamente de quién era el coche del que hablaba.

—Señora, el intercomunicador lleva una semana sin funcionar…

—¿Y por qué no lo ha hecho reparar?

—Señora, soy el portero, y el portero no se encarga de las reparaciones. Es tarea del administrador. El portero hace pasar a las visitas y se ocupa de que la entrada…

—Está bien, está bien. Dígale que suba.

En Nueva York solo conocía a una persona que tuviera un Corniche azul claro: Lily Rad. Como era domingo, deduje que lo conduciría Saul. Él se ocuparía de cambiar de lugar el coche mientras ella subía a darme la lata.

Boswell seguía mirándome torvamente.

—Señora, queda por resolver el problema del animalito. Su invitada insiste en entrarlo en el edificio, a pesar de que le he repetido hasta la saciedad que… —Era demasiado tarde.

En ese instante una masa peluda dobló como una bala la esquina del pasillo desde los ascensores, vino derecha a mi apartamento, pasó como un rayo entre Boswell y yo y desapareció en el interior. Tenía el tamaño de un plumero y soltaba chillidos agudos mientras corría. Boswell me miró con profundo desdén, pero no abrió la boca.

—Mire, Boswell —dije encogiéndome de hombros—, haremos como si no lo hubiéramos visto, ¿de acuerdo? Le aseguro que no creará problemas y que lo echaré en cuanto lo encuentre.

En ese momento Lily dobló la esquina tan campante. Estaba envuelta en una capa de marta cebellina, de la que colgaban unas colas largas, y llevaba su rubia cabellera recogida en tres o cuatro coletas, cada una de las cuales apuntaba en una dirección, por lo que no se distinguía dónde terminaba su cabellera y dónde empezaba la capa. Boswell suspiró y cerró los ojos.

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