El ocho (8 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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Harry me dio una copa de champán.

—No te preocupes —intervino Blanche pasándome una servilleta llena de garabatos—. Llew ha tomado nota de todo; quédate con el papel. Tal vez más adelante despierte algún recuerdo. ¡Pero esperemos que no! Lo que ha dicho parecía muy deprimente.

—Vamos, solo era una diversión —observó Llewellyn—. Lamento que haya salido así. La pitonisa hablaba del ajedrez, ¿verdad? Lo de «dar jaque mate» y todo lo demás. Es bastante siniestro. Supongo que sabes que jaque mate, mejor dicho, «mate», proviene del vocablo persa Shah-mat. Significa «muerte al rey». Si a esto le sumamos el hecho de que ha dicho que corres peligro… ¿De verdad estás segura de que no le encuentras ningún significado? —insistió Llewellyn.

—Déjalo estar —intervino Harry—. Me equivoqué al pensar que mi porvenir estaba relacionado con Lily. Evidentemente todo esto es un disparate. Olvídalo o tendrás pesadillas.

—Lily no es la única persona que conozco que juega al ajedrez —repuse—. Tengo un amigo que solía participar en torneos…

—¿De veras? —preguntó Llewellyn con evidente interés—. ¿Lo conozco?

Negué con la cabeza. Blanche estaba a punto de decir algo cuando Harry le pasó la copa de champán. Se limitó a sonreír y beber.

—Ya está bien —concluyó Harry—. Brindemos por el nuevo año, nos depare lo que nos depare.

Al cabo de media hora ya nos habíamos terminado la botella. Recogimos nuestros abrigos, salimos del bar y subimos a la limusina, que mágicamente había aparecido ante la puerta. Harry pidió a Saul que me dejara en mi apartamento, cerca del East River. Cuando llegamos al edificio, Harry se apeó y me dio un fuerte abrazo de oso.

—Espero que el nuevo año te sea venturoso. Tal vez puedas hacer algo con mi intratable hija. Sinceramente, estoy seguro de que así será; lo he visto en mis astros.

—Y yo pronto veré las estrellas si no me voy a dormir —repuse e intenté disimular un bostezo—. Gracias por el ponche de huevo y el champán.

Estreché la mano de Harry, que esperó hasta que hube entrado en el vestíbulo casi a oscuras. El portero dormía, sentado muy tieso junto a la puerta. Ni siquiera se movió cuando atravesé el amplio y oscuro vestíbulo en dirección al ascensor. En el edificio reinaba un silencio sepulcral.

Apreté el botón y las puertas del ascensor se cerraron. Mientras subía, saqué del bolsillo del abrigo la servilleta y leí los garabatos. Seguían sin tener ningún sentido. Ya tenía bastantes problemas sin necesidad de imaginar otros por los que preocuparme. Sin embargo, cuando las puertas del ascensor se abrieron y caminé por el oscuro pasillo hacia mi apartamento, me pregunté por qué la pitonisa sabía que el cuarto día del cuarto mes era mi cumpleaños.

Fianchetto
Los
aufins
(alfiles) son prelados con cuernos… Se mueven y comen oblicuamente porque casi todos los obispos abusan de su dignidad por codicia.
Inocencio III
(Papa desde 1198 hasta 1216),
Quaedam Moralitas de Scaccario

París, verano de 1791

Oh, merde. Merde! —exclamó Jacques-Louis David. Presa de la frustración, arrojó al suelo su pincel de marta cebellina hecho a mano y se puso en pie de un salto—. Os he dicho que no os mováis. ¡Que no os mováis! El drapeado ya no está en su sitio. ¡Se ha ido al garete!

Miró furibundo a Valentine y Mireille, que pasaban sobre un alto andamio situado en el otro extremo del taller. Estaban casi desnudas, cubiertas tan solo con gasas translúcidas atadas bajo el pecho al estilo de los trajes de la antigua Grecia, a la sazón tan de moda en París.

David se mordió el pulgar. Sus oscuros cabellos estaban alborotados y sus ojos negros brillaban de exasperación. El pañolón de rayas azules y amarillas, que le daba dos vueltas al cuello y estaba anudado de cualquier modo, tenía manchas de polvo de carboncillo, y las anchas solapas de su chaqueta de terciopelo verde estaban torcidas.

—Tendré que volver a poner todo en su sitio —se quejó.

Valentine y Mireille permanecieron calladas. De pronto se ruborizaron al ver que se abría la puerta que había detrás del artista. Jacques-Louis volvió la cabeza con impaciencia. En el umbral había un joven alto y de figura armoniosa, cuya belleza era tal que casi parecía un ángel. Su cabellera rubia caía en bucles que llevaba recogidos en la nuca con una sencilla cinta. La larga sotana de seda morada resbalaba como agua sobre su cuerpo gallardo. Tenía los ojos de un azul intenso e inquietante.

Posó su mirada serena sobre el pintor y esbozó una sonrisa.

—Espero no interrumpir —dijo desviando la vista hacia el andamio, donde las muchachas parecían un par de cervatillos a punto de huir.

Hablaba con la voz suave, la perfecta dicción y el aplomo de las clases altas, de quienes dan por sentado que su presencia merecerá más entusiasmo que aquello que puedan haber interrumpido.

—Ah, Maurice, eres tú —dijo Jacques-Louis con cierta irritación—. ¿Quién te ha permitido pasar? Les tengo dicho que no me gusta que me molesten cuando estoy trabajando.

—Espero que no recibas de esta guisa a todos tus invitados —repuso el joven sin perder la sonrisa—. Además, no me parece que estés trabajando mucho. ¿O acaso se trata de la clase de trabajo en el que tanto me gusta enfrascarme?

Volvió a mirar a Valentine y a Mireille, bañadas por la luz dorada que entraba por las ventanas que daban al norte. Distinguió el perfil de sus cuerpos temblorosos a través de la tela translúcida.

—En mi opinión, te enfrascas demasiado en esa clase de trabajo —observó David mientras sacaba un pincel del jarro de peltre que tenía en el caballete—. Por favor, sube a la tarima y coloca bien los drapeados. Yo te diré cómo. De todos modos, la luz de la mañana pronto se acabará. Dentro de veinte minutos haremos una pausa para almorzar.

—¿Qué estás pintando? —preguntó el joven.

Mientras se acercaba lentamente al andamio, dio la sensación de avanzar con una ligera pero penosa cojera.

—Un cuadro con carboncillo y acuarela —contestó David—. Es una idea que desde hace tiempo me ronda la cabeza y que se basa en un tema de Poussin, El rapto de las sabinas.

—¡Una idea magnífica! —exclamó Maurice al llegar al andamio—. ¿Qué quieres que coloque? En mi opinión, todo tiene un aspecto de lo más seductor.

Valentine estaba de pie en lo alto del andamio, con una pierna adelantada y las manos alzadas a la altura de los hombros. Debajo estaba Mireille, arrodillada y tendiendo los brazos con gesto implorante. La cabellera roja oscura le caía sobre un hombro y apenas ocultaba sus senos desnudos.

—Hay que apartar esos mechones rojos —señaló David desde el otro extremo del taller, mirando hacia el andamio con los ojos entrecerrados y moviendo el pincel en el aire mientras daba las indicaciones—. No, no tanto. Que solo tape el pecho izquierdo. El derecho debe quedar a la vista. Totalmente al descubierto. Baja un poco el drapeado. Al fin y al cabo, no quieren abrir un convento, sino seducir a las tropas que regresan del campo de batalla.

Maurice obedeció, pero la mano le tembló al tirar de la vaporosa tela.

—Quítate de en medio. Por el amor de Dios, quítate de en medio para que pueda verlo. ¿Quién es el artista? —exclamó David.

Maurice se hizo a un lado y esbozó una sonrisa. Nunca había visto adolescentes más hermosas y se preguntó de dónde las había sacado David. Se sabía que las damas de la sociedad hacían cola en la puerta de su taller con la esperanza de que las retratara como femmes fatales griegas en cualquiera de sus famosos lienzos, pero estas niñas eran demasiado tiernas e inexpertas para formar parte de la ahíta nobleza parisina.

Maurice era un experto en el tema. Había acariciado los pechos y los muslos de más damas que cualquier otro hombre de París, y entre sus amantes figuraban las duquesas de Luynes y de Fitz-James, la vizcondesa de Laval y la princesa de Vaudemont. Todas ellas formaban una especie de club del que siempre era posible hacerse socia. Según se rumoreaba, Maurice había afirmado: «París es el único sitio donde es más fácil poseer a una mujer que una abadía».

Maurice tenía treinta y siete años, aunque aparentaba diez menos, y durante más de dos décadas había extraído provecho de su juvenil apostura. Había corrido mucha agua bajo el Pont Neuf, durante ese tiempo, en conjunto muy gozoso y políticamente conveniente. Las amantes le habían servido tanto en los salones como en los lechos y, pese a que había tenido que adquirir la abadía por sus propios medios, ellas le habían abierto las puertas de las sinecuras políticas que codiciaba y que muy pronto conquistaría.

Maurice sabía mejor que nadie que en Francia mandaban las mujeres. Aunque las leyes francesas no les permitían heredar el trono, ellas buscaban el poder por otros medios y escogían a sus candidatos de acuerdo con sus intereses.

—Ahora arregla el drapeado de Valentine —ordenó David con impaciencia—. Tendrás que subir al andamio. La escalera está detrás.

Maurice subió cojeando los escalones del impresionante andamio, erigido a varios metros del suelo. Se detuvo detrás de Valentine.

—¿Así que te llamas Valentine? —le susurró al oído—. Querida, eres hermosísima pese a tener nombre de varón.

—¡Y vos sois bastante libertino para vestir la sotana morada de obispo! —exclamó Valentine con descaro.

—Dejad de cuchichear —exclamó David—. ¡Arregla la tela! Pronto cambiará la luz.

Maurice se disponía a tocar la gasa cuando David añadió:

—Ah, Maurice, no os he presentado. Son mi sobrina Valentine y su prima Mireille.

—¡Tu sobrina! —exclamó Maurice soltando la tela como si fuera un ascua ardiente.

—Una sobrina muy «cariñosa» —precisó el pintor—. Está bajo mi tutela. Su padre, que murió hace unos años, era uno de mis amigos más queridos. Te estoy hablando del conde de Rémy. Tengo entendido que tu familia lo conocía.

Maurice miró sorprendido a David.

—Valentine —decía el pintor—, el caballero que está arreglando el drapeado es una célebre personalidad de Francia, antiguo presidente de la Asamblea Nacional. Te presento al señor Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, obispo de Autun…

Mireille ahogó un grito e incorporándose de un salto tironeó de la tela para cubrir sus pechos desnudos, mientras Valentine profería un chillido agudo que estuvo a punto de dejar sordo a Maurice.

—¡El obispo de Autun! —exclamó Valentine apartándose de él—. ¡El demonio de pezuña hendida!

Las dos jóvenes abandonaron el andamio y huyeron descalzas. Maurice miró a David, con una sonrisa irónica.

—Normalmente no provoco tal efecto en el sexo débil —comentó.

—Parece que tu reputación te precede —repuso David.

Sentado en el pequeño comedor contiguo al taller, David contemplaba la rue de Bac. De espaldas a las ventanas, Maurice estaba rígidamente sentado en una de las sillas de raso, de rayas rojas y blancas, que rodeaban la mesa de caoba. Sobre esta había varias fruteras y algunos candeleros de bronce, así como un servicio para cuatro comensales formado por hermosos platos adornados con aves y flores.

—Semejante reacción era imprevisible —observó David, que estaba pelando una naranja con las manos—. Te pido disculpas. De todos modos, he subido y han accedido a cambiarse y bajar a comer.

—¿Cómo es que te has convertido en tutor de semejante beldad? —preguntó Maurice, y tras agitar el vino en la copa bebió un sorbo—. Parece demasiada alegría para un hombre solitario. Y es casi un derroche para alguien como tú.

David lo miró.

—Estoy totalmente de acuerdo —convino—. No sé qué hacer. He recorrido todo París en busca de una institutriz adecuada para que se ocupe de su educación. Mi esposa se marchó a Bruselas hace unos meses y desde entonces estoy desesperado.

—¿Su partida tuvo algo que ver con la llegada de tus bellas «sobrinas»? —preguntó Talleyrand, y sonrió al pensar en el aprieto en que se veía David mientras hacía girar su copa.

—En absoluto —respondió el pintor con gran pesadumbre—. Mi esposa y su familia son monárquicos acérrimos. Desaprueban que forme parte de la Asamblea. Opinan que un artista burgués como yo, un pintor apoyado por la monarquía, no debería defender públicamente la revolución. Mi matrimonio ha sufrido graves tensiones desde la toma de la Bastilla. Mi esposa exige que renuncie a mi puesto en la Asamblea y que abandone mi pintura política. Ha impuesto esas condiciones para su regreso.

—¡Mi querido amigo, cuando en Roma descubriste El juramento de los Horatii, las multitudes se apiñaron ante tu taller de la piazza del Popolo para esparcir flores ante el cuadro! Fue la primera obra maestra de la nueva república y tú eres su artista predilecto.

—Lo sé, pero mi esposa no lo comprende. —David suspiró—. Se fue a Bruselas con los niños y hasta quiso llevarse a mis pupilas. Sin embargo, según el acuerdo que firmé con la abadesa, deben permanecer en París, y recibo una generosa remuneración por cumplirlo. Además, este es mi mundo.

—¿Qué abadesa? ¿Tus pupilas son monjas? —Maurice estuvo a punto de soltar una carcajada—. ¡Qué maravillosa locura! Han dejado dos jóvenes esposas de Cristo al cuidado de un hombre de cuarenta y tres años que no tiene un parentesco cercano con ellas. ¿En qué estaría pensando la abadesa?

—No son monjas. No han pronunciado los votos, ¡a diferencia de ti! —afirmó David con mordacidad—. Al parecer, fue la anciana y adusta abadesa quien les dijo que tú eres la encarnación del demonio.

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