Authors: Katherine Neville
—Tienes razón —comentó Germaine apretando sus delgados labios—. Si el obispo de Autun continúa siendo su mentor, la información les resultará muy útil.
Madame de Staël se volvió hacia el escenario cuando comenzó a elevarse el telón.
—Creo que ha sido la experiencia más maravillosa de mi vida —dijo Valentine.
Después de la ópera habían ido al estudio de Talleyrand, en cuya mullida alfombra Aubusson estaba sentada la joven, mirando cómo las llamas lamían el cristal de la pantalla de la chimenea.
Talleyrand estaba arrellanado en una gran butaca de moaré azul, con los pies apoyados sobre una otomana, junto a Valentine. A unos pasos estaba Mireille, de pie, contemplando el fuego.
—También es la primera vez que bebemos coñac —añadió Valentine.
—Recuerda que solo tienes dieciséis años —dijo Talleyrand, que tras acercar la nariz a la copa de coñac para aspirar su aroma tomó un trago—. Ya habrá tiempo para otras muchas experiencias.
—Señor Talleyrand, ¿cuántos años tenéis? —preguntó Valentine.
—Es una pregunta impertinente —la regañó Mireille—. Sabes que no hay que preguntar nunca la edad.
—Por favor, llamadme Maurice —pidió Talleyrand—. Aunque tengo treinta y siete años, me siento nonagenario cuando me llamáis «señor». Decidme, ¿qué os ha parecido Germaine?
—Madame de Staël es realmente encantadora —afirmó Mireille, cuya roja cabellera, a la luz del fuego, resplandecía y había adquirido el mismo color de las llamas.
—¿Es verdad que es vuestra amante? —preguntó Valentine.
—¡Valentine! —exclamó Mireille.
Talleyrand prorrumpió en carcajadas.
—Eres extraordinaria —dijo revolviendo los cabellos de Valentine, mientras la joven se apoyaba en su rodilla, y dirigiéndose a Mireille añadió—: Señorita, vuestra prima carece de las aburridas pretensiones de la alta sociedad parisina. Sus preguntas me resultan estimulantes y en absoluto ofensivas. Las últimas semanas, mientras os vestía y llevaba a conocer París, han sido un tónico que ha reducido la bilis de mi cinismo natural. Valentine, ¿quién te ha dicho que Germaine es mi amante?
—Se lo oí decir a la servidumbre, señor… tío Maurice, quiero decir. ¿Es verdad?
—No, querida; no es cierto. Ya no lo es. Antaño fuimos amantes, pero los cotilleos van siempre con retraso. Solo somos buenos amigos.
—¿Acaso os rechazó ella por vuestra cojera? —indagó Valentine.
—¡Santa madre de Dios! —exclamó Mireille, que no estaba acostumbrada a blasfemar—. Pide disculpas a monseñor. Os ruego que perdonéis a mi prima, señor, pues no ha sido su intención ofenderos.
La estupefacción de Talleyrand era tal que había enmudecido. Aunque había dicho que Valentine jamás podría ofenderlo, en Francia nadie había osado referirse públicamente a su deformidad. Tembloroso a causa de una emoción que no sabía definir, se estiró para coger las manos de Valentine y, haciéndola sentar en la otomana, la abrazó tiernamente.
—Lo siento muchísimo, tío Maurice —se disculpó Valentine. Le acarició la mejilla con delicadeza y sonrió—. Hasta ahora no he tenido ocasión de ver ningún defecto físico. Sería una experiencia muy instructiva si me lo mostrarais.
Mireille soltó un gemido. Talleyrand miraba a Valentine como si no pudiera creer lo que oía. La joven le pellizcó el brazo para alentarlo. Segundos más tarde, el obispo dijo muy serio:
—De acuerdo, si es lo que quieres.
Con gran esfuerzo, apartó el pie de la otomana y se agachó para quitarse el pesado botín de acero que lo ceñía y le permitía caminar.
Valentine estudió la extremidad bajo la débil luz del fuego. El pie estaba tan torcido que la eminencia metatarsiana se hundía y los dedos parecían salir desde abajo. Valentine alzó el pie contrahecho y besó la planta. Talleyrand estaba anonadado.
—Pobre pie —se compadeció Valentine—. ¡Cuánto has sufrido y cuán poco lo merecías!
Talleyrand se inclinó hacia la joven, le levantó el rostro y depositó un suave beso en sus labios. Por unos instantes la dorada cabellera del obispo y los rizos rubios de la muchacha quedaron entrelazados a la luz del fuego.
—Eres la única persona que le ha hablado así a mi pie —comentó sonriente monseñor—. Y lo has hecho muy feliz.
Mientras el obispo observaba el bello rostro angelical de Valentine y sus rizos dorados, a Mireille le costó recordar que ese era el hombre que cruelmente, casi en solitario, estaba destruyendo la Iglesia católica en Francia; el hombre que pretendía apoderarse del ajedrez de Montglane.
Las velas del estudio de Talleyrand casi se habían consumido. A la agonizante luz del fuego, las esquinas de la larga estancia quedaban sumidas en la oscuridad. Talleyrand consultó el reloj de oro de la repisa de la chimenea y, al ver que eran más de las dos de la mañana, se levantó de la butaca, contra la que Valentine y Mireille estaban recostadas, con las cabelleras esparcidas sobre las rodillas de monseñor.
—Prometí a vuestro tío que os llevaría a casa a una hora razonable —les comunicó—. Mirad qué hora es.
—Por favor, tío Maurice, no nos obliguéis a irnos todavía —suplicó Valentine—. Es la primera vez que participamos en la vida social. Desde que llegamos a París hemos vivido como si no hubiésemos dejado el convento.
—Solo un relato más —la apoyó Mireille—. Nuestro tío no se enfadará.
—Se pondrá furioso. —Talleyrand rió—. De todos modos, es demasiado tarde para llevaros a casa. A estas horas, incluso en los mejores barrios hay sans-culottes borrachos que vagabundean por las calles. Será mejor que envíe al lacayo a casa de vuestro tío para que le entregue una nota. Pediré a Courtiade, mi ayuda de cámara, que os prepare una habitación. Supongo que preferís dormir juntas.
No era del todo cierto que llevarlas a casa fuese peligroso. Talleyrand disponía de muchos criados y la residencia de David no quedaba lejos. Sin embargo, de pronto se había dado cuenta de que no quería devolverlas a su casa, ni ahora ni, quizá, nunca. Se había dedicado a contarles historias para postergar lo inevitable. Las muchachas, con su cándida frescura, habían despertado sentimientos que no alcanzaba a definir. Nunca había tenido familia, y la calidez que sentía en presencia de las jóvenes era una experiencia insólita.
—¿De verdad podemos pasar la noche aquí? —preguntó Valentine. Se incorporó y pellizcó el brazo de su prima.
Mireille parecía indecisa, pero también deseaba quedarse.
—Por supuesto —respondió Talleyrand, y se puso en pie para tirar de la cuerda de la campanilla—. Esperemos que por la mañana no se convierta en el último escándalo de París, como presagió Germaine.
El serio Courtiade, vestido aún de librea almidonada, miró primero a las muchachas despeinadas, luego el pie descalzo de su señor, y sin pronunciar palabra las guió escaleras arriba para mostrarles la amplia habitación de huéspedes.
—¿Podría conseguirnos monseñor unas camisas de noche? —preguntó Mireille—. Tal vez alguna criada…
—No os preocupéis —respondió Courtiade con suma amabilidad, y les ofreció dos batas de seda adornadas con encajes exquisitos, prendas que sin duda no pertenecían a ninguna criada.
El ayuda de cámara abandonó discretamente el cuarto de huéspedes. Cuando Valentine y Mireille se hubieron desvestido, cepillado los cabellos y metido en la cama, que era grande y mullida y tenía un ornamentado dosel, Talleyrand llamó a la puerta.
—¿Estáis cómodas? —preguntó asomando la cabeza.
—Es el lecho más maravilloso que hemos visto —respondió Mireille, cubierta por una pila de edredones—. En el convento dormíamos en tablas de madera para mejorar nuestra postura.
—Doy fe de que ha dado un resultado extraordinario. —Talleyrand sonrió y se sentó en un pequeño sofá próximo a la cama.
—Tenéis que contarnos otro cuento —reclamó Valentine.
—Es muy tarde… —observó Talleyrand.
—¡Un cuento de fantasmas! —exclamó Valentine—. Aunque la abadesa no nos permitía oír cuentos de fantasmas, lo cierto es que los contábamos. ¿Conocéis alguno?
—Lamentablemente, no —contestó Talleyrand pesaroso—. Como bien sabéis, no tuve una infancia normal. Jamás me contaron historias de fantasmas. —Se quedó pensativo unos instantes—. Aunque debo reconocer que en una ocasión vi un fantasma.
—¿Es cierto? —preguntó Valentine. Apretó la mano de Mireille. Las primas estaban muy inquietas—. ¿Un fantasma de verdad?
—Ahora que lo digo, me doy cuenta de que es absurdo. —Talleyrand rió—. Debéis prometerme que jamás se lo contaréis a vuestro tío Jacques-Louis. Si habláis, me convertiré en el hazmerreír de la Asamblea.
Las chicas se removieron bajo los edredones y juraron no contarlo jamás de los jamases. Talleyrand se repantigó en el sofá, bajo la débil luz de las velas, y comenzó a desgranar su relato…
EL RELATO DEL OBISPO
Cuando era muy joven, antes de ordenarme sacerdote, dejé Saint-Rémy, donde está enterrado el famoso rey Clodoveo, para estudiar en la Sorbona. Tras pasar dos años en la famosa universidad, llegó el momento de hacer pública mi vocación.
Aunque me sentía incapacitado para ejercer el sacerdocio, sabía que para mi familia supondría un gran escándalo que rechazara la profesión que me habían impuesto. En mi fuero interno siempre supe que mi destino era ser estadista.
Bajo la capilla de la Sorbona yacen los restos del más importante estadista de Francia, hombre al que idolatraba. Estoy seguro de que le conocéis: Armand-Jean du Plessis, duque de Richelieu, quien mediante una peculiar combinación de religión y política rigió este país con mano férrea durante cerca de veinte años, hasta su muerte, acaecida en 1642.
Una noche, cerca de las doce, abandoné el calor de mi lecho, me eché una gruesa capa encima del batín y descendí por las paredes cubiertas de hiedra de la residencia estudiantil. Quería ir a la capilla de la Sorbona. El viento arrastraba las frías hojas secas por el jardín y a mis oídos llegaban los extraños sonidos de los búhos y otros seres nocturnos. Aunque me considero valiente, reconozco que sentí miedo. Dentro de la capilla, el sepulcro estaba frío y sumido en la oscuridad. A esa hora nadie oraba y en la cripta solo había unas pocas candelas encendidas. Prendí una vela, me arrodillé e imploré al difunto cardenal de Francia que me guiara. En la inmensa cripta oía los latidos de mi corazón mientras exponía la difícil situación en que me encontraba.
Apenas había empezado a pronunciar mi plegaria cuando, para mi asombro, un viento gélido recorrió la estancia y apagó todas las velas. ¡Estaba aterrado! Envuelto en la oscuridad, busqué a tientas otra vela. En ese instante oí un gemido y del sepulcro se elevó el fantasma pálido y tenebroso del cardenal Richelieu. Su pelo, su piel y sus ropas de gala eran blancos como la nieve, relucientes y totalmente translúcidos.
Si yo no hubiese estado arrodillado, seguramente habría caído al suelo. Quedé sin habla. No pude articular palabra. Entonces volví a oír el débil gemido. ¡El fantasma del cardenal me hablaba! Sentí que un escalofrío me recorría la espalda mientras él pronunciaba unas fatídicas palabras con una voz que semejaba el grave tañido de una campana.
—¿Por qué me habéis despertado? —bramó.
El viento me azotaba y todo en torno a mí era oscuridad. Las piernas me temblaban demasiado para ponerme en pie y huir. Tragué saliva y respondí con voz trémula:
—Cardenal Richelieu, busco consejo. A pesar de vuestra vocación sacerdotal, en vida fuisteis el más importante estadista de Francia. ¿Cómo conseguisteis tanto poder? Os ruego que compartáis conmigo vuestro secreto, pues aspiro a seguir vuestro ejemplo.
—¿Vos? —rugió la altanera columna de humo, y se irguió hacia el techo como si se sintiera profundamente ofendida.
Comenzó a moverse de una pared a otra, como un hombre que se pasea por una habitación. Con cada paso aumentaba de tamaño, hasta que su forma diáfana llenó la cripta, como turbias nubes de tormenta a punto de estallar. Me encogí. Por fin el fantasma habló:
—El secreto que busqué permanecerá eternamente envuelto en el misterio… —El espectro seguía flotando en lo alto de la cripta y su figura se disipaba a medida que se tornaba más delgada—. Su poder está enterrado con Carlomagno. Solo hallé la primera clave y la hice ocultar celosamente…
El fantasma parpadeó débilmente como una llama a punto de apagarse. Me incorporé de un salto e hice denodados esfuerzos por impedir que se esfumara. ¿A qué había aludido? ¿Cuál era el secreto enterrado con Carlomagno? A voz en grito, para hacerme oír por encima del ulular del viento que devoraba al fantasma, dije: