Authors: Katherine Neville
—Querida —repitió Harry—, espero que me perdones. Acabo de enviar a Saul a buscarte con el coche.
—Harry, no debiste hacerlo. ¿Por qué no me consultaste antes de obligar a Saul a conducir bajo la nieve?
—Porque te habrías negado —respondió Harry. No se equivocaba—. Además, a Saul le gusta conducir. Por eso trabaja de chófer. Para eso le pago, así que no puede quejarse. En cualquier caso, me debes este favor.
—Harry, no te debo ningún favor —dije—. No olvides quién hizo qué para quién.
Dos años antes, yo había instalado en su empresa un sistema de transporte que lo convirtió en el peletero mayorista más importante no solo de Nueva York, sino de todo el hemisferio norte. Ahora Pieles Económicas y de Calidad Harry podía enviar a cualquier lugar del mundo, en veinticuatro horas, un abrigo confeccionado a medida. Accioné enfadada el timbre, ya que el piloto rojo de la máquina seguía parpadeando. ¿Dónde se habían metido los encargados?
—Escucha, Harry, no sé cómo has dado conmigo, pero he venido aquí porque necesito estar sola —añadí con impaciencia—. Ahora no quiero hablar, pero tengo un problema…
—Tu problema es que no paras de trabajar y siempre estás sola.
—El problema es mi empresa —repliqué malhumorada—. Quieren que trabaje en algo completamente nuevo para mí. Pretenden enviarme al extranjero. Necesito tiempo para pensar, para decidir qué hacer.
—Te lo advertí —exclamó Harry—. No se puede confiar en esos goyim. Contables luteranos, ¿de dónde ha salido semejante disparate? De acuerdo, estoy casado con una, pero no les permito tocar mis libros. Vamos, sé buena; coge el abrigo y baja. Ven a tomar un trago y a charlar conmigo del asunto. Además, esta pitonisa es increíble. Lleva años trabajando aquí, pero nunca había oído hablar de ella. Si la hubiese conocido antes, habría despedido a mi agente de bolsa y recurrido a ella.
—No digas tonterías —repliqué enfadada.
—¿Alguna vez te he tomado el pelo? Oye, la adivinadora sabía que esta noche te esperábamos. Lo primero que preguntó al acercarse a la mesa fue: «¿Dónde está vuestra amiga de los ordenadores?». ¿No te parece increíble?
—No; me temo que no. Por cierto, ¿dónde estás?
—Ya te lo diré, querida. La adivina ha insistido en que debes venir. Incluso ha comentado que tu porvenir y el mío están relacionados de algún modo. Y por si eso fuera poco, también sabía que Lily debía estar aquí.
—¿No ha ido Lily?
Aunque me pregunté cómo era posible que su única hija lo dejara en la estacada en Nochevieja. Lily debía saber que se sentiría muy apenado.
—Hijas… ¿qué se puede hacer con ellas? A mi cuñado y a mí no se nos da demasiado bien el papel de alma de la fiesta.
—Está bien, iré —accedí.
—Fabuloso. Sabía que vendrías. Espera a Saul en la puerta y cuando llegues recibirás un fuerte abrazo.
Cuando colgué el auricular me sentía más deprimida que antes. Lo que me faltaba: una velada oyendo las sandeces de la aburridísima familia de Harry. No obstante, Harry siempre me hacía reír. Tal vez conseguiría distraerme de todos los problemas que me acosaban. Caminé por el centro de datos hasta la cámara de las cintas y abrí la puerta de par en par. Allí estaban los encargados, pasándose un tubito de cristal lleno de polvo blanco. Me miraron con expresión contrita y me ofrecieron el tubito. Evidentemente habían dicho «esnifar cocaína», no «esmaltar la cocina» como yo había entendido.
—Me voy —les comuniqué—. ¿Os veis capaces de montar una cinta en la sesenta y tres o cerramos la compañía aérea hasta mañana?
Se desvivieron por satisfacer mi petición. Cogí el abrigo y el bolso y me encaminé hacia los ascensores.
Cuando llegué a la planta baja, la limusina negra ya estaba ante la entrada. Vi a Saul a través de la cristalera mientras cruzaba el vestíbulo. Se apeó del coche ágilmente y corrió para abrir la puerta de grueso cristal.
Saul, un hombre de rostro afilado con las mejillas surcadas de sendas arrugas desde el pómulo a la mandíbula, no pasaba inadvertido en medio de la multitud. Con su metro ochenta de estatura, era casi tan alto como Harry, y tan delgado como gordo mi amigo. Cuando estaban juntos, parecían las imágenes cóncava y convexa en una sala de espejos. Saul, cuyo uniforme estaba ligeramente salpicado de nieve, me cogió del brazo para que no resbalara. Sonrió al dejarme en el asiento trasero.
—¿No ha podido negarse? Es difícil decirle que no a Harry.
—Es imposible —coincidí—. Estoy convencida de que se niega a aceptar la existencia de la palabra «no». ¿Dónde se está celebrando el aquelarre místico?
—En el Fifth Avenue Hotel —respondió, y tras cerrar la portezuela se dirigió hacia su asiento. Puso el motor en marcha y arrancó en medio de la copiosa nevada.
En Nochevieja las principales arterias neoyorquinas están tan concurridas como a plena luz del día. Taxis y limusinas recorren las avenidas y los juerguistas deambulan por las calles en busca del último bar. Las calles están cubiertas de serpentinas y confeti, y reina un ambiente de histeria colectiva.
Aquella noche no era una excepción. Estuvimos a punto de atropellar a unos rezagados que salieron de un bar y cayeron sobre el parachoques; una botella de champán que salió volando de un callejón rebotó sobre el capó.
—Será un trayecto accidentado —comenté.
—Estoy acostumbrado. Todas las Nocheviejas llevo al señor Rad y a su familia, y siempre pasa lo mismo. Debería cobrar un plus de peligrosidad.
—¿Cuánto tiempo hace que está al servicio de Harry? —pregunté, mientras circulábamos entre los edificios rutilantes y los escaparates tenuemente iluminados de la Quinta Avenida.
—Veinticinco años —respondió—. Empecé a trabajar para el señor Rad antes de que Lily naciera. En realidad, antes de que se casara.
—Supongo que le gusta trabajar para él.
—Es un trabajo como cualquier otro —repuso Saul. Al cabo de unos instantes añadió—: Respeto al señor Rad. Hemos vivido juntos tiempos difíciles. Hubo épocas en que no podía pagarme, pero se las ingeniaba para hacerlo, aunque luego tuviera que pasar estrecheces. Le gusta tener limusina. Dice que tener chófer le da un toque de distinción. —Frenó ante un semáforo en rojo. Volvió la cabeza y agregó—: Seguramente sabe que en otros tiempos repartíamos las pieles en la limusina. Fuimos los primeros peleteros de Nueva York en hacerlo. —Su voz denotaba orgullo—. Ahora me dedico a llevar a la señora Rad y a su hermano de compras cuando el señor Rad no me necesita. También llevo a Lily a los torneos.
Seguimos en silencio hasta llegar al final de la Quinta Avenida.
—Tengo entendido que esta noche Lily no se ha presentado —comenté.
—Así es —confirmó Saul.
—Eso me ha animado a aceptar la invitación. ¿Qué puede ser tan importante como para que no pase la Nochevieja con su padre?
—Ya lo sabe —respondió Saul mientras frenaba frente al Fifth Avenue Hotel. Tal vez fueran imaginaciones mías, pero tuve la impresión de que su tono era de amargura—. Está haciendo lo de siempre: jugando al ajedrez.
El Fifth Avenue Hotel estaba en el lado oeste de la Quinta Avenida, a pocas manzanas de Washington Square Park. La nieve cubría la copa de los árboles como nata montada y formaba pequeños picos que semejaban gorros de gnomos sobre el impresionante arco que señala la entrada de Greenwich Village.
En 1972 aún no habían restaurado el bar del hotel. Como tantos bares de hoteles neoyorquinos, reproducía con tal fidelidad una taberna rural de la época de los Tudor que tuve la sensación de que debería haber llegado a caballo en lugar de en limusina. Los ventanales que daban a la calle estaban festoneados de recargados adornos de cristal biselado y vidrios de colores. El crepitante fuego de la enorme chimenea de piedra iluminaba el rostro de los parroquianos y arrojaba un resplandor rubí sobre la nieve de la acera a través de los cristales coloreados.
Harry estaba sentado a una mesa redonda de roble junto a los ventanales. Cuando la limusina se detuvo, vi que nos saludaba con la mano y se inclinaba hacia el cristal, donde su aliento formó un círculo de vaho carmesí. Llewellyn y Blanche estaban detrás, sentados al otro lado, cuchicheando como un par de ángeles rubios de Botticelli.
Pensé que parecía una postal mientras Saul me ayudaba a bajar del coche: el fuego crepitante, el bar repleto de gente vestida de fiesta, envuelta en la luz del hogar. Parecía irreal. Me quedé en la acera cubierta de nieve y observé cómo caían los copos mientras Saul se alejaba.
Un segundo después, Harry salió corriendo a recibirme, como si temiera que pudiera derretirme como un copo de nieve y desaparecer.
—¡Querida! —vociferó, al tiempo que me daba un abrazo de oso que casi me dejó sin aliento.
Harry era enorme. Medía más o menos un metro noventa y cinco, y decir que estaba gordo sería una cortesía. Era una gigantesca montaña de carne, de ojos caídos y mofletes colgantes, de modo que su cara recordaba la de un San Bernardo. Vestía un extravagante esmoquin de cuadros rojos, verdes y negros, con el que parecía aún más corpulento si cabe.
—Me alegro mucho de que hayas venido —declaró, y cogiéndome del brazo me guió por el vestíbulo. Cruzamos las gruesas puertas dobles del bar, donde nos esperaban Llewellyn y Blanche.
—Querida, mi querida Cat —dijo Llewellyn levantándose para darme un beso en la mejilla—. Blanche y yo empezábamos a pensar que nunca llegarías, ¿no es así, queridísima? —Llewellyn siempre llamaba «queridísima» a Blanche, como el pequeño lord Fauntleroy a su madre—. Querida, arrancarte del ordenador cuesta tanto como separar a Heathcliff del lecho de muerte de Catherine. A menudo me pregunto qué haríais Harry y tú si no tuvierais que ocuparos de vuestros negocios todos los días.
—Hola, querida. —Blanche me indicó que me agachara para ofrecerme su fría mejilla de porcelana—. Estás guapísima, como siempre. Siéntate. ¿Qué quieres que te traiga Harry para beber?
—Le traeré un ponche de huevo —dijo Harry, que estaba tan radiante como un esplendoroso árbol de Navidad cubierto de adornos con cuadros escoceses—. Aquí lo hacen de maravilla. Cuando lo hayas probado, podrás pedir lo que más te apetezca.
Harry se sumergió en el gentío, rumbo a la barra, y su cabeza asomaba sobre todas las demás.
—Harry nos ha dicho que te vas a Europa —comentó Llewellyn que se había sentado a mi lado, mientras indicaba a Blanche con un gesto que le pasara su copa.
Vestían a juego: ella, un traje de noche verde oscuro que acentuaba la palidez de su piel, y él, corbata negra y esmoquin de terciopelo verde oscuro. Aunque ambos eran ya cuarentones, parecían mucho más jóvenes, pero tras el esplendor y el lustre de su magnífica fachada eran como perros de concurso, estúpidos y endogámicos, a pesar del acicalamiento.
—No me voy a Europa, sino a Argel —puntualicé—. Es una especie de castigo. Argel es una ciudad de Argelia…
—Sé dónde está —me interrumpió Llewellyn. Blanche y él se miraron—. Queridísima, ¿no te parece una extraordinaria casualidad?
—Yo en tu lugar no se lo comentaría a Harry —dijo Blanche toqueteando las perlas perfectas de su collar de dos vueltas—. Siente una gran animadversión hacia los árabes. Tendrías que oírlo.
—No te gustará —dictaminó Llewellyn—. Es un país horrible: pobreza, mugre y cucarachas. ¡Por no hablar del cuscús, una asquerosa bazofia a base de pasta hervida y cordero lleno de grasa!
—¿Has estado en Argelia? —pregunté, encantada de que Llewellyn hubiera hecho comentarios tan lisonjeros sobre el sitio de mi inminente exilio.
—No, pero he estado buscando a alguien que fuera a Argelia en mi lugar. Querida, no te vayas de la lengua, pero creo que por fin he conseguido un cliente. Quizá estés al tanto de que he tenido que recurrir a la ayuda económica de Harry de vez en cuando…
Nadie conocía mejor que yo la magnitud de la deuda de Llewellyn con Harry. Aunque este no lo hubiese mencionado sin cesar, el estado de la tienda de antigüedades de Llewellyn en Madison Avenue era harto elocuente. Los dependientes te asaltaban al pasar como si fuera un local de venta de coches usados. Las tiendas de antigüedades con más éxito de todo Nueva York solo vendían mediante cita previa, no por emboscada.
—He descubierto un cliente que colecciona piezas rarísimas —explicaba Llewellyn—. Si logro localizar y comprar una que lleva años buscando, por fin podría ser independiente.
—¿Lo que busca tu cliente está en Argelia? —pregunté mirando de reojo a Blanche, que bebía un cóctel de champán y no parecía prestar atención—. Si finalmente voy a Argelia, pasarán tres meses antes de que me concedan el visado. Llewellyn, ¿por qué no vas tú mismo?
—No es tan sencillo —dijo él—. Mi contacto en Argelia es un anticuario. Sabe dónde está la pieza, pero no es suya. El dueño es un ser solitario. Habrá que invertir mucho esfuerzo y dedicación. Tal vez le resulte más fácil a alguien que esté viviendo…
—¿Por qué no le enseñas la foto? —susurró Blanche.
Llewellyn la miró, asintió y sacó del bolsillo una foto en color doblada que parecía arrancada de un libro. La extendió sobre la mesa ante mí.
Reproducía una talla de grandes dimensiones, al parecer de marfil o madera clara, de un hombre a lomos de un elefante. Estaba sentado en una especie de trono, que sostenían varios soldados de infantería. Alrededor de las patas del animal había hombres de mayor tamaño a caballo que portaban armas medievales. Era una talla extraordinaria, evidentemente muy antigua. Aunque no sabía a ciencia cierta qué significaba, mientras la observaba sentí un escalofrío. Miré hacia el ventanal.