Authors: Katherine Neville
—Me parece que no augura nada bueno —murmuró Mireille—. La reverenda madre está muy seria. Y hay dos mujeres a las que nunca he visto.
Al fondo de la larga estancia, de pie detrás de un gran escritorio de madera de cerezo encerada, estaba la abadesa. Tenía la piel curtida y arrugada como un pergamino, pero no por ello dejaba de irradiar el poder que le confería su elevada posición. En su actitud se percibía una cualidad intemporal que indicaba que hacía mucho que había alcanzado la tranquilidad de espíritu. No obstante, estaba más seria que de costumbre.
Dos desconocidas —ambas jóvenes corpulentas de manos fuertes— la flanqueaban como ángeles vengadores. Una tenía la piel clara, el pelo oscuro y los ojos luminosos, y la otra guardaba un notable parecido con Mireille por su tez pálida y su cabello castaño, apenas más oscuro que los rizos de la huérfana. Ambas parecían monjas, pero no vestían hábito, sino sencillos trajes de viaje gris.
La abadesa aguardó a que todas las monjas se sentaran y la puerta se cerrara. Cuando se hizo el silencio, empezó a hablar con esa voz que a Valentine siempre le recordaba el crujido de las hojas secas bajo los pies.
—Hijas mías —dijo cruzando las manos sobre el pecho—, la Orden de Montglane lleva casi mil años sobre esta peña sirviendo al Altísimo y cumpliendo con su deber hacia la humanidad. Aunque estamos aisladas del mundo, nos llega el eco de su agitación. En este nuestro pequeño rincón hemos recibido nuevas desagradables que podrían alterar la seguridad que hasta ahora hemos disfrutado. Las dos mujeres que están a mi lado son las portadoras de esas nuevas. Os presento a la hermana Alexandrine de Forbin —añadió señalando a la mujer de cabello oscuro— y a Marie-Charlotte Corday, que dirigen la Abbaye-Aux-Dames de Caen, en las provincias del norte. Han atravesado toda Francia disfrazadas, en un viaje agotador, para transmitirnos una advertencia. En consecuencia, os pido que las escuchéis. Lo que os dirán es de la mayor importancia para nosotras.
La abadesa se sentó, Alexandrine de Forbin carraspeó y habló en voz tan queda que las monjas tuvieron que aguzar el oído. Sin embargo, sus palabras fueron muy claras.
—Hermanas en Dios, la historia que tenemos que contar no es para medrosas. Algunas de nosotras se acercaron a Cristo con la esperanza de redimir a la humanidad; otras lo hicieron con la esperanza de escapar del mundo, y otras contra su voluntad, pues carecían de vocación. —Al pronunciar estas palabras dirigió sus ojos oscuros y luminosos hacia Valentine, que se ruborizó hasta la raíz de su rubia cabellera—. Fuera cual fuese vuestro propósito, a partir de hoy ha cambiado. Durante nuestro viaje la hermana Charlotte y yo hemos atravesado toda Francia, pasando por París y todas las villas entre medias. No solo hemos visto hambre, sino también inanición. El pueblo se amotina reclamando pan. Hay matanzas, las mujeres pasean por las calles cabezas cercenadas clavadas en picas. Se cometen violaciones y actos más graves. Se asesina a niños pequeños, turbas airadas perpetran toda clase de torturas en las plazas públicas…
Las monjas ya no guardaban silencio. Alarmadas, habían alzado la voz mientras Alexandrine desgranaba su sangriento relato.
A Mireille le extrañó que una sierva del Señor fuera capaz de referir semejantes acontecimientos sin palidecer; la oradora no había perdido su tono sereno ni su voz se había quebrado en ningún momento. Miró a Valentine, que tenía los ojos muy abiertos por la fascinación. Alexandrine de Forbin aguardó a que se calmaran los ánimos y prosiguió:
—Estamos en abril. El octubre pasado, una multitud iracunda secuestró a los reyes en Versalles y los obligó a regresar a las Tullerías, donde fueron encarcelados. El monarca tuvo que firmar un documento, la Declaración de los Derechos del Hombre, que proclama la igualdad de todos los hombres. Ahora la Asamblea General controla el gobierno y el rey carece de poder para intervenir. Nuestro país está más allá de la revolución. Vivimos en un estado de anarquía. Por si esto fuera poco, la Asamblea ha descubierto que no hay oro en las arcas del Estado; el rey ha llevado a Francia a la bancarrota. En París opinan que no vivirá para ver el nuevo año.
Las monjas se estremecieron y se oyeron murmullos nerviosos por todo el estudio. Mireille apretó suavemente la mano de Valentine mientras miraban a la oradora. Las mujeres que ocupaban la estancia jamás habían oído expresar esas ideas y ni siquiera podían imaginar que semejantes cosas existieran. Tortura, anarquía, regicidio. ¿Era concebible?
La abadesa dio un golpe en el escritorio para llamar al orden y las monjas guardaron silencio. Alexandrine tomó asiento. La hermana Charlotte, la única que permanecía en pie, comenzó a hablar con voz fuerte y enérgica.
—Entre los miembros de la Asamblea hay un hombre especialmente malvado. Se hace llamar representante del clero, pero lo único que le mueve es la sed de poder. Me refiero al obispo de Autun. En Roma lo consideran la encarnación del demonio. Se afirma que nació con la pezuña hendida, la marca de Lucifer; que bebe sangre de tiernas criaturas para conservar la juventud, y que celebra misas negras. En octubre propuso a la Asamblea que el Estado confiscara todas las propiedades de la Iglesia. El 2 de noviembre, el gran estadista Mirabeau defendió ante la Asamblea el proyecto de ley de confiscación, que fue aprobado. El 13 de febrero comenzaron las incautaciones. Todos los sacerdotes que se resistieron fueron arrestados y encarcelados. El 16 de febrero, el obispo de Autun fue elegido presidente de la Asamblea. Ahora nada puede detenerlo.
Las monjas fueron presa de una profunda agitación y comenzaron a proferir exclamaciones de espanto y protestas. La voz de Charlotte se impuso a las demás.
—Mucho antes de presentar el proyecto de ley, el obispo de Autun hizo pesquisas sobre el emplazamiento de las riquezas de la Iglesia a lo largo y ancho de Francia. Aunque el proyecto puntualiza que los sacerdotes serán los primeros en caer y, que se ha de perdonar a las monjas, sabemos que el obispo ha puesto los ojos en la abadía de Montglane. La mayoría de sus indagaciones se han centrado en torno a Montglane. Por eso hemos venido a toda prisa a advertiros. El tesoro de Montglane no debe caer en sus manos.
La abadesa se puso en pie y posó la mano sobre el fuerte hombro de Charlotte Corday. Observó las hileras de monjas vestidas de negro, cuyos griñones rígidos y almidonados se agitaban como un mar plagado de gaviotas, y sonrió. Este era su rebaño, al que durante tanto tiempo había cuidado y al que quizá no volviera a ver en cuanto revelara lo que debía comunicar.
—Ahora conocéis la situación tan bien como yo —dijo—. Aunque hace muchos meses que estoy enterada de este trance, no he querido alarmaros hasta tener claro qué camino debía tomar. Las hermanas de Caen, que han venido hasta aquí en respuesta a mi llamada, han confirmado mis peores temores. —El silencio que reinaba en la estancia era como el de los cementerios. Solo se oía la voz de la abadesa—. Soy una mujer entrada en años, a la que tal vez el Señor llame antes de lo que ella imagina. Los votos que pronuncié al entrar al servicio de este convento no solo fueron ante Cristo. Al convertirme en abadesa de Montglane, hace casi cuarenta años, juré guardar un secreto, a costa de mi vida si era necesario. Ahora ha llegado el momento de que sea fiel a ese juramento, pero para ello debo compartir parte del secreto con cada una de vosotras y pediros que os comprometáis a guardarlo. Mi historia es larga y os ruego paciencia si tardo en contarla. Cuando haya terminado, sabréis por qué cada una de vosotras debe hacer lo que hay que hacer.
La abadesa se interrumpió y bebió un sorbo de agua de un cáliz de plata que estaba sobre la mesa. Luego retomó la palabra:
—Hoy es 4 de abril del año del Señor de 1790. Mi historia comienza otro 4 de abril de hace muchos años. El relato me fue narrado por mi predecesora tal como cada abadesa se lo contó a su sucesora en el momento de su iniciación, y tiene tantos años como los que esta abadía lleva en pie. Ahora os lo contaré…
EL RELATO DE LA ABADESA
El 4 de abril del año 782, en el palacio oriental de Aquisgrán, tuvo lugar una fiesta magnífica para celebrar el cuadragésimo cumpleaños del gran Carlomagno. El rey había invitado a todos los nobles del imperio. El patio central, con su cúpula de mosaico, escaleras circulares y balcones, estaba repleto de palmeras traídas de tierras lejanas y festoneado con guirnaldas de flores. En los grandes salones, entre lámparas de oro y plata, sonaban arpas y laúdes. Los cortesanos, engalanados de púrpura, carmesí y dorado, se movían en un país de ensueño, habitado por malabaristas, bufones y titiriteros. En los patios había osos salvajes, leones, jirafas y jaulas con palomas. Durante las semanas que precedieron al cumpleaños del rey había reinado un gran júbilo.
El apogeo de la fiesta tuvo lugar el mismo día del cumpleaños. Por la mañana el monarca llegó al patio principal en compañía de sus dieciocho hijos, la reina y sus cortesanos predilectos. Carlomagno era sumamente alto y poseía la delgadez garbosa del jinete y el nadador. Tenía la piel atezada y la cabellera y el bigote veteados de rubio a causa del sol. Todo en él indicaba que era el guerrero y gobernante del mayor reino del mundo. Vestido con una sencilla túnica de lana y una ceñida capa de marta, y portando la espada de la que jamás se separaba, atravesó el patio saludando a sus súbditos e invitándolos a compartir los refrescos que profusamente se ofrecían en las tablas chirriantes del salón.
El rey había preparado una sorpresa. Maestro de la estrategia bélica, sentía una especial predilección por cierto juego. Se trataba del ajedrez, conocido también como juego de guerra o juego de los reyes. En este su cuadragésimo cumpleaños Carlomagno pretendía enfrentarse al mejor ajedrecista del reino, el soldado conocido como Garin el Franco.
Garin entró en el patio al son de las trompetas. Los acróbatas saltaron ante él y las jóvenes cubrieron su camino de frondas de palma y pétalos de rosa. Garin era un joven esbelto, de tez pálida, expresión seria y ojos grises, soldado del ejército occidental. Se arrodilló cuando el monarca se puso en pie para darle la bienvenida.
Ocho criados negros vestidos de librea mora entraron a hombros el tablero de ajedrez. Estos hombres, así como el tablero, habían sido regalo de Ibn al-Arabi, gobernador musulmán de Barcelona, para agradecer la ayuda que el monarca le había prestado cuatro años antes contra los montañeses vascos. Fue durante la retirada de esta famosa batalla, en el desfiladero navarro de Roncesvalles, cuando encontró la muerte Hruoland, el soldado bienamado del rey, héroe de la Chanson de Roland. Como consecuencia de este doloroso recuerdo, el monarca nunca había utilizado el tablero de ajedrez ni se lo había mostrado a sus vasallos.
La corte se maravilló al ver el extraordinario juego de ajedrez mientras lo depositaban sobre una mesa del patio. Las piezas, aunque realizadas por maestros artesanos árabes, mostraban indicios de sus antepasados indios y persas. Algunos creían que dicho juego existía en la India más de cuatrocientos años antes del nacimiento de Cristo y que llegó a Arabia, a través de Persia, durante la conquista árabe de este país en el año 640 de Nuestro Señor.
El tablero, forjado en plata y oro, medía un metro de lado. Las piezas, de metales preciosos afiligranados, estaban tachonadas de rubíes, zafiros, diamantes y esmeraldas sin tallar pero perfectamente lustrados, y algunos tenían el tamaño de huevos de codorniz. Como destellaban y resplandecían a la luz de los faroles del patio, parecían brillar con una luz interior que hipnotizaba a quien los contemplaba.
La pieza llamada sha o rey tenía quince centímetros de altura y representaba a un hombre coronado que montaba a lomos de un elefante. La reina, dama o ferz iba en una silla de manos cerrada y salpicada de piedras preciosas. Los alfiles eran elefantes con sillas de montar incrustadas de gemas singulares, y los caballos, corceles árabes salvajes. Las torres o castillos se llamaban rujj, que en árabe significa «carro»; eran grandes camellos que llevaban sobre el lomo sillas semejantes a torres. Los peones eran humildes soldados de infantería de siete centímetros de altura, con pequeñas joyas en lugar de ojos y piedras preciosas engastadas en las empuñaduras de la espada.
Carlomagno y Garin se acercaron al tablero. El monarca alzó la mano, y pronunció a continuación las palabras que sorprendieron a los cortesanos que mejor lo conocían.
—Propongo una apuesta —dijo con voz extraña. Carlomagno no era hombre dado a las apuestas. Los cortesanos se miraron con inquietud—. Si el soldado Garin gana una partida, le concederé la parte de mi reino que va de Aquisgrán a los Pirineos vascos y la mano de mi hija. Si pierde, será decapitado en este mismo patio al romper el alba.
La corte se estremeció. Era de todos sabido que el monarca amaba tanto a sus hijas que les había rogado que no contrajeran matrimonio mientras estuviese vivo.
El duque de Borgoña, su mejor amigo, lo cogió del brazo y lo llevó aparte.
—¿Qué clase de apuesta es esta? —preguntó en voz baja—. ¡Habéis hecho una apuesta digna de un bárbaro embriagado!
Carlomagno se sentó a la mesa. Parecía hallarse en trance. El duque quedó anonadado. El propio Garin estaba perplejo. Miró al duque a los ojos y, sin mediar palabra, posó la mano sobre el tablero, aceptando la apuesta. Se sortearon las piezas y la suerte quiso que Garin escogiera las blancas, lo que le proporcionó la ventaja de la primera jugada. Comenzó la partida.
Tal vez debido a lo tenso de la situación, al avanzar la partida ambos ajedrecistas comenzaron a mover las piezas con una fuerza y precisión tales que trascendían al mero juego, como si una mano invisible se cerniera sobre el tablero. Por momentos dio la sensación de que las piezas se desplazaban sobre él por voluntad propia. Los jugadores estaban mudos y pálidos y los cortesanos los rodeaban como fantasmas.
Al cabo de casi una hora, el duque de Borgoña notó que el monarca se comportaba de una manera extraña. Tenía el ceño fruncido y estaba absorto y distraído. Garin también daba muestras de un desasosiego poco corriente; sus movimientos eran bruscos y espasmódicos, y tenía la frente perlada de sudor frío. Ambos contrincantes tenían la mirada clavada en el tablero, como si no pudieran apartarla de allí.
Súbitamente Carlomagno se incorporó de un salto lanzando un grito, volcó el tablero y los trebejos rodaron por el suelo. Los cortesanos retrocedieron. El monarca, presa de una negra ira, se mesaba los cabellos y se golpeaba el pecho como una bestia furiosa. Garin y el duque de Borgoña corrieron a su lado, pero él los apartó a puñetazos. Hicieron falta seis nobles para sujetarlo. Cuando por fin lo sometieron, Carlomagno miró asombrado alrededor, como si acabara de despertar de un largo sueño.