Authors: Katherine Neville
Valentine sonrió.
—Claro que no, reverenda madre —repuso—. Para empezar, se puede ir a la ópera, y tal vez a fiestas, y por lo que dicen las damas llevan vestidos preciosos… —Mireille volvió a darle un codazo en las costillas—. Quiero decir que agradezco humildemente a la reverenda madre que deposite su confianza en su devota sierva.
Al oír estas palabras la abadesa prorrumpió en sonoras carcajadas que parecieron quitarle años de encima.
—Bien dicho, Valentine. Ahora id a preparar el equipaje. Partiréis mañana, al alba. No os retraséis.
La abadesa se puso en pie, cogió dos pesadas piezas del tablero y se las entregó a las novicias.
Valentine y Mireille besaron el anillo de la abadesa, y portando con sumo cuidado sus singulares posesiones, se encaminaron hacia la puerta del estudio. Estaban a punto de salir cuando Mireille dio media vuelta y habló por primera vez desde que habían entrado en la estancia.
—Reverenda madre, ¿me permitís preguntaros adónde iréis? Nos gustaría recordaros y enviaros nuestros buenos deseos dondequiera que estéis.
—Emprenderé un viaje con el que he soñado durante más de cuarenta años —respondió la abadesa—. Tengo una amiga a la que no veo desde la infancia. En aquellos tiempos… A veces Valentine me recuerda muchísimo a esa vieja amiga. La recuerdo muy alegre, llena de vitalidad…
La abadesa se interrumpió y a Mireille le pareció que adoptaba una expresión soñadora, si es que podía decirse semejante cosa de una persona tan augusta.
—Reverenda madre, ¿vuestra amiga vive en Francia? —preguntó.
—No, vive en Rusia —respondió la abadesa.
A la mañana siguiente, bajo la tenue luz grisácea del amanecer, dos mujeres ataviadas para un largo viaje salieron de la abadía y subieron a un carro de heno. Este franqueó los impresionantes portones y comenzó a descender hacia el valle, donde pronto los ocultó la bruma ligera que comenzó a elevarse.
Estaban asustadas y, mientras se arrebujaban en sus esclavinas, agradecían que se les hubiera encomendado una misión sagrada que debían cumplir cuando volvieran al mundo del que durante tanto tiempo las habían protegido.
Pero no era Dios quien observaba desde la cima de una montaña cómo el carro de heno descendía lentamente hacia la penumbra del valle. En una cumbre nevada, por encima de la abadía, un jinete solitario observó el carro hasta que se fundió con la oscura bruma. Entonces azuzó al bayo y se alejó al galope.
Nueva York, diciembre de 1972
Estaba en apuros, en graves apuros.
Todo comenzó aquella Nochevieja, el último día de 1972. Tenía una cita con una pitonisa, pero al igual que el personaje de la cita en Samarra, intenté escapar de mi destino eludiéndolo. No quería que una adivina me contara el futuro. Ya tenía bastantes problemas aquí y ahora. En la Nochevieja de 1972 mi vida ya estaba totalmente patas arriba. Y solo tenía veintitrés años.
En lugar de huir a Samarra me dirigí al centro de datos del último piso del edificio de Pan Am, en pleno corazón de Manhattan. Quedaba más cerca que Samarra y, a las diez de la noche de aquella Nochevieja, era un lugar tan apartado y aislado como la cima de una montaña.
De hecho me sentía como si me encontrara en la cima de una montaña. La nieve se arremolinaba al otro lado de las ventanas que daban a Park Avenue y los grandes copos flotaban en suspensión coloidal. Era como estar dentro de uno de esos pisapapeles que contienen una rosa perfecta o una reproducción en miniatura de una aldea suiza. Con la diferencia de que entre las paredes de cristal del centro de datos de Pan Am había varios metros cuadrados de reluciente y novísimo hardware, que zumbaba suavemente mientras controlaba rutas y expedición de billetes de avión a lo largo y ancho del mundo. Era el sitio ideal al que escapar para pensar.
Y yo tenía mucho en que pensar. Había llegado a Nueva York tres años antes para trabajar en Triple-M, uno de los principales fabricantes de ordenadores del mundo. Por aquel entonces Pan Am era uno de mis clientes. Aún me permiten utilizar su centro de datos.
Luego cambié de trabajo, lo que bien podría haber sido el mayor error de mi vida. Tenía el dudoso honor de ser la primera mujer que formaba parte de las filas profesionales de una respetable empresa de IPA: Fulbright, Cone, Kane & Upham. Mi estilo no les iba.
Para los que no lo sepan, IPA significa «interventor público autorizado». Fulbright, Cone, Kane & Upham era una de las ocho principales empresas de IPA de todo el mundo, una hermandad justamente apodada «las Ocho Grandes».
Un interventor público es un auditor, pero dicho de un modo más amable. Las Ocho Grandes ofrecían ese temido servicio a la mayoría de las compañías importantes. Inspiraban gran respeto, lo que es un modo amable de decir que tenían a los clientes agarrados por las pelotas. Si durante una auditoría las Ocho Grandes proponían al cliente que gastara medio millón de dólares para mejorar su sistema financiero, el cliente tenía que ser idiota para rechazar la propuesta. (O para no tener en cuenta que la empresa auditora de las Ocho Grandes podía proporcionarle el servicio… a cambio de ciertos emolumentos.) En el mundo de las grandes finanzas esas cuestiones se daban por sobrentendidas. Había mucho dinero en juego en la auditoría contable, y hasta un socio recién incorporado podía exigir ingresos de seis cifras.
Puede que algunas personas ignoren que el campo de las auditorías es exclusivamente masculino. Sin embargo, Fulbright, Cone, Kane & Upham se adelantó a su tiempo y me metió en un lío. Como yo era la primera mujer en la empresa que no era secretaria, me trataban como si fuese un artículo tan raro como una especie en extinción, algo potencialmente peligroso que debían vigilar con suma cautela.
Ser la primera mujer en algo no es una ganga. Tanto si eres la primera astronauta como la primera mujer que trabaja en una lavandería, tienes que aprender a aceptar las tomaduras de pelo, las risitas y el escrutinio al que someten tus piernas. También has de resignarte a trabajar más que nadie y cobrar un sueldo inferior.
Aprendí a tomarme a risa que me presentaran como «la señorita Velis, nuestra mujer especialista en esta área». Con semejante presentación, probablemente la gente me tomaba por ginecóloga.
En realidad era experta en informática, la mejor especialista de todo Nueva York en la industria del transporte. Por eso me contrataron. Cuando los directivos de la empresa me vieron, el símbolo del dólar se iluminó en sus ojos inyectados en sangre; no veían a una mujer, sino una cartera ambulante con cuentas de primera. Lo bastante joven para ser impresionable, lo bastante ingenua para dejarse impresionar y tan inocente como para entregar sus clientes a las fauces de tiburón del personal auditor: yo era todo lo que buscaban en una mujer. Pero la luna de miel duró poco.
Pocos días antes de Navidad, estaba a punto de terminar una evaluación de equipos para que un importante cliente naviero adquiriera hardware informático antes de que concluyera el año, cuando Jock Upham, nuestro socio mayoritario, se dignó visitar mi despacho.
Jock tenía más de sesenta años, era alto y delgado, y ofrecía un aspecto artificialmente juvenil. Jugaba al tenis con frecuencia, vestía elegantes trajes de Brooks Brothers y se teñía el pelo. Cuando caminaba, saltaba sobre las puntas de los pies como si se acercara a la red.
Jock apareció de un salto en mi despacho.
—Velis —dijo con tono campechano y cordial—, he estado pensando sobre el estudio que está realizando. He discutido al respecto conmigo mismo y creo que por fin sé qué era lo que me preocupaba.
Era su modo de decir que no tenía el menor sentido discrepar. Ya había hecho de abogado del diablo de las dos partes y la suya, en la que había puesto todo su afán, había ganado.
—Señor, está casi terminado. Hay que entregárselo al cliente mañana, así que espero que no sea necesario introducir grandes cambios.
—Nada del otro mundo —repuso él mientras colocaba la bomba delicadamente—. He llegado a la conclusión de que para nuestro cliente las unidades de disco son más importantes que las impresoras, y me gustaría que modificara los criterios de selección.
Era un ejemplo de lo que en los negocios informáticos se llama «arreglar los números». Además, es ilegal. Hacía un mes, seis vendedores de hardware habían presentado ofertas anónimas a nuestro cliente. Dichas ofertas se basaban en criterios de selección preparados por nosotros, los auditores imparciales. Dijimos que el cliente necesitaba unidades de disco potentes, y uno de los vendedores había presentado la mejor propuesta. Si una vez entregadas las ofertas decidíamos que las impresoras eran más importantes que las unidades de disco, el contrato iría a parar a manos de otro vendedor. Podía imaginar de qué vendedor se trataba: aquel cuyo presidente había invitado a almorzar a Jock ese mismo día.
Evidentemente, algo de valor había cambiado de manos bajo la mesa. Tal vez la promesa de un negocio futuro para nuestra empresa, quizá un yate o un deportivo para Jock. Cualquiera que fuese el trato, yo no quería participar.
—Señor, lo siento, pero es demasiado tarde para cambiar los criterios sin autorización del cliente. Si quiere, podemos telefonearle para decirle que hemos decidido pedir a los vendedores una ampliación de la oferta original, pero entonces no podrá encargar el equipo hasta después de Año Nuevo.
—Eso no es necesario, Velis —repuso Jock—. Si me he convertido en socio mayoritario de esta empresa ha sido precisamente porque siempre me guío por mi intuición. Muchas veces he actuado en nombre de mis clientes y les he ahorrado millones en un abrir y cerrar de ojos, sin que se enteraran. Es ese instinto de supervivencia que año a año ha colocado a nuestra firma en la cumbre misma de las Ocho Grandes. —Me dedicó una sonrisa con hoyuelos.
Las posibilidades de que Jock Upham hiciera algo por un cliente sin jactarse de ello venían a ser las mismas que las de que el camello proverbial pase por el ojo de una aguja. Lo dejé estar.
—Señor, tenemos la responsabilidad moral con nuestro cliente de sopesar y evaluar con ecuanimidad todas las ofertas. Al fin y al cabo, somos una empresa auditora.
Los hoyuelos de Jock desaparecieron.
—¿Está diciendo que se niega a aceptar mi propuesta?
—Si solo se trata de una propuesta, no de una orden, prefiero no aceptarla.
—¿Y si le digo que es una orden? —preguntó Jock ladinamente—. En mi condición de socio mayoritario de la empresa…
—Señor, en ese caso tendré que renunciar al proyecto y dejarlo en manos de otro. Por supuesto, guardaré copias de los papeles de trabajo por si más adelante surge algún problema.
Jock sabía perfectamente a qué me refería. Las empresas de IPA jamás se someten a una auditoría. Las únicas personas en condiciones de hacer preguntas eran funcionarios del gobierno estadounidense. Y sus preguntas se referían a prácticas ilegales o fraudulentas.
—Comprendo —dijo Jock—. Bien, en ese caso dejaré que siga con su trabajo. Es evidente que tendré que tomar esta decisión por mi cuenta.
Jock Upham se volvió bruscamente y salió del despacho.
A la mañana siguiente vino a verme mi jefe, un treintañero fornido y rubio llamado Lisle Holmgren. Estaba agitado, tenía alborotados sus escasos cabellos y torcida la corbata.
—Catherine, ¿qué coño le has hecho a Jock Upham? —Estas fueron sus primeras palabras—. Está que trina. Me ha llamado a primera hora de la mañana. Apenas he tenido tiempo de afeitarme. Dice que estás loca, que necesitas una camisa de fuerza. No quiere que en lo sucesivo te relaciones con ningún cliente; según él, no estás preparada para jugar con los grandes.
La vida de Lisle giraba en torno a la empresa. Tenía una esposa exigente que medía el éxito según las cuotas del club de campo. Lisle siempre acataba las directrices de sus jefes, aunque en ocasiones estuviera en desacuerdo.
—Supongo que anoche perdí la cabeza —comenté con ironía—. Me negué a descartar una oferta. Le dije que encomendara el trabajo a otro si quería seguir adelante.
Lisle se dejó caer en una silla, a mi lado. Estuvo un rato callado.
—Catherine, en el mundo de los negocios hay muchas cosas que a una persona de tu edad pueden parecerle inmorales, pero no necesariamente lo son.
—Esta lo es.