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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca

BOOK: Antes que anochezca
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Annotation
El 7 de diciembre de 1990 el escritor cubano Reinaldo Arenas, en fase terminal del SIDA, se suicidaba en Nueva York dejando este estremecedor testimonio personal y político, que terminó apenas unos días antes de poner fin a su vida. Arenas, en efecto, reunía las tres condiciones más idóneas para convertirse en uno de los muchos parias engendrados por el infierno inquisitorial y carcelario de la Cuba castrista : ser escritor, homosexual y disidente. Silencien o no la presencia de este libro los interesados en perpetuar el engaño, deseamos que sean cada vez menos los que aún digan que ignoran qué encubría, y encubre, el célebre «paraíso caribeño» del patriarca Fidel Castro. De los bajos fondos de la Habana, donde reptan los excluidos del sistema, a la dificultad de vivir, una vez en el exterior, negándose a la discreta neutralidad que la izquierda bien pensante espera de un exiliado cubano, la vida de Arenas fue, muy a pesar suyo, una continua peripecia vital e intelectual.
 
Reinaldo Arenas

 

Antes que anochezca
Introducción
El fin

 

 

Yo pensaba morirme en el invierno de 1987. Desde hacía meses tenía unas fiebres terribles. Consulté a un médico y el diagnóstico fue SIDA. Como cada día me sentía peor, compré un pasaje para Miami y decidí morir cerca del mar. No en Miami específicamente, sino en la playa. Pero todo lo que uno desea, parece que por un burocratismo diabólico, se demora, aun la muerte.
En realidad no voy a decir que quisiera morirme, pero considero que, cuando no hay otra opción que el sufrimiento y el dolor sin esperanzas, la muerte es mil veces mejor. Por otra parte, hacía unos meses había entrado en un urinario público, y no se había producido esa sensación de expectación y complicidad que siempre se había producido. Nadie me había hecho caso, y los que allí estaban habían seguido con sus juegos eróticos. Yo ya no existía. No era joven. Allí mismo pensé que lo mejor era la muerte. Siempre he considerado un acto miserable mendigar la vida como un favor. O se vive como uno desea, o es mejor no seguir viviendo. En Cuba había soportado miles de calamidades porque siempre me alentó la esperanza de la fuga y la posibilidad de salvar mis manuscritos. Ahora la única fuga que me quedaba era la muerte. Casi todos los manuscritos sacados de Cuba habían sido corregidos por mí, y estaban en manos de mis amigos o se habían publicado. Durante cinco años de exilio también había escrito un libro de ensayos sobre la realidad cubana,
Necesidad de libertad
, seis piezas de teatro publicadas bajo el título de
Persecución
y le había puesto punto final a la novela
El portero
y a
Viaje a La Habana
, aunque cuando escribí esta novela ya me sentía enfermo. Lamentaba sin embargo tener que morirme sin haber podido terminar la
Pentagonía
, un ciclo de cinco novelas de las cuales había publicado ya
Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas
y
Otra vez el mar
. Lamentaba también dejar a algunos amigos como Lázaro, Jorge y Margarita. Lamentaba el dolor que a ellos y a mi madre les iba a causar mi muerte. Pero ahí estaba la muerte y no había otra actitud que asumirla.
Lázaro, sabiendo que yo me sentía muy mal, voló a Miami y me trajo inconsciente al New York Hospital. Fue un gran problema, según él mismo me contó, ingresarme, pues yo no tenía seguro médico. Lo único que tenía en el bolsillo era la copia del testamento que le había enviado a Jorge y Margarita. Mientras yo casi agonizaba, los médicos me negaban la admisión puesto que no tenía con qué pagar. Afortunadamente había allí un médico francés, a quien Jorge y Margarita conocían, que me ayudó a ingresar en el hospital. De todos modos, según me dijo otro médico, el doctor Gilman, tenía sólo un diez por ciento de sobrevida.
Fui ingresado en la sala de emergencias donde todos estábamos en estado de agonía. De todas partes me salían tubos: de la nariz, de la boca, de los brazos; en realidad parecía más un ser de otro mundo que un enfermo. No voy a contar todas las peripecias que padecí en el hospital. El caso es que no me morí en esos instantes como todos esperábamos. El mismo médico francés, el doctor Olivier Ameisen (un excelente compositor musical por lo demás), me propuso que yo le escribiese letras de algunas canciones para que él les pusiera música. Yo, con todos aquellos tubos y con un aparato de respiración artificial, garrapateé como pude el texto de dos canciones. Olivier iba a cada rato a la sala del hospital, donde todos nos estábamos muriendo, a cantar las canciones que yo había escrito y a las que él había puesto música. Iba acompañado de un sintetizador electrónico, un instrumento musical que producía todo tipo de notas e imitaba cualquier otro instrumento. La sala de emergencias se pobló de las notas del sintetizador y de la voz de Olivier. Considero que sus dotes como músico eran muy superiores a las de médico. Yo, desde luego, no podía hablar; tenía además en la boca un tubo conectado a los pulmones. En realidad estaba vivo porque aquella máquina respiraba por mí, pero pude, con un poco de esfuerzo, escribir mi opinión en una libreta acerca de las composiciones de Olivier. Me gustaban en verdad aquellas canciones. Una se titulaba
Una flor en la memoria
y la otra,
Himno.
Lázaro me visitaba a cada rato. Iba con una antología de poesía, abría el libro al azar y me leía algún poema. Si el poema no me gustaba, yo movía los tubos instalados en mi cuerpo y él me leía otro. Jorge Camacho me llamaba desde París todas las semanas. Se estaba traduciendo
El portero
al francés y Jorge me pedía consejo sobre algunas palabras difíciles. Al principio yo sólo podía responder con balbuceos. Después mejoré un poco y me trasladaron a una habitación privada. Aunque no podía moverme, era una suerte estar en una habitación; por lo menos tenía un poco de paz. Además, ahora ya me habían quitado el tubo de la boca y podía hablar. Así se terminó la traducción de
El portero.
Al cabo de tres meses y medio me dieron de alta. Casi no podía caminar, y Lázaro me ayudó a subir a mi apartamento, que por desgracia está en un sexto piso sin ascensor. Llegué con trabajo hasta allá arriba. Lázaro se marchó con una inmensa tristeza. Ya en la casa, comencé como pude a sacudir el polvo. De pronto, sobre la mesa de noche me tropecé con un sobre que contenía un veneno para ratas llamado
Troquemichel
. Aquello me llenó de coraje, pues obviamente alguien había puesto aquel veneno para que yo me lo tomara. Allí mismo decidí que el suicidio que yo en silencio había planificado tenía que ser aplazado por el momento. No podía darle ese gusto al que me había dejado en el cuarto aquel sobre.
Los dolores eran terribles y el cansancio inmenso. A los pocos minutos, llegó René Cifuentes y me ayudó a limpiar la casa y a comprar algo de comer. Después me quedé solo. Como no tenía fuerzas para sentarme a la máquina, comencé a dictar en una grabadora la historia de mi propia vida. Hablaba un rato, descansaba y seguía. Había empezado ya, como se verá más adelante, mi autobiografía en Cuba. La había titulado
Antes que anochezca
, pues la tenía que escribir antes de que llegara la noche ya que vivía prófugo en un bosque. Ahora la noche avanzaba de nuevo en forma más inminente. Era la noche de la muerte. Ahora sí que tenía que terminar mi autobiografía antes de que anocheciera. Lo tomé como un reto. Y seguí así trabajando en mis memorias. Yo grababa un casete y se lo daba a un amigo, Antonio Valle, para que lo mecanografiara.
Había grabado ya más de veinte casetes y aún no anochecía.
En la primavera de 1988 salió
El portero
en Francia. Fue un éxito de crítica y de publicidad. La novela había quedado finalista, junto con otras dos, en el premio Médicis a la mejor novela extranjera. La editorial me mandó un pasaje de avión, pues yo había sido invitado a participar en el programa
Apostrophes
en la televisión francesa. Era el programa cultural de más audiencia en Francia y se transmitía en vivo por toda Europa. Acepté la invitación sin siquiera saber si podría o no bajar las escaleras de mi casa y llegar al avión. Pero el estímulo de mis amigos Jorge y Margarita creo que me ayudó. Llegué a París y me presenté al programa. Casi nadie sabía que mientras yo hablaba en aquel programa que duraba una hora o más, en realidad yo estaba al borde de la muerte. Me pasé unos días en París y regresé a mi autobiografía. Mientras trabajaba en ella, revisaba la excelente traducción que Liliane Hasson me hacía de
La Loma del Angel
, una parodia sarcástica y amorosa de la
Cecilia Valdés
de Cirilo Villaverde.
Pero las calamidades físicas no se detenían; por el contrario, avanzaban rápidamente. Volví a contraer una clase de neumonía denominada PCP, que era la misma que había contraído antes. Ahora las posibilidades de escapar con vida eran menores, pues el cuerpo estaba más debilitado. Sobreviví a la pulmonía, pero allí mismo, en el hospital, contraje otras enfermedades terribles, como cáncer, sarcoma de Kaposi, flebitis y algo horrible llamado toxoplasmosis, que consiste en un envenenamiento de la sangre en el cerebro. El mismo médico que me atendía, el doctor Harman, creo que me miraba con tanta pena que yo a veces trataba de consolarlo. De todos modos sobreviví entonces a aquellas enfermedades o por lo menos al estado de mayor gravedad. Tenía que terminar la
Pentagonía
. En el hospital comencé a escribir la novela
El color del verano
. Tenía en las manos distintas agujas con sueros, por lo que me era un poco difícil escribir, pero me prometí llegar hasta donde pudiera. No comencé esta novela (para mí fundamental del ciclo) por el principio, sino por un capítulo titulado «Las tortiguaguas». Cuando salí del hospital terminé mi autobiografía (con excepción, desde luego, de esta introducción) y continué trabajando en
El color del verano
. También trabajaba conjuntamente con Roberto Valero y María Badías en la revisión de la quinta novela de la
Pentagonía, El asalto
. En realidad se trataba de un manuscrito escrito en Cuba atropelladamente para poder sacarlo del país. Lo que Roberto y María hicieron fue una labor de traducción de un idioma casi ininteligible al español. El caso es que la novela se terminó de pasar en limpio y engrosó mis originales en la biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton, donde pueden ser consultados.
En esos días llegó mi madre de Cuba, con esos permisos taimados que da Castro a las personas mayores para recaudar dólares. No me quedó más remedio que viajar a Miami. Mi madre no notó que me estaba en verdad muriendo y yo la acompañé a que hiciera todas sus compras. No le dije nada de mi enfermedad, y ni siquiera a estas alturas (mediados de 1990), le he dicho nada. Contraje de nuevo en Miami otra pulmonía. Llegué a Nueva York directo para el hospital. Salí y me fui a España, a la casa de campo de Jorge y Margarita. Allí podía respirar aire puro.
Recuerdo que, estando en casa de Jorge en la finca Los Pajares (era entonces el otoño de 1988), se nos ocurrió la idea de hacer una carta abierta a Fidel Castro solicitándole un plebiscito, más o menos como el que se le había hecho a Pinochet. Jorge me dijo que redactara la carta y los dos nos dimos a la tarea. Luego la firmamos él y yo: aunque no consiguiéramos más firmas, se la enviaríamos con nuestras dos modestas firmas. No fue así; conseguimos miles de firmas, incluyendo las de ocho personas que habían recibido el Premio Nobel.
1
Desatamos una labor tremenda en aquella finca donde no había ni agua corriente ni luz eléctrica. La carta se publicó en los periódicos y fue un golpe terrible para Castro, pues puso en evidencia que su dictadura era aún peor que la de Pinochet, pues él jamás iba a hacer elecciones libres. Los que todavía ingenuamente pretenden sostener un diálogo con Castro deberían recordar su reacción a esta carta, pues llamó a sus firmantes «agentes de la CIA» primero, y luego «hijos de puta». Obviamente Castro sólo tiene ahora una salida, el diálogo con el exilio para seguir en el poder. Lo increíble es que muchas personas del exilio, consideradas intelectuales, están a favor del diálogo. Eso es desconocer completamente la personalidad de Castro y sus ambiciones. Claro está que Castro desde Cuba ha creado comités pro-diálogo, y esas personas se hacen pasar hasta por presidentes de comités de derechos humanos. De una parte están los agentes de Castro, fuera y dentro de Cuba, trabajando en su favor; de otra, los ambiciosos con ansias de figurar; y de otra aún, los canallas que piensan «sacarle alguna lasca» al negocio del diálogo.
Algún día, desde luego, el pueblo derrocará a Castro y lo menos que hará será ajusticiar a los que impunemente colaboraron con el tirano. Las personas que promueven un diálogo con Castro, a sabiendas (como lo saben todos) de que Castro no abandonará el poder por las buenas y lo que necesita es una tregua y una ayuda económica para fortalecerse, son tan culpables como los esbirros que torturan y asesinan al pueblo, o tal vez más, pues en Cuba se vive bajo el terror absoluto. Fuera, por lo menos se puede optar por cierta dignidad política. Todos estos figurones que sueñan con aparecer en las pantallas de televisión dándole la mano a Fidel Castro y en convertirse en figuras políticas relevantes, deben tener sueños más objetivos: deben soñar con una cuerda de la cual se balancearán en el Parque Central de La Habana, pues el pueblo de Cuba, en su generosidad, cuando llegue el momento de la verdad, los ahorcará. Así morirán a gusto, pues no habrá habido al menos con ellos ningún derramamiento de sangre. Tal vez ese acto de justicia sirva de ejemplo para el futuro, pues Cuba es un país que produce canallas, delincuentes, demagogos y cobardes en relación desproporcionada a su población.
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