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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (8 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Los rebeldes eran, por lo demás, guapos, jóvenes y viriles; al menos aparentemente. Toda la prensa mundial quedó fascinada con aquellos hermosos barbudos, muchos de los cuales tenían además una espléndida melena.
Bajamos de las lomas y nos recibieron como héroes; en mi barrio de Holguín, me dieron una bandera del 26 de Julio y yo recorrí la cuadra con aquella enorme bandera en la mano. Me sentí un poco ridículo, pero había alegría, resonaban los himnos y todo el pueblo se había lanzado a la calle. Seguían llegando los rebeldes con crucifijos y cadenas hechos de semillas; eran los héroes. En realidad, algunos sólo llevaban cuatro o cinco meses alzados, pero en general las mujeres y también muchos hombres de la ciudad se volvían locos por aquellos peludos; todos querían llevarse algún barbudo a su casa. A mí aún no me había salido barba, porque sólo tenía quince años.
La Revolución

 

La Revolución castrista comenzó después de 1959.
Y, con ella, comenzaba el gran entusiasmo, el gran estruendo y un nuevo terror. Comenzaba una verdadera cacería contra los soldados de Batista, contra los supuestos delatores, contra los militares del régimen en desgracia y contra los «tigres» de Masferrer. Masferrer era un político cubano y a la vez un gánster; términos que no se excluyen. En los últimos años se había hecho de un ejército particular; casi todos sus soldados fueron ultimados en plena calle o en las casas o en la Loma de la Cruz, a donde subían desesperados tratando de abandonar el pueblo. Todo eso sucedía mientras Masferrer huía en una lancha hacia Estados Unidos. En los primeros días, muchas personas fueron asesinadas sin que se les celebrase juicio alguno. Después se crearon los llamados «tribunales revolucionarios» y se fusilaba a la gente rápidamente: bastaba con la delación de alguien ante algún juez improvisado por el nuevo régimen. Los juicios eran representaciones teatrales donde la gente se divertía viendo cómo condenaban al paredón a un pobre diablo, que tal vez sólo le había dado una bofetada a alguien que ahora aprovechaba para vengarse; morían inocentes y culpables. Ahora morían muchas más gentes que las que murieron en aquella guerra que nunca se celebró.
A pesar de la euforia, muchos no estaban de acuerdo con aquellos fusilamientos. Recuerdo particularmente esta imagen: un hombre era conducido al paredón por haber matado a un joven revolucionario; el hombre marchaba por la carretera escoltado por soldados rebeldes que impedían que la muchedumbre lo despedazase para que, al menos, llegase vivo al paredón. De pronto apareció en la calle una mujer vestida de negro que detuvo la manifestación. Comenzó a gritar que lo castigaran, pero que no lo mataran; era la madre del joven asesinado. No le hicieron caso a aquella mujer; su petición de clemencia no contaba, sólo el nuevo orden y la necesidad de venganza tanto tiempo reprimida; el hombre fue conducido fuera de la ciudad y allí se le fusiló. Esos fusilamientos eran cotidianos.
En Holguín los juicios se celebraban en el teatro de La Pantoja, que era una enorme escuela militar creada por Batista y que ahora estaba en manos de los rebeldes. Eran juicios orales, espectaculares y fulminantes. Muchas veces se transmitían por televisión.
Han pasado más de treinta años y todavía Fidel Castro sigue celebrando esos juicios teatrales y, desde luego, de vez en cuando, también los televisa. Pero ahora Castro ya no fusila a los esbirros de Batista, fusila a sus propios soldados y a veces hasta a sus propios generales.
¿Por qué la inmensa mayoría del pueblo y los intelectuales no nos dimos cuenta de que comenzaba otra vez una nueva tiranía, aún más sangrienta que la anterior? Quizá nos dimos cuenta, pero el entusiasmo de saber que se vivía ahora en una revolución, que se había derrocado una dictadura y que había llegado el momento de la venganza eran superiores a las injusticias y a los crímenes que se estaban cometiendo. Además, no solamente se cometían injusticias. Los fusilamientos se realizaban en nombre de la justicia y de la libertad y, sobre todo, en nombre del pueblo.
El año 1960 fue todavía un año de júbilo colectivo; se seguían fusilando a los llamados «esbirros», pero la inmensa mayoría de la población, en medio de aquella euforia —hay que confesarlo— apoyaba los fusilamientos. No es posible olvidar a aquellas multitudes enardecidas, de más de un millón de personas, desfilando ante la Plaza de la Revolución —que, por cierto, no había sido construida por la Revolución sino por la tiranía derrocada— gritando la palabra «paredón». En aquel momento yo estaba integrado a la Revolución; no tenía nada que perder, y entonces parecía que había mucho que ganar; podía estudiar, salir de mi casa en Holguín, comenzar otra vida.
Un estudiante

 

Obtuve una beca en lo que antes era el campamento militar de Batista llamado La Pantoja, que ahora se había convertido en una escuela politécnica. Yo tenía dieciséis años cuando comenzaron las clases; era un curso en el cual nos graduaríamos para ser contadores agrícolas. Era una nueva disciplina que el Gobierno —que ya tenía planes secretos de confiscar todas las tierras— necesitaba impartir. Creo que fue una de las primeras becas que el gobierno de Castro creó porque era un centro para formar a jóvenes comunistas. La mayoría de los que allí entramos no nos dimos cuenta, en aquel primer momento, del objetivo fundamental de aquel curso. Fuimos «captados» por toda la isla.
Yo era un adolescente encerrado en un campamento con más de dos mil jóvenes a los cuales no se nos permitía salir a la calle. Podría pensarse —yo mismo lo pienso ahora— que aquel momento era el más apropiado para que yo desarrollase mis tendencias homosexuales y tuviese múltiples relaciones eróticas; no tuve ninguna. Entonces, yo padecía todos los prejuicios típicos de una sociedad machista, exaltados por la Revolución; en aquella escuela desbordada de una virilidad militante no parecía haber espacio para el homosexualismo que, ya desde entonces, era severamente castigado con la expulsión y hasta con el encarcelamiento. Sin embargo, entre aquellos jóvenes se practicó de todos modos el homosexualismo, aunque de una manera muy velada. Los muchachos que eran sorprendidos en esos actos tenían que desfilar con sus camas y todas sus pertenencias rumbo al almacén, donde, por orden de la dirección, tenían que devolverlo todo; los demás compañeros debían salir de sus albergues, tirarles piedras y caerles a golpes. Era una expulsión siniestra, por cuanto conllevaba también un expediente que perseguiría a esa persona durante toda su vida y le impediría estudiar en otra escuela del Estado —y el Estado ya empezaba a controlarlo todo. Muchos de aquellos jóvenes con sus camas a cuestas parecían muy varoniles» Al ver aquel espectáculo me sentía avergonzado y aterrorizado. «Pájaro, eso es lo que tú eres», volvía a escuchar la voz de mi compañero de estudios cuando estaba en la escuela secundaria y comprendía que ser «pájaro» en Cuba era una de las calamidades más grandes que le podía ocurrir a un ser humano.
Además de las depuraciones morales también se realizaban ya depuraciones políticas; todos los profesores eran comunistas y, desde luego, una de las clases más importantes era la del marxismo-leninismo. Teníamos que aprendernos al dedillo el
Manual de la Academia de Ciencias
de la URSS; el
Manual de economía política
, de Nikitin; y
Los fundamentos del socialismo en Cuba
, de Blas Roca. Desde luego, también recibíamos clases de contabilidad y, como parte del curso, teníamos que subir periódicamente al Pico Turquino en la Sierra Maestra; la Sierra Maestra era como el santuario que en peregrinación debíamos visitar cada cierto tiempo; era, y creo que lo sigue siendo, como una especie de desfile a la Meca o al Santo Sepulcro. La Sierra Maestra había sido el lugar donde se había escondido Fidel Castro hasta la fuga de Batista. Para graduarse de contador agrícola había que subir al Pico Turquino seis veces y quien no pudiera subirlo, por impedimento físico o por lo que fuese, era considerado un flojo y no podía graduarse. En realidad, era un privilegio subir solamente seis veces al Pico Turquino para graduarse de contador agrícola; recuerdo que mientras subía yo una vez, tropecé con un joven que iba casi a rastras; estaba estudiando la carrera diplomática, y para graduarse, tenía que subir el Pico Turquino veinticinco veces. No sé si llegó a ser un buen diplomático, pues no tenía muchas dotes como alpinista.
Para mí, un guajiro criado entre los matorrales y las lomas, subir aquellos montes con todos aquellos muchachos, dormir al aire libre en hamacas y bañarnos en los ríos, era una aventura. Cuando subíamos aquellas montañas cantando, nadie sospechaba que detrás de aquellas excursiones se ocultaban planes sórdidos, pero así era. A los pocos meses se nos dijo que no éramos simples estudiantes, sino la vanguardia de la Revolución y, por lo tanto, jóvenes comunistas y soldados del ejército. En las últimas excursiones ya no cantábamos lo que queríamos, sino que teníamos que cantar
La Internacional
y otros himnos comunistas. El director de la escuela era Alfredo Sarabia, un viejo militante del Partido Comunista; así, en el año 1960, mientras Castro le aseguraba al mundo que no era comunista y que la Revolución cubana era «tan verde como las palmas», ya se estaba preparando en Cuba a la juventud dentro de la doctrina comunista y además instruyéndonos militarmente, porque también recibíamos clases militares y hasta nos enseñaban a manipular armas de largo alcance.
Uno de los profesores compuso un himno a los contadores agrícolas que comenzaba diciendo que éramos «la vanguardia de la Revolución». En realidad nosotros, y los maestros voluntarios que estaban en la misma Sierra Maestra, éramos los primeros «cuadros de la Revolución», como se decía entonces. Nosotros seríamos los encargados de llevar la contabilidad y la administración en las granjas del pueblo; es decir, las granjas estatales, porque jamás pertenecieron al pueblo. Muchos de aquellos compañeros llegaron después a ser dirigentes del régimen de Castro, otros se suicidaron. Recuerdo a uno de mis amigos de Holguín que se descargó su ametralladora en la cabeza. Los que persistíamos éramos los hombres nuevos, los jóvenes comunistas que controlaríamos la economía del país.
No era fácil sobrevivir a todas aquellas depuraciones que tenían un carácter moral, político, religioso y hasta físico, además de tener que pasar todos los exámenes técnicos. De los dos mil alumnos quedamos menos de mil; desde luego, no fui yo solo quien supo ocultar su homosexualidad y su rechazo al comunismo; muchos alumnos que eran homosexuales se las arreglaron para sobrevivir; otros, sencillamente, se negaron a sí mismos. Los anticomunistas, como yo mismo, recitábamos de carretilla los manuales de marxismo; tuvimos desde temprano que aprender a ocultar nuestros deseos y tragamos cualquier tipo de protesta. En una asamblea en el gran teatro de la escuela —el mismo donde se celebraban los juicios para fusilar a los contrarrevolucionarios— alguien le dijo al director que entre los granos del arroz se descubrían gorgojos y gusanos; el director se paró rojo de furia y llamó flojo y contrarrevolucionario a aquel joven que carecía, para él, de espíritu de sacrificio. Sarabia terminó su discurso diciendo que pronto tendríamos que aprender a comernos los gusanos y olvidamos del arroz. El que protestó era un joven de raza china y fue expulsado de la escuela. Pero las expulsiones también tenían carácter selectivo y algunas personas eran intocables.
Sin embargo, hay que reconocer que el entusiasmo estaba todavía por encima del desencanto.
Algunos profesores, por no decir la mayoría, tenían sus relaciones sexuales con los alumnos; había uno, llamado Juan, que había tenido relaciones con un centenar de estudiantes. A veces, frente a su cuarto, los jóvenes hacían cola para templárselo; todo eso yo lo vi. Además, uno de mis compañeros, famoso por tener uno de los falos más grandes de toda la escuela, me contaba que era uno de los preferidos de aquel profesor de marxismo.
Yo creo que muchos de los jóvenes que estaban allí becados eran «bugarrones», es decir, homosexuales activos. Para ellos templarse a otro joven no era signo de homosexualidad; el maricón era el templado. Una vez hubo un escándalo enorme cuando se descubrió que más de cien becados brincaban el muro de la escuela para templarse a un maricón que venía todas las noches caminando desde Holguín a recibir a sus pretendientes. Cuando llegó Sarabia, con el ejército de sus profesores más fieles, el muchacho desnudo echó a correr y se perdió por las lomas de Holguín; los becados, aprovechando la oscuridad, desaparecieron en sus albergues. Esa noche Sarabia convocó a todos los estudiantes al teatro y pronunció un enorme discurso lleno de consignas y amenazas. Luego, se proyectó una película rusa que era nada menos que
La vida de Lenin
. Casi todas las noches íbamos al teatro a ver alguna película rusa; también comíamos mucha carne rusa. Indiscutiblemente nos adoctrinaban, pero también nos alimentaban y estábamos estudiando gratis; el gobierno nos vestía, nos educaba a su modo y disponía de nuestro destino.
La Habana

 

En 1960 fui a La Habana. El 26 de julio Fidel Castro pronunciaba un enorme discurso y necesitaba público para llenar la Plaza de la Revolución. A nosotros, más de mil jóvenes, nos metieron en un tren cañero y llegamos a La Habana después de un viaje que duró más de tres días. Casi todos íbamos erotizados en aquel tren; los cuerpos sudorosos y pegados unos a otros. Yo también me erotizaba, pero seguía empecinado en mi absurdo machismo al que me era muy difícil renunciar por problemas de prejuicios.
Yo tenía entonces dos novias: Irene, a la que había conocido antes de entrar a la beca, y Marlene, que era ya como mi novia clásica. Se turnaban y me visitaban en la beca los domingos, que eran los días de visita. Yo entonces era muy «macho»; trataba de serlo y, aunque a veces tenía relaciones platónicas con otros muchachos, eran relaciones varoniles, relaciones de fuerza; simulacros de lucha y juegos de manos.
Llegamos a La Habana. Me fascinó la ciudad; una ciudad, por primera vez en mi vida; una ciudad donde nadie se conocía, donde uno podía perderse, donde hasta cierto punto a nadie le importaba quién fuera quién. Nos alojamos en el hotel Habana Libre, es decir, el hotel Habana Hilton, súbitamente convertido en hotel Habana Libre. Dormíamos seis o siete jóvenes en cada habitación.
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