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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (29 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Yo me di cuenta, inmediatamente, de que todo aquello de llevarme al Morro no había sido más que un paripé; que querían confundir a la opinión pública extranjera convirtiéndome en un preso común, pero a la vez, someterme a los interrogatorios de la Seguridad del Estado. Sabía por los amigos míos que habían estado en manos de la Seguridad lo que eso significaba: torturas, humillaciones de todo tipo, interrogatorios incesantes hasta que uno terminara delatando a los amigos; no estaba dispuesto a eso.
El oficial siguió hablando, siempre con un tono amable. Dijo que estaba allí para ayudarme y que de acuerdo a mi comportamiento se extendería o no mi estancia en la celda de castigo. Se ponía de pie y caminaba por el recinto; se rascaba los testículos. Me imagino que sabía que yo era homosexual y rascarse aquellos testículos delante de mí era dar una prueba de su hombría, era como decirme que el macho era él. Víctor tendría unos treinta años, era alto, buen mozo; era para mí un gran placer verlo caminar, mientras se agarraba los testículos; en realidad era un verdadero homenaje y más teniendo en cuenta que yo llevaba más de seis meses sin realizar ningún acto sexual. Cuando me llevaron para la galera, a pesar de mi debilidad, pude masturbarme con aquella imagen agradable: Víctor con su mano en los testículos se me acercaba, se abría la portañuela y yo comenzaba a mamarle el sexo. Esa noche dormí plácidamente.
Durante una semana Víctor vino todos los días al Morro a interrogarme y a sobarse los testículos mientras lo hacía. La Seguridad del Estado estaba interesada en saber cómo había sacado yo mis manuscritos y el comunicado a la Cruz Roja Internacional, a la ONU y a la UNESCO. Mis amigos Margarita y Jorge habían llevado a cabo una gran campaña en la prensa francesa para denunciar la situación en que yo me encontraba. En el diario
Le Figaro
había salido una nota donde se decía que yo había desaparecido desde hacía cinco meses; la Seguridad quería saber quién se había comunicado con ese periódico, quiénes eran mis amistades en Cuba y en el extranjero. Yo tenía unas gomas de automóvil en mi cuarto y también unas cámaras; mi tía me denunció por ello a la policía cuando hicieron el registro de mi habitación. Tener un objeto flotante era ya una prueba de que uno quería irse del país, lo cual podía significar ocho años de cárcel. Mi caso era complejo. Según decía Víctor, una noche, mientras yo estaba prófugo, había explotado una mina y un joven se había hecho pedazos; creían que había sido yo. Sabían de mi viaje a Guantánamo y querían que dijera quién me había ayudado a llegar hasta allá. En fin, si yo confesaba, iba a delatar a más de quince o veinte amigos míos que se habían sacrificado por mí; yo no podía hacer eso. Por eso, a la semana de seguir interrogado, decidí otra vez intentar el suicidio, lo cual no era fácil en aquellas galeras de castigo donde no había ni cuchillas ni cordones de zapatos; dejé de comer pero el organismo resiste infinitamente, y muchas veces triunfa.
Una noche rompí el uniforme, hice una especie de soga con él y me colgué agachado de la baranda de hierro de la cama. Estuve colgado como cuatro o cinco horas; perdí el conocimiento, pero parece que yo no era muy práctico en esto de ahorcarme y no logré morir. Los soldados me descubrieron, abrieron la celda y me bajaron de allí, tirándome en el piso; vino el médico de la prisión, que era el mismo que me había atendido seis meses antes cuando me había tomado las pastillas, y me dijo: «Tienes mala suerte; no lo lograste».
Me vinieron a buscar en una camilla. Yo estaba desnudo y los soldados hacían chistes acerca de mis nalgas; decían que por ellas podía pasar cualquiera. Realmente, no estaban malos aquellos soldados; eran bugarrones todos y me tocaban las nalgas, mientras los presos que estaban en la celda de los condenados a muerte se reían. Estuve como dos horas en el piso frente a la galera de aquellos presos condenados a muerte y, pasado ese tiempo, todos aquellos hombres estaban eufóricos; alguien enseñaba el culo, alguien estaba tirado, desnudo, en una galera frente a ellos.
Finalmente, me llevaron al hospital; me pusieron sueros y me dieron medicamentos. Al día siguiente, se me acercó aquel médico, que era un hombre bastante cruel, para decirme que no creía que yo estuviera allí en el Morro muchos días, porque la Seguridad del Estado no quería suicidios antes de las confesiones. En efecto, al tercer día vino Víctor con dos oficiales más; me dijeron que me pusiera de pie y los acompañara. Me sacaron del Morro y afuera me montaron en un carro del G-2, absolutamente escoltado por soldados armados y atravesamos rápidamente toda La Habana.
Villa Marista

 

Llegamos a Villa Marista, la sede principal de la Seguridad del Estado cubana. Una vez allí, me llevaron hasta una oficina, me quitaron toda la ropa y me dieron un mono color amarillo, me quitaron mis chancletas y me dieron otras y me sentaron en un sillón que parecía como una silla eléctrica, llena de correas en los brazos y en las patas; sí, era una especie de silla eléctrica tropical. Allí me fotografiaron y me tomaron las huellas digitales. Después, me llevaron para el segundo piso; a mi paso veía las pequeñas celdas con un bombillo que se mantenía día y noche encendido sobre la cabeza del prisionero; comprendí que aquel sitio era, en efecto, más terrible que la Inquisición.
Llegué a mi celda, que era la número 21, donde me hicieron entrar. La pequeña escotilla que servía para mirar al pasillo, la dejaron cerrada. Allí, nunca supe cuándo era de día y cuándo era de noche; aquel bombillo permanecía encendido siempre; el baño era un hueco. Cuatro días estuve allí sin ver a nadie. Al cuarto día me sacaron de la celda y me llevaron a una oficina de interrogación.
Un teniente que dijo llamarse Gamboa comenzó su interrogatorio preguntándome si yo sabía dónde estaba; le contesté que sabía que estaba en la Seguridad del Estado. Entonces me dijo: «¿Tú sabes lo que eso significa? Significa que aquí te podemos desaparecer, te podemos aniquilar y nadie se va a enterar; todo el mundo piensa que tú estás en el Morro y es muy fácil morir allí de una puñalada o de cualquier otra forma». Desde luego, entendí lo que me estaba diciendo; comprendí en ese momento por qué no me habían llevado directamente a la Seguridad, sino al Morro; yo estaba en el Morro para todos mis amigos, incluso para mi propia madre, a la cual le habían dado el pase para que me fuera a ver con toda intención de que me viera en aquel lugar. Ahora, si me asesinaban ellos, la opinión pública pensaría que había muerto a manos de algún delincuente en el Morro y nunca habría estado en la Seguridad del Estado.
Era muy difícil para mí no enredarme en medio de aquellas miles de preguntas que constituían el interrogatorio. A veces lo comenzaban por la madrugada y podía prolongarse durante todo el día; otras veces me dejaban de interrogar durante una semana y parecía como si se hubiesen olvidado de mí, para luego reaparecer y llevarme de nuevo ante aquel oficial. Aquel hombre no creía ni una palabra de todo lo que yo le decía; a veces, enfurecido, se marchaba y durante horas yo me quedaba a solas en aquella oficina donde era interrogado, o venía otro oficial y continuaba el interrogatorio.
Había una cantidad enorme de rusos en la Seguridad del Estado; en realidad estaba absolutamente controlada por la KGB y no era otra cosa que una dependencia de ella. Los oficiales soviéticos eran los más respetados y temidos; todos se cuadraban ante ellos como si fueran generales; tal vez lo eran.
El teniente Gamboa insistía mucho en mi soledad, en que todos mis amigos me habían abandonado y nadie iba a hacer nada por mí. Insistía también en mis relaciones sexuales con Miguel Barniz. Al principio me preguntó cómo estaba mi amante y yo no sabía a quién se refería porque, en realidad, yo había tenido tantos que no podía saber de quién se trataba; entonces, me dijeron que se referían a Barniz y me preguntaron varias cosas acerca de él, incluso bastante íntimas. Siempre, aunque un individuo sea aliado de la Seguridad del Estado, ellos quieren tener todos los elementos posibles sobre esa persona para cuando caiga en desgracia o lo quieran eliminar. En aquel momento, yo no tenía nada que decir de Barniz.
«¿Y las hermanas Brontê?», me preguntó una tarde aquel oficial. En ese momento comprendí que una de las personas que había informado sobre mí, durante muchos años era Hiram Pratt; las hermanas Brontê eran los hermanos Abreu, y sólo Hiram Pratt sabía que yo les llamaba cariñosamente de ese modo. El teniente sabía de nuestras reuniones en el Parque Lenin y de nuestra amistad. No me sorprendió demasiado el hecho de que Hiram Pratt fuera un delator; después de vivir todos aquellos años bajo aquel régimen, había aprendido a comprender cómo la condición humana va desapareciendo en los hombres y el ser humano se va deteriorando para sobrevivir; la delación es algo que la inmensa mayoría de los cubanos practica diariamente.
Supe, al salir de la cárcel, que Hiram Pratt, bajo presión de la Seguridad del Estado, había ido a visitar a casi todos mis amigos averiguando dónde yo estaba escondido, cuando estaba prófugo. También fue a ver a mi madre.
La noche en que supe que Hiram era un delator, regresé a la celda bastante deprimido.
Un día empecé a sentir en la celda de al lado una especie de ruido extraño que era como si un pistón estuviera soltando vapor; al cabo de una hora empecé a sentir unos gritos desgarradores; el hombre tenía un acento uruguayo y gritaba que no podía más, que se iba a morir, que detuviesen el vapor. En aquel momento comprendí en qué consistía aquel tubo que yo tenía colocado junto al baño de mi celda y cuyo significado ignoraba; era el conducto a través del cual le suministraban vapor a la celda de los presos que, completamente cerrada, se convertía en un cuarto de vapor. Suministrar aquel vapor se convertía en una especie de práctica inquisitorial, parecida al fuego; aquel lugar cerrado y lleno de vapor hacía a la persona casi perecer por asfixia. Cada cierto tiempo entraba un médico a tomarle la presión y ver cómo marchaba el corazón y decía: «Aún pueden darle un poco más». Entonces el vapor comenzaba a hacerse más fuerte y, cuando ya estaba a punto de morir de un infarto, lo sacaban de la celda y lo llevaban al interrogatorio.
Aquello sucedió con mi vecino durante más de un mes; yo le daba golpecitos en la pared y él golpeaba como respuesta. En realidad, estaban asesinándolo, porque no había organismo capaz de resistir, con aquella pobre alimentación, aquellos baños de vapor incesantes. Al cabo de algún tiempo los baños cesaron; pensé que tal vez había confesado o quizá se había muerto.
Me cambiaron para una celda peor que la anterior; entendí que era el castigo por mi falta de sinceridad con el teniente que me estaba interrogando. Sin embargo, las denuncias que estaban haciendo mis amigos en el exterior tenían su efecto; aunque me seguían amenazando, temían a la opinión pública extranjera. Desde luego, no iban a sacarme de aquella celda, pero querían que yo hiciera una confesión donde dijera que era un contrarrevolucionario, que me arrepentía de mi debilidad ideológica al escribir y publicar los libros que ya había publicado, que la Revolución había sido extraordinariamente justa conmigo. En fin, una confesión que constituyera una conversión y, desde luego, el compromiso de trabajar para ellos y de escribir libros optimistas. Me dieron una semana para pensarlo. Yo no quería retractarme de nada; no creía que tuviera que retractarme de nada; pero después de tres meses en la Seguridad del Estado, firmé la confesión.
Desde luego, eso solamente prueba mi cobardía; mi debilidad, la certeza de que no tengo madera de héroe y de que el miedo, en mi caso, está por encima de mis principios morales. Pero me consolaba pensando que, cuando estaba en el Parque Lenin, había escrito en el comunicado a la Cruz Roja Internacional, a la ONU, a la UNESCO y otras muchas organizaciones, que nunca lo publicaron, que las denuncias que yo hacía contra el régimen de Fidel Castro eran absolutamente ciertas y que todo aquello era la verdad, aun cuando en un momento dado tuviera que negarlo; yo sabía que podía llegar el momento de mi retractación.
Entonces, cuando le dije al oficial que estaba dispuesto a redactar mi confesión, él mismo me dio papel y lápiz. Mi confesión fue larga; hablaba de mi vida y de mi condición homosexual, de la cual renegaba, del hecho de haberme convertido en un contrarrevolucionario, de mis debilidades ideológicas y de mis libros malditos que nunca volvería a escribir; en realidad, renegaba de toda mi vida y sólo salvaba en ella la posibilidad futura de integrarme al carro de la Revolución y de trabajar día y noche para ella. Yo pedía, lógicamente, la rehabilitación, es decir, ir para un campo de trabajo, y me comprometía a trabajar para el Gobierno y escribir novelas optimistas. También hacía la loa a los esbirros que me habían denunciado, diciendo que eran grandes personas a las que yo debía haber obedecido siempre: Portuondo, Guillén, Pavón, eran héroes. Aproveché para decir de Hiram Pratt todo lo peor que de él sabía, pero ellos no me hicieron mucho caso, porque les era muy preciada su labor de informante en los medios intelectuales y en el bajo mundo habanero.
Una vez redactada la confesión, el teniente la leyó con calma. A los tres días vino a mi celda y me felicitó; se veía eufórico y era evidente que estaba muy presionado por sus superiores para que yo acabara de firmar la confesión y sacarme de allí. Después supe que periódicos extranjeros habían publicado que yo estaba desaparecido y que no aparecía relacionado en ninguna de las prisiones de La Habana; era hora ya de que la Seguridad del Estado me sacara de allí y volviera a llevarme al Morro; eran cuatro meses de incomunicación.
En mi confesión, desde luego, no aparecía nadie que pudiese ser perjudicado y viviera en Cuba, ni mis amigos del extranjero. En fin, todo quedó como que yo era un contrarrevolucionario que había sacado mis manuscritos fuera de Cuba, que había publicado todo aquello, y que ahora me arrepentía y prometía no volver a tener nunca más contacto con el mundo occidental, ni escribir ni una línea contra la Revolución cubana. También prometía rehabilitarme sexualmente.
Una vez firmada mi confesión, me llevaron otra vez para mi celda. Pocas veces me sentí más miserable. Estuve allí como quince días más antes de que me trasladaran nuevamente para el Morro y tuve una entrevista con el teniente Gamboa; allí estaba también el teniente Víctor, que se veía entre enfurecido y amable. En realidad, ninguno de ellos podía imaginarse que aquella confesión era auténtica, pero no podían esperar jamás una declaración auténtica en una celda de torturas.
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