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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (13 page)

BOOK: Antes que anochezca
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La pasión primera de Lezama era la lectura. Tenía además ese don criollo de la risa, del chisme; la risa de Lezama era algo inolvidable, contagioso, que no lo dejaba a uno sentirse totalmente desdichado. Pasaba de las conversaciones más esotéricas al chisme de circunstancias; podía interrumpir su discurso sobre la cultura griega para preguntar si era verdad que José Triana había abandonado la sodomía. Podía también dignificar las cosas más simples convirtiéndolas en algo grandioso.
Virgilio y Lezama tenían muchas cosas diferentes, pero había algo que los unía y era su honestidad intelectual. Ninguno de los dos era capaz de dar un voto a un libro por oportunismo político o por cobardía, y se negaron siempre a hacerle propaganda al régimen; fueron, sobre todo, honestos con su obra, y honestos con ellos mismos.
La publicación en 1966 de
Paradiso
fue, sencillamente, un acontecimiento heroico desde el punto de vista literario. Creo que nunca se llegó a publicar en Cuba una novela que fuera tan avasalladoramente homosexual; tan extraordinariamente compleja y rica en imágenes, tan cubana, tan latinoamericana, criolla y, a la vez, tan extraña.
En cuanto a Virgilio Piñera, también realizó el acto heroico de presentar en el año 1968 al concurso Casa de las Américas su obra teatral
Dos viejos pánicos
, reflejo supremo del terror y el miedo que se padecen bajo el régimen de Fidel Castro.
Los dos, naturalmente, fueron condenados al ostracismo, y vivieron en la plena censura y en una suerte de exilio interior, pero ninguno amargó su vida con resentimientos, ninguno dejó, ni por un momento, de escribir; hasta que les llegó la muerte siguieron trabajando, aun cuando muchas veces supieran que aquellos papeles iban a parar a manos de la Seguridad del Estado y que quizá sólo los iba a leer el policía encargado de archivarlos o destruirlos.
Lezama tenía su centro vital en su propia casa; allí, en Trocadero 164, él oficiaba como un mago, como un extraño sacerdote. Conversaba, y el que lo escuchaba, quisiéralo o no, quedaba absolutamente transformado. Virgilio prefería desplegar su vitalidad por toda La Habana; amaba las tertulias literarias fuera de su casa, las conversaciones en el café de la esquina, en las guaguas. Sus gustos sexuales eran más populares que los de Lezama. A Virgilio le gustaban los hombres rudos, los negros, los camioneros, mientras que Lezama tenía preferencias helénicas; tenía un culto extremo hacia la belleza griega y, desde luego, hacia los adolescentes. Virgilio llevaba con asiduidad a la práctica sus realizaciones sexuales, y Lezama era mucho más retraído, quizá por vivir tantos años junto a su madre.
En cierta ocasión Lezama y Virgilio coincidieron en una especie de prostíbulo para hombres que había en La Habana Vieja y Lezama le dijo a Virgilio: «Así que vienes tras la caza del jabalí». Y Virgilio le contestó: «No, he venido, simplemente, a singar con un negro».
La formación de ambos era europea; especialmente francesa. Los dos rendían culto a la literatura francesa. Sin embargo, sus diferencias eran muchas; Lezama practicaba un humanismo católico y Virgilio era ateo. Pero los dos sentían tal amor por la Isla y, principalmente, por La Habana que les era casi imposible alejarse de ella. En cierta ocasión Lezama consiguió un trabajo en la ciudad de Santa Clara, donde sólo tenía que dar unas conferencias con carácter provisional y al otro día regresó, porque le era imposible estar fuera de La Habana. Virgilio pudo al principio de la Revolución quedarse fuera de la Isla; él ya sabía la persecución que se había desatado contra los homosexuales, e incluso ya había estado preso. Sin embargo, regresó. «La maldita circunstancia del agua por todas partes»
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ejercía una atracción a la cual estos hombres no podían sustraerse.
Tuve el privilegio de gozar de la amistad de ambos simultáneamente. A raíz de la separación de Rodríguez Feo de la revista
Orígenes
y de la fundación de la revista
Ciclón
, hubo cierto distanciamiento entre Lezama y Virgilio, pero la grandeza de ambos los volvió a unir; la honestidad intelectual de los dos estaba por encima de cualquier discrepancia de carácter. Así, cuando Lezama publicó
Paradiso
, que le valió la impugnación oficial del régimen y la censura de toda su obra posterior incluida la propia novela
Paradiso
, que circuló en Cuba casi clandestinamente y que nunca más se volvió a publicar, Virgilio, que no era en aquel momento un amigo íntimo de Lezama, fue el primero en reconocer los valores literarios de aquella obra y el primero en elogiarla públicamente aun antes del famoso artículo de Julio Cortázar.
Lezama también supo reconocer en Virgilio el gran poeta y dramaturgo que éste siempre había sido. Cuando Virgilio cumplió sesenta años, Lezama escribió uno de sus poemas más profundos, «Virgilio Piñera cumple sesenta años».
Al final, estos dos hombres se fueron uniendo, quizá motivados por la persecución, la discriminación y la censura que ambos sufrían. Virgilio visitaba todas las semanas a Lezama, que se había casado con María Luisa Bautista, una amiga de la familia, a quien la madre de Lezama, un momento antes de morir, le rogó a éste que aceptara por esposa. María Luisa era una mujer extraordinaria, valiente, culta y que no tenía pelos en la lengua; insultaba a los funcionarios que iban a pedirle informes a Lezama, pasaba en limpio las obras escritas a mano por Lezama, pues éste nunca llegó a escribir a máquina. Esta mujer llegó a amar profundamente a Lezama a pesar de que nunca tuvieron relaciones sexuales.
María Luisa, por el misterio de la amistad, de la soledad compartida, de la devoción de uno a otro, de la supervivencia en tiempos terribles, salía con una vieja cartera de nylon blanco a hacer las colas por toda La Habana para conseguirle algo de comer a Lezama. Lezama decía: «Ahí va la venada desmelenada». Ella regresaba siempre con algún queso crema, algún yogur; algo para satisfacer el voraz apetito de aquel hombre. A las nueve de la noche María Luisa preparaba el té; se las arreglaba para conseguirlo, no se sabe dónde. Si el té se atrasaba un minuto, Virgilio le recordaba: «María Luisa, se te ha olvidado el té». La reunión de aquellos tres personajes, en aquella casa ya un poco destartalada, que a veces se inundaba, tenía un carácter simbólico; era el fin de una época, de un estilo de vida, de una manera de ver la realidad y superarla mediante la creación artística y una fidelidad a la obra de arte por encima de cualquier circunstancia. Y, además, era como una suerte de conspiración secreta el juntarse y brindarse un apoyo que para ambos era imprescindible.
Cuando María Luisa daba la espalda para hacer el té en la cocina, Virgilio y Lezama se despachaban sobre sus aventuras más o menos eróticas, que ya eran, en realidad, más bien platónicas. Lezama, por ejemplo, le confesaba a Virgilio que Manuel Pereira, el novelista que era amante de Alfredo Guevara, lo iba a visitar y se le sentaba en las piernas provocándole a veces empedernidas erecciones. Virgilio le contaba a Lezama que uno de los actores negros que había formado parte del coro de
Electra Garrigó
tenía amores con él. Cuando María Luisa llegaba, se interrumpía la conversación.
Un día le hablé a Eliseo Diego de mi admiración por la obra de Virgilio Piñera. Elíseo me miró aterrorizado, y me dijo textualmente: «Virgilio Piñera es el diablo». Cuando pasé a ser su amigo, comprendí que tal vez había en Cuba solamente un intelectual que pudiese superar en inocencia a Virgilio Piñera; ese hombre era Lezama Lima.
En 1969 Lezama leyó en plena Biblioteca Nacional una de las conferencias quizá más extraordinarias de la literatura cubana, titulada «Confluencias». Era la ratificación de la labor creadora, del amor a la palabra, de la lucha por la imagen completa contra todos los que se oponían a ella. La belleza es en sí misma peligrosa, conflictiva, para toda dictadura, porque implica un ámbito que va más allá de los límites en que esa dictadura somete a los seres humanos; es un territorio que se escapa al control de la policía política y donde, por tanto, no pueden reinar. Por eso a los dictadores les irrita y quieren de cualquier modo destruirla. La belleza bajo un sistema dictatorial es siempre disidente, porque toda dictadura es de por sí antiestética, grotesca; practicarla es para el dictador y sus agentes una actitud escapista o reaccionaria. Por esta razón, tanto Lezama como Virgilio terminaron su vida en el ostracismo y abandonados por sus amigos.
El propio Lezama les prohibió, finalmente, a Miguel Barniz y a Pablo Armando Fernández que lo visitaran. Había comprendido que no eran poetas, sino vulgares policías que iban a sacarle cualquier información para, a cambio de ella, ganarse algún viajecito al extranjero.
Mi generación

 

Paralelamente a mi amistad con Lezama y Virgilio, yo tenía también relación con muchos escritores de mi generación y celebrábamos tertulias más o menos clandestinas en las cuales leíamos los últimos textos que acabábamos de escribir. Escribíamos incesantemente y leíamos en cualquier sitio; en las casas abandonadas, en los parques, en las playas, mientras caminábamos por las rocas. Leíamos no sólo nuestros textos, sino los de los grandes escritores. En aquellas lecturas participaba Hiram Pratt, talentoso y satánico; Coco Salá, deforme de cuerpo y alma; René Ariza, un poco enloquecido, aunque no tanto como ahora; José Hernández, (Pepe el Loco), con un talento tan grande y desmesurado como su propia demencia; José Mario, que acababa de salir de un campo de concentración; Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rosales y muchos más. Leíamos en voz alta para el disfrute de todos. Aquella generación mía leía los poemas prohibidos bajo Fidel Castro, de Jorge Luis Borges, y recitábamos de memoria los poemas de Octavio Paz. Nuestra generación, la generación nacida por los años cuarenta, ha sido una generación perdida; destruida por el régimen comunista.
La mayor parte de nuestra juventud se perdió en cortes de caña, en guardias inútiles, en asistencia a discursos infinitos, donde siempre se repetía la misma cantaleta, en tratar de burlar las leyes represivas; en la lucha incesante por conseguir un pantalón pitusa o un par de zapatos, en el deseo de poder alquilar una casa en la playa para leer poesía o tener nuestras aventuras eróticas, en una lucha por escapar a la eterna persecución de la policía y sus arrestos.
Recuerdo que en uno de los Festivales de la Canción de Varadero, al llegar a la playa, fuimos inmediatamente recogidos por la policía y devueltos a La Habana; iban a venir muchos invitados extranjeros y nuestra presencia, al parecer, no era deseable para la vista de tan prominentes invitados.
¿Qué se hizo de casi todos los jóvenes de talento de mi generación? Nelson Rodríguez, por ejemplo, autor del libro
El regalo
, fue fusilado; Hiram Pratt, uno de los mejores poetas de mi generación, terminó alcoholizado y envilecido; Pepe el Loco, el desmesurado narrador, acabó suicidándose; Luis Rogelio Nogueras, poeta de talento, muere recientemente en condiciones bastante turbias, no se sabe si por el SIDA o por la policía castrista. Norberto Fuentes, cuentista, es primero perseguido y convertido, finalmente, en agente de la Seguridad del Estado, ahora en desgracia; Guillermo Rosales, un excelente novelista, se consume en una casa para deshabilitados en Miami. ¿Y qué ha sido de mí? Luego de haber vivido treinta y siete años en Cuba, ahora en el exilio, padeciendo todas las calamidades del destierro y esperando además una muerte inminente. ¿Por qué ese encarnizamiento con nosotros? ¿Por qué ese encarnizamiento con todos los que una vez quisimos apartarnos de la tradición chata y de la ramplonería cotidiana que ha caracterizado a nuestra Isla?
Creo que nuestros gobernantes y también gran parte de nuestro pueblo y de nuestra tradición nunca han podido tolerar la grandeza ni la disidencia; han querido reducirlo todo al nivel más chato, más vulgar. Quienes no se ajustasen a esa norma de mediocridad han sido mirados de reojo, o puestos en la picota. José Martí tuvo que marcharse al exilio y aun en él fue perseguido y acosado por gran parte de los mismos exiliados; y regresa a Cuba, no sólo a pelear, sino a morir. El mismo Félix Varela, una de las figuras más importantes del siglo diecinueve cubano, tiene que vivir en el destierro el resto de su vida. Cirilo Villaverde es condenado a muerte en Cuba y tiene que escapar de la cárcel para salvar su vida; y en el exilio trata de reconstruir la Isla en su novela
Cecilia Valdés
. Heredia es también desterrado y muere a los treinta y seis años, moralmente destruido, después de solicitar un permiso oficial al dictador de tumo para volver a visitar la Isla. Lezama y Piñera mueren también de una forma turbia y en la absoluta censura. Sí, siempre hemos sido víctimas del dictador de tumo y, quizás, eso forma parte no sólo de la tradición cubana, sino también de la tradición latinoamericana, es decir, de la herencia hispánica que nos ha tocado padecer.
Nuestra historia es una historia de traiciones, alzamientos, deserciones, conspiraciones, motines, golpes de estado; todo dominado por la infinita ambición, por el abuso, por la desesperación, la soberbia y la envidia. Hasta Cristóbal Colón, ya en el tercer viaje, después de haber descubierto toda la América, regresa a España encadenado. Dos actitudes, dos personalidades, parecen siempre estar en contienda en nuestra historia: la de los incesantes rebeldes amantes de la libertad y, por tanto, de la creación y el experimento; y la de los oportunistas y demagogos, amantes siempre del poder y, por lo tanto, practicantes del dogma y del crimen y de las ambiciones más mezquinas. Esas actitudes se han repetido a lo largo del tiempo: el general Tacón contra Heredia, Martínez Campos contra José Martí, Fidel Castro contra Lezama Lima o Virgilio Piñera; siempre la misma retórica, siempre los mismos discursos, siempre el estruendo militar asfixiando el ritmo de la poesía o de la vida.
Los dictadores y los regímenes autoritarios pueden destruir a los escritores de dos modos: persiguiéndolos o colmándolos de prebendas oficiales. En Cuba, desde luego, los que optaron por esas prebendas también perecieron, y de una manera más lamentable e indigna; gente de indiscutible talento, una vez que se acogieron a la nueva dictadura, jamás volvieron a escribir nada de valor. ¿Qué fue de la obra de Alejo Carpentier, luego de haber escrito
El siglo de las luces
? Churros espantosos, imposibles de leer hasta el final. ¿Qué fue de la poesía de Nicolás Guillén? A partir de los años sesenta toda esa obra es prescindible; es más, absolutamente lamentable. ¿Qué se hicieron de los ensayos luminosos, aunque siempre un poco reaccionarios, del Cintio Vitier de los años cincuenta? ¿Dónde está ahora la gran poesía de Eliseo Diego, escrita en los años cuarenta? Ninguno de ellos ha vuelto a ser lo que era; han muerto, aunque, desgraciadamente, para la UNEAC y, aun para ellos mismos, sigan viviendo.
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