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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (5 page)

BOOK: Antes que anochezca
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La noche, mi abuela

 

Pero tal vez más impresionante y misteriosa que la neblina era la noche. Quien no haya vivido las noches en el campo es muy difícil que pueda tener una idea completa del esplendor del mundo y, sobre todo, de su misterio. La noche no solamente era un espacio infinito que se desarrollaba en lo alto; la noche en el campo donde yo me crié (ese campo ya desaparecido y que sólo queda en estas memorias) era también un espacio sonoro; una descomunal y mágica orquesta que retumbaba por todos los sitios con una gama de infinitos tintineos. Y el cielo no era un resplandor fijo, sino un incesante fulgor de matices cambiantes, rayas luminosas, estrellas que estallaban y desaparecían (después de haber existido por millones de años) sólo para que nosotros quedáramos extasiados unos segundos.
Mi abuela podía encontrar a cualquier hora de la noche las estrellas más notables y hasta las menos conocidas. Ella, por puro instinto o por los años que llevaba escrutando el cielo, podía señalar rápidamente la posición de aquellas estrellas y sabía nombrarlas familiarmente con nombres que, seguramente, no eran los que manejan los astrónomos: eran, por ejemplo, la Cruz de Mayo, el Arado, las Siete Cabrillas... Allí estaban en aquella inmensa noche, brillando para mi abuela, que me las señalaba y no solamente las enumeraba, sino que, de acuerdo con su posición y brillo, podía predecir el estado del tiempo presente y futuro: si llovería o no al día siguiente; si sería buena o mala la cosecha dentro de dos o tres meses; si caería alguna granizada; si vendrían o no los terribles ciclones. Mi abuela intentaba conjurar los ciclones con cruces de ceniza; cuando el mal tiempo era ya inminente, ella salía con un cubo lleno de ceniza que había cogido del fogón y empezaba a dispersarla por las cuatro esquinas de la casa; lanzaba puñados de ceniza al aire, hacía cruces en el corredor y cerca de los horcones principales de la casa. Así trataba de conjurar las potencias de la naturaleza.
¿Cuál fue la influencia literaria que tuve yo en mi infancia? Ningún libro, ninguna enseñanza, si se exceptúan las tertulias llamadas «El Beso a la Patria». Desde el punto de vista de la escritura, apenas hubo influencia literaria en mi infancia; pero desde el punto de vista mágico, desde el punto de vista del misterio, que es imprescindible para toda formación, mi infancia fue el momento más literario de toda mi vida. Y eso, se lo debo en gran medida a ese personaje mítico que fue mi abuela, quien interrumpía sus labores domésticas y tiraba el mazo de leña en el monte para ponerse a conversar con Dios.
Mi abuela conocía las propiedades de casi todas las hierbas y preparaba cocimientos y brebajes para todo tipo de enfermedades; con un diente de ajo sobaba el empacho de la barriga, dando masajes no en la barriga sino en una pierna. Gracias a un sistema que ella llamaba Las Cabañuelas, que consistía en doce misteriosos montones de sal que destapaba el primero en enero, ella predecía las épocas de lluvia y de seca del año por venir.
La noche entraba en los dominios de mi abuela; ella reinaba en la noche. Comprendía que por la noche una reunión familiar tenía una trascendencia que no podía explicarse de inmediato, por lo que convidaba a toda la familia con cualquier pretexto: un dulce, un café, una oración. Así, bajo el círculo de luz del candil, oficiaba mi abuela; más allá se extendía la infinita noche del campo, pero ella había instalado un cuartel contra las tinieblas y no parecía estar dispuesta a rendirse fácilmente.
Mi abuela me hacía historias de aparecidos, de hombres que caminaban con la cabeza bajo el brazo, de tesoros custodiados por muertos que incesantemente rondaban el sitio donde estaban escondidos. Ella, desde luego, creía en las brujas, si bien nunca se consideró parte de su familia; las brujas llegaban llorando o maldiciendo por las noches, y se posaban en el techo de la casa; algo pedían y había que darles. Algún conjuro conocía mi abuela para evitar que las brujas le hiciesen demasiado daño. Mi abuela sabía que el monte era un sitio sagrado, lleno de criaturas y animales misteriosos que no sólo eran aquellos que se utilizaban para el trabajo o para comer; había algo más allá de lo que a simple vista veían nuestros ojos; cada planta, cada árbol, podía exhalar un misterio que ella conocía. Cuando salía a caminar también interrogaba a los árboles; a veces, en momentos de ira, los abofeteaba. Yo recuerdo a mi abuela, bajo una tormenta, dándole bofetadas a una palmera. ¿Qué le había hecho aquel árbol? Alguna traición, algún olvido. Y ella se vengaba dándole bofetadas. Mi abuela también conocía canciones tal vez ancestrales; ella me sentaba en sus piernas y me las cantaba; no recuerdo tanta ternura por parte de mi madre. Mi abuela podía darse el lujo de ser tierna, tal vez porque yo no era para ella la imagen de alguna frustración, ni el recuerdo de un fracaso; ella podía entregarme un cariño sin resentimientos ni vergüenza. Para mi madre yo era el producto de un amor frustrado; para mi abuela yo era un niño más al cual había que entretener con una aventura, con un cuento o con una canción, como ella había entretenido a sus hijos. Mi abuela indiscutiblemente era sabia; tenía la sabiduría de una campesina que ha parido catorce hijos, de los cuales ninguno se había muerto; había soportado los golpes y las groserías de un marido borracho e infiel; se había levantado durante más de cincuenta años para preparar el desayuno y luego trabajar todo el día, mudando los animales de sitio para que el sol no los asfixiase y para que no se murieran de hambre, cargando leña para preparar la comida, sacando viandas de debajo de la tierra. Era sabia mi abuela; por eso conocía la noche y no me hacía muchas preguntas; sabía que nadie es perfecto. Seguramente, alguna vez me vio trasteándole el trasero a alguna puerca y hasta a la misma perra Diana, perra hurañísima, a la que nunca pude hacerle nada. Pero nunca mi abuela me recriminó; sabía que eso en el campo era normal; quizá sus hijos y hasta su propio marido lo habían hecho. Mi abuela era analfabeta; sin embargo, obligó a todos sus hijos a que fueran a la escuela y, cuando no querían ir, ella arrancaba una rama de cualquier árbol espinoso y, a fuetazos, los llevaba a la escuela; todos sus hijos sabían leer y escribir. Fue mi madre quien realmente me enseñó a escribir: debajo del quinqué ella escribía largas oraciones con letra muy suave; yo las repasaba con letra más fuerte.
El mundo de mi abuela era mucho más complejo que el de mi abuelo. Mi abuelo decía ser ateo y al parecer no creía en nada; por lo tanto no tenía grandes obsesiones metafísicas. Mi abuela creía en Dios y a la vez se veía estafada por ese Dios; lo asediaba con preguntas y súplicas. Su mundo eran el desasosiego y la impotencia. Y todo eso coincidía en una mujer analfabeta, que interpretaba las estrellas mientras tenía, a la vez, que escarbar la tierra todos los días para encontrar algo de comer. La cocina y el fogón eran también el centro de su vida; y todos al levantarnos desayunábamos junto al calor de aquella leña encendida por ella.
La tierra

 

Con el tiempo, mis tías se fueron convenciendo de que no iban a poder atraer a ningún otro hombre; mi madre también se había convencido del imposible regreso de su amante, quizás antes que mis tías. Entonces, todas se volvieron más beatas, se hicieron médiums e iban todas las semanas al templo de Arcadio Reyes, acabando poseídas por violentos espíritus que las conmocionaban. La misma casa de mi abuelo se convirtió en una especie de sucursal del templo espiritista de Arcadio Reyes; allí acudían vecinos de todos los barrios cercanos y algunos remotos para ser despojados espiritualmente por mis tías. Todas mis tías se ponían alrededor de la persona que iba a ser despojada; a veces esas personas eran libradas de su mal con una visita, pero otras veces el mal era tan terrible que tenían que ir varias veces a la casa y hacerse varios despojos.
Una noche mi prima Dulce Ofelia y yo, en medio de una de aquellas sesiones espirituales, cogimos un puñado de tierra y lo tiramos contra la pared; inmediatamente, una de mis tías cayó en trance. Recientemente se habían muerto los padres de mi abuela y los herederos tenían una guerra familiar por la repartición de la tierra; aquel puñado de tierra era, sin duda, según decía la posesa, el reclamo de un espíritu que pedía la repartición justa entre los herederos porque, de lo contrario, iban a acaecer terribles desastres a toda la familia. En aquel momento mi prima y yo nos reímos de los vaticinios de aquel espíritu; sin embargo, más adelante sucedieron ciertamente muchas calamidades y se perdieron aquellas tierras. Tal vez nuestras manos fueron instrumento de algún espíritu profético y burlón. De todos modos, vuelvo a la tierra: mi infancia comenzó comiendo tierra, mi primera cuna fue un hueco de tierra hecho por mi abuela; metido en aquel hoyo, que me daba más arriba de la cintura, aprendí a ponerme de pie. Esa misma técnica la había utilizado mi abuela con todos sus hijos; yo, metido en el hueco, palmoteaba en el piso de tierra. Después, tiraba tierra contra la pared y una de mis diversiones solitarias era construir castillos de fango; amasaba la tierra con agua que traía desde el pozo lejano; uno de mis juegos favoritos, con mis primos, era lanzamos tierra; escarbar la tierra era descubrir insólitos tesoros en forma de vidrios de colores, caracoles, trozos de cerámica. Regar la tierra y ver cómo absorbe el agua que le ofrendamos es también un acto único; caminar por la tierra, después de un aguacero, es ponemos en contacto con la plenitud absoluta; la tierra, satisfecha, nos impregna con su alegría, mientras todos sus olores llenan el aire y nos colman de una ansiedad germinativa.
Cuando nacíamos, la comadrona rural que nos cortaba el cordón umbilical tenía por costumbre frotar el ombligo con tierra; muchos niños morían a causa de la infección, pero sin duda los que se salvaban habían sabido aceptar la tierra y estaban listos para soportar casi todas las calamidades por venir. En el campo estábamos unidos a la tierra de una manera ancestral; no podíamos prescindir de ella. Ella estaba presente en el momento de nuestro nacimiento, en el de nuestros juegos, en el trabajo y, desde luego, en el momento de la muerte. El cadáver, dentro de una caja de madera, se entregaba directamente a la tierra; pronto el ataúd se pudría y el cuerpo tenía el privilegio de diluirse en aquella tierra y hacerse parte vital de ella, enriqueciéndola. El cadáver renacía como árbol, como flor o como algún tipo de planta que tal vez alguien como mi abuela algún día olería, pudiendo vaticinar sus propiedades medicinales.
El mar

 

Mi abuela fue también la que me llevó a conocer el mar. Una de sus hijas había logrado encontrar un marido fijo y éste trabajaba en Gibara, el puerto de mar más cercano a donde nosotros vivíamos. Por primera vez tomé un ómnibus; creo que para mi abuela, con sus sesenta años, era también la primera vez que cogía una guagua. Nos fuimos a Gibara. Mi abuela y el resto de mi familia desconocían el mar, a pesar de que no vivían a más de treinta o cuarenta kilómetros de él. Recuerdo a mi tía Coralina llegar llorando un día a la casa de mi abuela y decir: «¿Ustedes saben lo que es que ya tengo cuarenta años y nunca he visto el mar? Ahorita me voy a morir de vieja y nunca lo voy a ver». Desde entonces, yo no hacía más que pensar en el mar.
«El mar se traga a un hombre todos los días», decía mi abuela. Y yo sentí entonces una necesidad irresistible de llegar al mar.
¡Qué decir de cuando por primera vez me vi junto al mar! Sería imposible describir ese instante; hay sólo una palabra: el mar.
La política

 

Mi abuelo tenía aspiraciones políticas (o por lo menos intentaba participar en la política) sin que los políticos le hicieran mucho caso. Pertenecía al Partido Ortodoxo, que por aquella época dirigía Eduardo Chibás. Una vez, para la Navidad, alguien quiso hacerle una foto a toda la familia; mi abuelo sacó un enorme cartel con la imagen de Chibás; aquel cartel era tan grande que fue lo único que salió en la fotografía.
Mi abuelo era antirreligioso, liberal y anticomunista. Era un hombre que sabía leer de corrido, lo cual dentro de aquel mundo campesino era un privilegio. Iba todas las semanas a Holguín y compraba la revista
Bohemia
que, dirigida por Miguel Angel Quevedo, era algo así como la ilustración política de todos nosotros. Mi abuelo se recostaba a un horcón de la casa y comenzaba a leer la revista en voz alta; si alguien chistaba, mi abuelo armaba tal escándalo que hasta los animales cuando él la abría se recogían en silencio. En aquellos tiempos, aquella revista era una de las mejores de América Latina; tenía de todo: literatura, política, deportes, noticias; estaba en contra de todas las dictaduras, incluyendo, desde luego, las comunistas.
¿Por qué tenía mi abuelo aquella intuición de que el comunismo no iba a resolver los problemas de Cuba, si en realidad él nunca había padecido aquel sistema y padecía, sin embargo, casi todas las calamidades del capitalismo? Yo diría que era su intuición campesina. Me imagino también que aquellos reportajes en que se veían los fusilamientos de los campesinos en los países comunistas influyeron en mi abuelo, haciéndole rechazar el comunismo, a la vez que odiaba también de manera apasionada las dictaduras de derecha que nosotros en aquel momento padecíamos, habíamos padecido y seguiríamos padeciendo por varios años. Para mi abuelo, todos los gobernantes anteriores a Batista también habían sido unos delincuentes; por eso sentía un gran respeto por Chibás, quien denunciaba la corrupción y tenía como lema: «Vergüenza contra Dinero». El héroe de mi abuelo no llegó a ser presidente de la República: unos meses antes de las elecciones se pegó un tiro. Los motivos de aquel suicidio, según varios comentaristas, estaban relacionados con el hecho de que Chibás había denunciado la corrupción de un alto funcionario del gobierno, llamado Aureliano Sánchez Arango, pero no pudo presentar pruebas concluyentes en el momento en que se las pidieron.
El mismo día en que murió Chibás murió mi bisabuela; murió súbitamente, de un rayo. En aquella zona donde yo vivía, eran muy frecuentes los rayos. Se decía que era porque la tierra contenía una enorme cantidad de níquel. En el velorio de mi bisabuela todo el mundo lloraba a mares. Yo me acerqué a mi madre, que lloraba agachada en la cocina junto al fogón, y ella me dijo: «No lloro por la muerte de mi abuela, sino por la de Chibás». Creo que el resto de mi familia lloraba por lo mismo.
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