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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

La fabulosa historia de los pelayos

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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Corría la década de los noventa cuando Gonzalo García-Pelayo, filósofo de vocación y bon vivant de carrera, llegó a la brillante conclusión de que «nada es perfecto». Si esto era así, no podía haber ninguna superficie que fuese absolutamente regular. Todas tenían que estar sometidas a algún tipo de desviación, incluso (¡eureka!) la de las ruletas. Y así fue. Con esta teoría bajo el brazo, Gonzalo, su hijo Iván, filósofo (él sí de carrera) con una incipiente vocación de vividor, y una buena parte del resto de la familia, recorrieron los casinos de todo el mundo y, con laboriosa tenacidad, consiguieron hacer saltar la banca de los más prestigiosos locales de juego y obtener de ella pingües beneficios. El clan de los Pelayos se hizo famoso en toda España y ocupó las portadas de varios medios de comunicación. Su suerte llegó a ser tan espectacular, que los propios casinos les prohibieron la entrada y los muchachos tuvieron que acabar por dedicarse a otros menesteres... Siempre al margen de lo cotidiano. Sus experiencias convierten la hazaña de los Pelayos en un relato lleno de acción que más tiene que ver con las aventuras de un Kerouac que con las afamadas desgracias de otros jugadores literarios.

Gonzalo García-Pelayo

La fabulosa historia de los pelayos

 

ePUB v1.0

JerGeoKos
 
23.09.12

Título original:
La fabulosa historia de los pelayos

Gonzalo García-Pelayo,2012.

Editor original: JerGeoKos (v1.0 a v1.x)

ePub base v2.0

 

1. ¡OH, MARIÁN! ¿POR DÓNDE QUEDA EL CHAMPÁN?

Desde luego que Viena no es la mejor ciudad del mundo para encontrarse alegre, pero aquella noche nos sentíamos absolutamente exultantes con lo que estaba sucediendo en el casino de aquella ciudad. Ya llevábamos bastante tiempo jugando en muchos otros casinos de distintos países y muchos más todavía estaban por llegar, pero de sobra sabíamos que lo que en ese momento se cocía no sería fácil de repetir. Con las seis personas del grupo que nos habíamos desplazado a aquella tan palaciega como decadente capital conseguíamos tener a raya dos mesas de ruleta americana y una francesa. Éstas no paraban de arrojarnos premios y más premios, y en ese momento nuestra única preocupación era no quemarnos con el fuego que expulsaban aquellas ruletas, y más aún los directores o jefes de sala de aquel local. El caso es que íbamos ganando unos once millones y medio de pesetas al cambio, o sea que, realmente, lo que se dice preocupados, la verdad es que no lo estábamos demasiado.

—Guillermo, Guillermo, ¿qué hago? Es que me estoy poniendo en el taco —apuntaba con una paradójica mezcla de angustia y felicidad mi primo Cristian.

—No me des la tabarra. ¿No ves que no paro de pillar y me estás volviendo loco? ¡Mira!, otra vez el veintiuno. Ya me han salido cuatro en esta serie, así que, por favor, relájate y disfruta —intentaba tranquilizarle su hermano Guillermo.

—Vale, pero yo ya no puedo más. Se me van a empezar a caer las fichas al suelo y no me hago responsable, que luego tío Gonzalo siempre me dice que no me entero de nada cuando le hago las cuentas.

Desde el lado del local donde se encontraban los servicios llegó Marcos, que era el tercer hermano, sonriente.

—¿Habéis visto lo buena que está la crupier que le está tirando bola a Iván? Ésa, ésa, la rubita. No para de mirarme. Yo creo que se está intentando quedar conmigo —informó Marcos a sus hermanos.

—Seguro que sí, Marquitos… Fijo que es porque, como aquí nos obligan a ponernos corbata, tú te has colocado la más auténtica —respondió Guillermo.

—No, de verdad, que aquí hay rollo.

Guillermo animó a Marcos a que se centrase más en el juego que estábamos desarrollando y le pidió que fuese a sustituirme a mi mesa para que yo pudiera reorganizar el festival de premios con que nos estaban agasajando aquellos vieneses. Era urgente que hablásemos entre nosotros para que alguien sacase parte del dinero de aquel casino, porque ya empezábamos a tener demasiado capital en fichas y al final podía ocurrir que se nos descontrolase algo de aquel dinero plastificado en todas la cantidades habidas y por haber, y además que pudieran tener problemas de liquidez en la caja. Sabíamos que sería bastante complicado en cualquier lugar de Austria cobrar una cantidad demasiado grande a través de un cheque.

El día anterior había sido el primer envite y no nos había ido muy bien. En unas siete horas de inestable batalla llegamos a perder cerca de cinco millones de pesetas al cambio, y pensábamos que eso debía ser suficiente para que allí estuviesen relativamente tranquilos, pero el caso era que el ritmo de ganancias que en ese momento se estaba produciendo no era normal. Empezábamos a darnos cuenta de que era muy probable que aquello no durase muchos días más, y nadie nos tuvo que pinchar demasiado para llegar a la conclusión de que teníamos que intentar ganar todo lo que pudiéramos. Ni justa medida, ni aquel charme que se le supone a los jugadores profesionales de opereta que emanan de la muy desviada imaginación de escritores gustosos de experimentar con personajes ideales. Nada de eso, teníamos que ir a por todas, y conseguir sacar de aquel casino todo el dinero que ganásemos en estado sólido, o, como suele decir la gente culta cuando se relaja, en crudo.

Era evidente que la guerra estaba servida, y por eso la estrategia era darnos relevos. Mientras unos soportábamos estoicamente la presión del momento del juego, otros descansaban un rato en la siempre estimulante barra del bar.

—A veces una paradita a tiempo es también una victoria. Tengo los pies machacados y además estoy muerto de hambre —se quejaba Balón.

—A lo mejor va a ser por el estrés que te da el que estemos ganando en todas las mesas —le contestaba mi hermana Vanesa.

—No, mujer, es que hoy he estado todo el día tomando números y estoy desmayado. No me ha dado tiempo para nada.

—¿Que no? Si no has parado de comer en todo el día…

—Si ya lo decía mi hermana, que yo como más que la pantera de Java porque la pantera al menos dejaba los huesos —contraatacó Balón casi al mismo tiempo que soltaba una tremenda risotada que se oyó hasta en la calle.

Vanesa, con mucha simpatía y algo de guasa, recriminó a Balón que siempre anduviese con el mismo chiste y sonriendo le animó a que fuese cambiando de repertorio. Ella había parado por un momento su estresante ritmo de juego gracias a que en la mesa de ruleta francesa, donde estaba jugando, habían entrado de golpe muchos clientes y se encontraban efectuando múltiples apuestas de gran complicación que habían parado definitivamente el pulso normal de la partida. En ese momento, Vanesa había estado a punto de hacer saltar la banca.

—He llegado a coger hasta seis plenos seguidos, y eso que sólo estoy jugando a nueve números —comentaba Vanesa.

—Pues los demás no te van a la zaga. Hace unos cinco minutos estuve con Guillermo y ya no sabía dónde meter las fichas —le respondió Balón.

En la sala de juego, cerca de la mesa donde me encontraba jugando tuvimos una rápida e improvisada reunión Marcos, Cristian y yo en la que convinimos que debíamos ir cambiando y sacando del casino aproximadamente el cuarenta por ciento del capital. Con el resto ya no nos podían hundir por esa noche. En cambio, nosotros sí que le podíamos llegar a hacer un buen roto a aquel establecimiento, ya que nos empezábamos a aproximar peligrosamente a nuestro récord de ganancias, en una sola noche. Éste se situaba en los doce millones ochocientas mil pesetas —en florines, por supuesto— que nos llevamos en el casino de Amsterdam.

—Oye, si lo batimos, tenemos que ir a celebrarlo, ¿no? —preguntó Marcos viendo venir la fiesta.

—Sería lo suyo, pero en esta ciudad el ambiente es un pelín malage y no sé si vamos a encontrar algo que merezca la pena a las cinco de la mañana —contesté. Mientras tanto, Guillermo, desde la otra mesa de juego, no paraba de hacernos gestos y de interrogarnos con los brazos abiertos. Enseguida reaccionamos y Cristian fue a avisar a Balón para empezar a organizar la cadena de cambio de fichas y sacar los chelines que le fuésemos dando los que estábamos jugando en las mesas. Al mismo tiempo, Marcos me sustituyó en la ruleta donde me encontraba apostando.

El casino estaba a rebosar. Los sábados son siempre días muy malos para trabajar porque está todo repleto y lleno de domingueros. A pesar de eso, el director de juego y sus jefes de sala no paraban de increpar a su equipo para que tiraran la bola lo más rápido que pudieran. Algún que otro jugador que tenía pinta de ser un habitual del lugar ya había protestado porque no le dejaban suficiente tiempo para colocar las fichas, pero los crupieres pasaban de todo y lo único que sabían hacer era sonreír; sudar y no parar de sonreír.

Vanesa le dio algo de dinero a Cristian y volvió a la ruleta francesa, que ahora ya estaba más despejada. Rápidamente encontró un sitio libre y continuó atizando a sus números. Balón me sustituyó en la labor de seguir apuntando los números que iban saliendo en todas las ruletas del casino mientras que yo me ocupaba de coordinar los cambios.

—¿Habéis visto cómo está todo el mundo de alborotado? El director ya ha pasado por aquí tres veces y nos ha echado unas miradas preocupantes —comentó Balón.

—Además, parecía como si llevase unas fotos en las manos y se estuviese fijando en ellas mientras nos miraba —añadió Cristian, que momentos después se despidió de nosotros para llevarse el dinero sobrante al hotel.

En la mesa de Guillermo ya había saltado la banca y, a pesar del susto, el casino había aceptado seguir la partida con un nuevo anticipo de cinco millones de pesetas al cambio. No obstante el ruido, se podían escuchar algunas de las palabras que los jefes de sala chillaban a sus respectivos inspectores. Como hablaban en alemán, no entendíamos nada de nada, pero la verdad es que no hacía falta ser muy listo para saber que estaban descompuestos. Nosotros también. Este tipo de escena ya la habíamos visto tres o cuatro veces antes, pero siempre había sido en casa. Bueno, también pasó algo así en Holanda, pero aquel país era para nosotros como nuestra casa. Ahora ya no había duda, el sistema funcionaba en cualquier lugar, en cualquier casino y, por supuesto, en cualquier idioma.

—¿Ya tenemos organizada a la gente? —me preguntó Guillermo cuando me acerqué a su mesa.

—Sí. Más o menos, pero de todas formas está todo el mundo muy alterado porque no hacen más que presionarnos. Seguro que ya han hablado con el casino de Madrid.

Desde luego que de eso podíamos estar seguros, puesto que era habitual que, a la hora de acreditarnos en la puerta y comprobar nuestra nacionalidad, los casinos indagasen sobre nuestro pasado como jugadores. Pero nos inquietaba pensar que pudieran tener pistas sobre los otros casinos de Europa donde nos encontrábamos trabajando en ese momento.

—No creo. Saben que somos españoles, pero es muy improbable que puedan controlar exactamente en qué parte del planeta nos lo estamos llevando. Si no, ya estarían al tanto de que tu madre está ahora en Copenhague tomando números —intentó tranquilizarme mi primo Guillermo.

—Más nos vale, porque los daneses son de la misma empresa que la austríaca y podemos dar por seguro que están comunicados.

De pronto vi que al fondo Marcos parecía tener algún problema, y despidiéndome de Guillermo me fui para ver lo que estaba pasando. Muy cerca de donde se encontraba el jefe de la mesa número cuatro, Marcos estaba discutiendo con éste y con el crupier. Gestos, tensión, y desde luego poca comunicación.

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