Read La fabulosa historia de los pelayos Online
Authors: Oscar García Pelayo
Tags: #Ensayo, #Biografía
Lo cierto es que este tipo de actitud frente al dinero otorgaba una «tranquilidad laboral» que permitía llegar a extremos como confiar en la palabra de Cristian aquel día en que se dio cuenta de que habían entrado en su habitación del hotel de Amsterdam y le habían robado cerca de trescientas mil pesetas al cambio, o aquella vez que Carmen encontró un millón de pesetas (con su gomita y todo) dentro de un armario de la casa y dedujimos que alguien lo había olvidado allí desde hacía al menos dos meses, o sobre todo cuando a Marcos le faltaron unas ciento setenta mil pesetas y todos convinimos que debía de ser un error de cálculo de días anteriores, ya que a Marcos habitualmente le sobraba efectivo en las cuentas finales de muchos días y además era imposible pensar ninguna otra cosa de él:
—Toma, Balón, te devuelvo las veinticinco pelas que me dejaste para pagarle a la señora de los lavabos —dijo Marcos, acercándose a una mesa de juego atestada de gente.
—Pero hombre, Marcos, si no hace falta… —le respondió Balón, mientras recogía el pago de un pleno de cerca de un millón trescientas mil pesetas.
—Ya, pero es que me gusta tener las deudas puestas al día.
De la necesidad se hace virtud y del azar un «pequeño» capital. Ésa fue, como es habitual, otra de las razones de peso para el arranque. Todos estábamos tiesos y empezar a aplicar el nuevo sistema con los cuatro duros de que disponíamos a algunos nos parecía una buena manera de intentar ganar algún dinerillo. Mi padre, que entre otras muchas cosas había sido director y productor de música, cine y televisión, malvendió los derechos de alguna de sus películas y de una preciosísima serie que había producido sobre animales corriendo por la sabana keniana, con la que unos dos años antes casi se había arruinado, pero cuya aportación (paradojas del destino) llegaría a ser una de las piezas básicas para conseguir nuestros objetivos.
Así que nada de lujos, nada del glamour que se le supone a una actividad relacionada con el juego. Todos los días comíamos el «puchero» que Carmen preparaba de una manera tan familiar como exquisita. A partir de una sobremesa normalmente bastante larga se analizaban los resultados que se iban consiguiendo y que iban animándonos a iniciar un desembarco en toda regla. Tardamos un poco en empezar a jugar, ya que era necesario recabar y procesar toda la información de la que pudiéramos disponer antes de «arriesgar» el limitado capital con que contábamos.
Visto con la perspectiva que da el tiempo, los primeros escarceos con los que nos aproximamos a los casinos resultan algo cómicos. Siempre rememoramos el primer día que empezamos a probar lo que todavía era un incipiente sistema cogido con alfileres. Era un viernes de esos en que toda familia que se precie aprovecha para escaparse a pasar el fin de semana a su segunda vivienda de la sierra madrileña:
—Hay que ver cómo está la carretera. Mientras más tardemos, más difícil va a ser encontrar sitio en las mesas de juego —comentaba mi padre, visiblemente excitado.
—A ver si llegamos, que ya tengo ganas de saber lo que es desbancar un casino —ingenuamente expresaba mis deseos.
—Verás tú, vamos a entrar como los señores —aseguraba Balón.
Costó bastante encontrar aparcamiento, y aún tuvimos que hacer una larga cola para llegar hasta el mostrador de recepción a los clientes:
—Un segundo más y ya estamos dentro —anunciaba Balón.
—¿Serían tan amables de dejarme su carnet de identidad? —nos pidió el recepcionista.
Balón, muy oportunamente, había olvidado el DNI en casa, por lo que tuvimos que esperar aproximadamente una hora y media más para poder desplegar el sistema. Den por hecho que esa noche perdimos, y no pudimos evitar echarle la culpa. No fue una actitud muy científica por nuestra parte, pero sí bastante humana.
También quedan en los primeros recuerdos las indigestiones que, en especial alguno de nosotros, no podíamos evitar cuando nos dábamos de bruces con el que por aquel entonces nos parecía extraordinario bufet del casino de Madrid. Los rollitos de jamón con huevo hilado se superponían a los canapés de sucedáneo de caviar, los dátiles con beicon ocultaban una clara carencia en nobles carnes y pescados. Todo esto no parecía importarles al grueso de los jugadores de diario, que en algún momento de la noche recalaban en dicho bufet con la sana intención de aminorar en lo posible el ritmo acelerado de la jornada metiéndose entre pecho y espalda lo que pillasen. También Balón solía utilizar dicho método terapéutico, pero resultó evidente que la noche en que se llevó a su mesa el gran bol de natillas totalmente cuajado de trufas de chocolate dio un paso más lejos de lo que por allí se estilaba en técnicas de relajación y, claro, nunca pudo quitarse de sus espaldas aquella golosa anécdota.
Pero a pesar de iniciar nuestras peripecias casineras un pelín verdes, poco a poco nos fuimos haciendo a la situación de trabajar en un contexto tan especial como es un casino de juego. Con el paso del tiempo, y ya con más experiencia, nos fuimos acostumbrando a la idea de que, en la mayoría de los casos, todos los casinos son lugares bastante parecidos, donde trabajan personas, donde buscan ocio personas, donde se relacionan personas y donde progresivamente nosotros fuimos integrándonos como personas.
A pesar del alarde poético expuesto, no se puede negar que entre todos los casinos del mundo siempre existió para nosotros una notable diferencia: sin duda el Gran Casino Madrid fue nuestro mayor enemigo. En muy poco tiempo pudimos comprobar que habíamos encontrado al perfecto adversario que todo proyecto necesita para tener una razón de ser. Tal y como veremos, a lo largo de nuestra aventura, tuvimos que vérnosla con múltiples rivales, pero siempre entendimos que «gracias» a Madrid fuimos lo que fuimos. Empezando por encontrarse a tan sólo veintiocho kilómetros de la ciudad donde vivíamos, fue el punto de partida de una empresa que con el tiempo se fue desplazando desde Holanda hasta Londres, desde Australia hasta Las Vegas. Junto con el casino de Amsterdam, fue para nosotros una especie de centro de operaciones desde donde pivotábamos hacia las distintas acciones que emprendíamos en otros casinos del planeta; un laboratorio donde probábamos cualquier idea que surgiese por muy «majareta» que pareciera. También fue el rival que nos permitió aprender algo sobre aspectos legales y judiciales, ya que con Guillermo, y su título de abogacía, tuvimos que emprender una y otra vez acciones de tal índole para conseguir que se nos reconociesen algunos de los derechos ciudadanos básicos que por allí no acostumbraban tener muy en cuenta. Por último, para varios de nosotros, de Madrid surgieron unas cuantas historias que van más allá del juego y del trabajo que ello significaba.
El Gran Casino Madrid fue no hace mucho el centro de apuestas más grande del continente y, sobre todo, el local donde más se facturaba gracias a los juegos de mesa. Hasta que se construyó el de Amsterdam, Madrid fue uno de los puntos más calientes del juego europeo. Así pues, no es casualidad que tanto uno como el otro fueran siempre nuestros «campamentos base» a la hora de movernos por Europa.
A diferencia del de Amsterdam, Madrid siempre tuvo tanto un ambiente como una estética rancia, heredada de una concepción del lujo que ya era un poco antigua cuando abrió sus puertas. Numerosos espejos y dorados revestían sus paredes, mientras que una gruesa e isabelina moqueta ayudaba a machacar los tobillos y los gemelos de los que pasábamos horas y horas deambulando por allí. Para nuestra sorpresa, disponían de un montón de mesas de ruleta francesa en vez de optar por el sistema americano, que de forma rotunda se había impuesto en el mundo dada su mayor velocidad en el juego y a que resulta definitivamente más rentable para el casino, ya que precisa de menos personal para dar más o menos el mismo servicio.
A medida que nos fuimos integrando en ese lugar, desarrollamos diversas relaciones tanto con los crupieres que trabajaban dentro, como con los numerosos clientes habituales que hacían del lugar su segunda casa (o incluso para algunos, la primera). Es frecuente que los casinos paguen una buena parte del sueldo a sus trabajadores mediante la increíble y abultadísima propina que los clientes van dejando a lo largo de sus interminables jornadas. Esto hace que en un principio todo el mundo sea bueno para los crupieres, pero a medida que a alguien no le apetece cederles diariamente al menos entre el tres y el cinco por ciento del dinero que el individuo en cuestión se encuentre apostando, empiezan a mostrarse hoscos y a veces hasta agresivos, con el fin de comerte la moral para que al final uno tenga que aflojar.
Obviamente, un jugador profesional no puede permitirse entrar en esas turbulencias económicas que ningún sistema, por muy potente que sea, puede aguantar. Por lo tanto, empezamos dando muy poca propina y enseguida pasamos a no dar ninguna, ya que veíamos que no servía para mucho. Sin demasiadas sutilezas empezaron las hostilidades. Escuchábamos comentarios envidiosos y hasta soeces sobre los distintos integrantes del equipo:
—Son unos niños de papá que vienen aquí a hacerse los interesantes. —Unos.
—No le puedo cambiar las fichas por ahora. Hay demasiada gente en la mesa. —Otros.
—Mira lo que da estar tomando números. Seguro que todas esas pulseras y collares no las ha ganado trabajando. —Unas.
—No, si encima querrán que nos fijemos en ellos. —Otras.
Nunca conseguimos que se nos tratase de una manera normal excepto en países como Inglaterra o Australia, ya que allí hace tiempo que tomaron la muy inteligente y elegante decisión de abolir esa «voluntaria» propina.
Por supuesto, también nos hicimos amigos de algunos crupieres que preferían ofrecer otro talante menos mezquino y tratar a los clientes con algo más de delicadeza que como solían hacerlo el resto de sus compañeros. Acabamos conociendo mejor a aquellos personajes que vestidos de faena parecían ser algo irreales, como si fueran ajenos a lo que pasaba en el mundo exterior. Mientras no supiéramos los nombres reales de los empleados de Madrid, debíamos mantener aquella idea inicial de Cristian de asignar motes para poder identificarlos. Esta idea puede parecer tan hispánica como pueril, pero acabó siendo un modus operandi que fuimos perfeccionando para así transmitirnos de persona a persona, de grupo a grupo y de rota a rota con la máxima agilidad y precisión, las descripciones de aquellos «sin nombre» con los que nos teníamos que ver las caras en distintos lugares del mundo, y a los que acabábamos controlando incluso más que ellos a nosotros.
En cuanto al personal directivo, no sería justo decir que no realizaran su trabajo con ahínco. Todavía hoy es difícil delimitar con precisión en qué consistían sus obligaciones para con la empresa que les pagaba el sueldo, pero no había duda de que entre carreras de sala a sala del local, llamadas de móvil, reuniones improvisadas a la vista de todos los clientes y reprimendas tan rigurosas como públicas a algún crupier o algún inspector de sala, se les pasaba la jornada.
Para nosotros, el momento más «cálido» de nuestra relación con esa cúpula directiva se producía cuando se acercaban a las mesas donde estábamos jugando. Mostrando un talante confiado en sus conocimientos sobre el proceloso mundo del azar, nos miraban como el que tiene la potestad de otorgarte algún tipo de perdón o, si cabe, con un rasgo algo más humano, de transmitirte un halo de actitud compasiva ante nuestro incansable proceder. Ahora bien, algún momento de descomposición también pudimos apreciar en sus ojos y en su relación con el pobre crupier al que le hubiese tocado «darnos» una sucesión ingente de plenos. Esta última situación se daba más en algún casino de provincias que también visitamos, pero en Madrid no podrán negar que alguna vez que otra se dejaron llevar por reacciones no demasiado racionales.
La relación con los clientes habituales era más variopinta debido a la amplitud y la imprevisibilidad de los perfiles de dicho colectivo. Hicimos muchos compañeros de «jornada» con los que pasábamos las horas entre apuesta y apuesta, aprendiendo mucho de ellos. Efectivamente, no había personaje que en los primeros diez minutos de relación no se animara a explicarte su sistema de juego y, a partir de ahí, tocaba revisión diaria de la situación de los mismos. Cuando salía el número 32, entonces había que apostar precipitadamente al 23 (el sistema del espejo, claro está); si se habían sucedido al menos quince números del mismo color (rojo o negro), entonces tocaba jugársela al color contrario o mantenerse en el mismo; según se estructurase el planteamiento lógico del apostante, cuando el crupier tiraba con una fuerza característica (y reconocible por muy pocos), entonces era importante cubrir la parte contraria de la ruleta de donde había partido la bola. En fin, que todo el mundo nos detallaba las diversas y sutiles formas de actuación frente al azar, mientras que nosotros no hacíamos más que marear la perdiz, en un principio porque no teníamos muy claro qué pájaro teníamos en mano pero, sobre todo, porque más tarde lo tuvimos clarísimo.
También es cierto que en escasísimas ocasiones nos encontramos con verdaderos profesionales que aplicaban con rigor e inteligencia sistemas ganadores. Concretamente, podemos hablar de un grupo que aprendió en poquísimo tiempo un sistema importado de Centroeuropa: un esloveno había concluido que era mejor secarse con la toalla de la cabeza a los pies, porque de esta manera el agua se escurría sola y no hacía falta secarla. Animado por la buena acogida que entre su parentela tuvo esta artimaña gravitatoria pensó que, dado que a partir de un punto concreto cualquier movimiento es tan uniformemente acelerado como también decelerado, controlando el lanzamiento de bola del crupier de ruleta era capaz de calcular con inusitada agilidad en qué zona de la misma iba a asentarse la bola lanzada, una vez que ésta empezase a decelerar en su caída hacia los casilleros. Lo sorprendente del caso era que este sistema resultaba realmente ganador, y decidimos que para identificarlo y diferenciarlo del nuestro lo llamaríamos «método de balística». Además de este caso, que desgraciadamente desapareció en un breve plazo de tiempo debido a lo aparatoso del sistema, y a que no cuidaron mucho las apariencias, podemos recordar a notables contadores de cartas en el juego del black jack y, por supuesto, a los grandes jugadores de póquer, con los que acabamos, especialmente mi padre, batiéndonos en fortísimos combates.
Enseguida entendimos que la forma de organizar la faena no debía distar demasiado de la de los crupieres a los que diariamente nos enfrentábamos. Elaboramos un sistema de rotas o planes de trabajo, donde cada uno de nosotros (excepto mi padre, al que nunca le ha venido bien eso de la justa medida, y que a veces se pasaba todo el día delante de una ruleta) trabajaba una media de ocho horas y descansaba un día por semana, todo ello adaptado a un plan más nocturno que diurno. Se empezaba a las cinco de la tarde y finalizábamos a las cinco de la madrugada, es decir, debíamos cubrir todo el horario de apertura del casino. Lógicamente, en cada centro de juego que visitamos había que readaptar dichas rotas, pero el criterio laboral básicamente fue siempre el mismo, excepto en los que abrían veinticuatro horas (Las Vegas, Adelaida, etc.), donde naturalmente no había manera de cubrir todo el programa.