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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

La fabulosa historia de los pelayos (7 page)

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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—Chica, ve a preguntar por ahí cómo andan las cosas, que a lo mejor alguien me tiene que dejar dinero —le pidió a Carmen.

—Vale, ahora te cuento.

No encontró demasiado consuelo en las otras mesas de juego que, aunque con más moderación, no estaban lo que se dice muy católicas:

—Es un agobio. No pillo ni una —también se quejaba Cristian.

—Ni fu ni fa. Estoy más o menos a la par —decía algo aburrido Balón.

—Estoy en menos cuatro. Como siga así, me desbarranco. —Por desgracia, tampoco yo podía aliviar la situación.

—Ahora voy bastante bien. Iba perdiendo muchísimo dinero, pero me he recuperado. Debo de estar ganando unas veinte o veinticinco mil pesetas —le comunicó Guillermo, intentando dar una nota de color al sombrío panorama que se iba vislumbrando.

Mi padre empezó a quedarse sin dinero y, por primera vez, no veía demasiados recursos económicos en las otras mesas. Durante toda la noche no pararon de salirle los vecinos, o sea, aquellos números que se situaban justo al lado de los que una y otra vez, según dictaba el sistema, él tenía que apostar. Y, para más agobio, algo que entonces nos parecía improbable estaba ocurriendo: la pérdida se estaba produciendo en casi todas las mesas al mismo tiempo.

Fue una noche desconocida hasta el momento. En la mesa de mi padre no hubo tregua y en la de Cristian también se produjo algún que otro destrozo. Mientras tanto, los demás nos veíamos impotentes para conseguir nivelar la situación. Antes de que el casino cerrase, habíamos perdido todo el dinero con el que contábamos para aquella sesión: diez millones de pesetas se esfumaron en apenas cinco horas de estresante e ininterrumpido juego.

Nunca pensamos que las grandes rachas de pérdidas fueran hitos a destacar en la evolución de nuestra empresa. Siempre entendimos que lo que estábamos iniciando debía convertirse a la larga en nuestra profesión; por eso nos sentíamos esencialmente ganadores. Nada de romanticismos trasnochados, nada de lloros en los que realizarse, nada de nada que no fuese pensar que al final acabaríamos ganando. De hecho, era bastante habitual que alguno de nosotros, en algún arrebato triunfalista, soltase frases de desprecio a la buena imagen que el perdedor nato ha tenido siempre en la cultura europea:

—Oye, ¿sabes lo que te digo? Pues que le vayan dando a Dostoievski. Ahora bien, lo de aquella noche fue parecido a lo de la marca indeleble que deja cualquier experiencia en su «primera vez». Nos dimos cuenta de que para armar un sólido sistema no sólo era necesario encontrar el quid de la cuestión, sino que también precisábamos de una armadura lo suficientemente robusta para evitar o, al menos, suavizar ataques furibundos como los de aquella noche. Y es que alentados por las ganancias de las semanas anteriores, habíamos subido la cantidad de dinero que exponíamos por apuesta, decisión que se tomó de una manera intuitiva. Después de esa noche comprendimos lo importante que iba a ser para nosotros conocer a fondo muchos de los criterios estadístico-matemáticos que hablaban del control y la correcta dosificación del dinero que apostar (en inglés, la llamada disciplina del Money Management) y así, se investigó hasta conocer y aplicar una teoría bautizada con el irónico nombre de «Teoría de la ruina».

Aprendimos a controlar la cantidad correcta que necesitábamos llevar encima para aguantar sin problemas la sesión que fuésemos a realizar. Siempre en función de la ventaja que considerábamos tener y la cantidad de dinero que decidíamos que íbamos a invertir por cada apuesta, empezamos a realizar ese tipo de cálculos que hizo olvidar de forma sorprendentemente eficaz una noche tan ingrata como esa en que perdimos todo lo que llevábamos. Podríamos perder más días, pero siempre volveríamos a casa con dinero. Y eso lo aprendimos como se aprende tanto a jugar como a ganar en actividades tan complejas como es el ajedrez: perdiendo.

A partir de esa noche, cada vez que tuvimos algún revés serio, dimos si no un giro en la manera de desarrollar el sistema, sí al menos una mejora del mismo con algún nuevo conocimiento que ayudaba a blindarlo, consiguiendo que al final llegara a ser invencible. Aquella pérdida no nos dejó absolutamente KO, pero sí nos frenó muchísimo nuestra capacidad de apostar cantidades muy altas, con lo que entramos en una etapa donde se ralentizó bastante la llegada de las grandes ganancias que a la postre se acabarían obteniendo. Además, consiguió que de golpe y porrazo se viniera abajo ese principio de popularidad que en pocos días habíamos conseguido en el casino de Madrid, con lo que retrasamos enormemente la capacidad de respuesta de los directivos del local. Ésa fue la principal ventaja que obtuvimos al airear la pérdida que realmente tuvimos.

A mi padre, que entre otras muchas cosas había sido apoderado de toreros como Galloso, Martín Pareja Obregón, o Pepín Jiménez, no le costó demasiado hacer honor a su pasado profesional y sacó en ese difícil momento su, de sobra conocida entre nosotros, casta hispánica, proveniente sin duda de cierta impronta familiar apegada a un casi ya extinguido orgullo de corte tan noble como decimonónico:

—Esto que nos ha pasado es lo que demuestra que el sistema funciona. ¿No veis que todos los plenos han caído en los vecinos de nuestros números? ¡Hay que animarse! ¡Hay que animarse!

Por fortuna siempre conseguíamos encontrar una explicación que, basada en la más estricta racionalidad, justificase los momentos de pérdida en el sentido de que lo que habíamos tenido era una racha de mala suerte esperada, y no fallos en el sistema. Aprender a vivir en esa complicada pero atractiva paradoja fue una de las experiencias más motivadoras e ilusionantes que unos chavales jóvenes puedan tener. Quizá por eso uno de los leit motiv que más nos gustaba repetirnos era aquel fabuloso chiste que describía a un jugador sistemista que, viajando por el mundo con el fin de aplicar su método en distintos casinos, enviaba regularmente a su familia un telegrama que siempre repetía

«SISTEMA FUNCIONA, ENVÍEN DINERO».

Si se había dado un paso atrás, no quedaba otro remedio que lanzarse a dar dos hacia delante. Ésa fue la línea argumental que debió de guiar a mi padre para decidir que lo que teníamos que hacer era duplicar el campo de acción, por lo que la nueva estrategia fue abrir el estudio de un nuevo casino. Se suponía que donde hubiese ruletas de marca Hispania (o incluso ABP London) teníamos un buen futuro, por lo que con la información que nos pasó un buen amigo llamado Antonio, que era residente en el lugar, el destino elegido fue la isla de Gran Canaria.

Esta idea nos pareció especialmente excitante, ya que era la primera vez que la flotilla desplegaría su sistema más allá del entorno natural de Madrid, lo que prometía muchas cosas interesantes para una gente ávida de experiencias exóticas. Se decidió que con urgencia mi padre, Balón y Cristian cogerían un avión y testarían si realmente había indicios de que mereciese la pena que todo el grupo se desplazase a Canarias.

Todavía en casa y ya con la ayuda de Marcos, que acababa de integrarse al grupo, el resto nos quedamos vigilando lo que pudiera haber pasado después de aquel revolcón. Incluso teníamos el propósito de volver a jugar si los datos confirmaban el supuesto de que sólo había sido mala suerte y que nadie se había dedicado a manipular las ruletas la noche anterior a aquella nefasta jornada. Si el casino de Playa del Inglés confirmaba los pronósticos que se esperaban de él, nos reuniríamos en el poblado de Puerto Rico, que se encuentra en la zona sur de la isla en el municipio de Mogán, para pasar las fiestas de Navidad en manga corta y tomar las uvas una hora antes de lo que tradicionalmente estábamos acostumbrados.

***

Menos mal que a Cristian, y más o menos también a Balón, no les importaba demasiado pasar horas y horas tomando números, porque en Canarias lógicamente tuvimos que empezar de cero. Les dejé a Iván y a Guillermo instrucciones de cómo usar el ordenador y el programa para que siguieran estudiando la información que recogieran de Madrid, mientras que nosotros pensábamos hacer el recuento de lo que apuntásemos en unas sencillas tablas que había improvisado con lápiz y papel. Me llevé una gran alegría cuando descubrí que a las islas ya había llegado una especie de refrito entre calculadora y ordenador de bolsillo que era perfecto para nuestras necesidades. Sin pensarlo un minuto, compré siete de esas máquinas que, a partir de ese día, nos acompañarían en todos nuestros trabajos posteriores.

Como era previsible, el casino de Playa del Inglés era mucho más pequeño que el de Madrid. Sólo tenían cuatro mesas de ruleta americana y una francesa, y normalmente no había demasiado público con el que llenarlas. El nivel de juego era muy bajo, ya que se trataba de un casino montado con la idea de dar servicio al turismo de aluvión que iba y venía a la isla. Sólo un personaje un tanto especial llamaba poderosamente la atención. Tenía un aire exótico, con sus camisas de seda estampada y varios collares y pulseras de oro macizo. Por su apariencia física debía de ser originario de la zona de Pakistán o la India, pero lo que realmente hacía que nos fijásemos en él era su estilo de juego. En cada bola que apostaba empezaba por cubrir muchísimos números, pero en cuanto echaba a rodar, no podía evitar el impulso (con la ayuda del crupier) de regar el resto del tapete hasta completar casi todos los números del paño. Con grandes sudores que aliviaba un pañuelo, parece que también de seda, recogía su inevitable premio y siempre daba una ficha de propina al crupier. Era como si le gustasen todos los números y no se atreviese a dejar ninguno sin atender. Normalmente jugaba con fichas de mil pesetas, por lo que era evidente que en cada pase perdía de forma increíblemente regular mil pesetas por juego y otras mil por la propina. La verdad es que no sé qué tienen algunos en la cabeza.

Estuvimos cinco días sin parar de registrar los números que salieron en el casino para así hacernos una idea de si realmente estábamos en lo cierto al pensar que esas ruletas, también de marca Hispana, tenían las mismas tendencias que en Madrid. Los números empezaron a apuntar en la dirección que esperábamos, y no tardamos en llamar al resto del grupo para que volaran y se vinieran enseguida hacia Canarias. Alquilamos dos bungalows, uno para los chicos y otro para que Carmen y yo tuviéramos algo de intimidad. Parece que ellos también la tuvieron, a tenor de la cantidad de días que alguno no amanecía en el apartamento. Lo único que sé es que por allí acabó apareciendo la novia de Iván, y que Cristian tuvo un affaire con una inglesa que parece que estaba casada y que, aunque databa de la época del «Love me do», realmente era impresionante. Por lo que en algún momento no pude evitar oír comentar, parece ser que Cristian empezó a comprender allí para qué sirve un liguero y alguna otra cosa más.

Se decidió empezar a jugar al mismo tiempo que asentábamos la investigación de las ruletas y empezó a irnos bien los primeros días. Pronto tuvimos desviaciones tanto en las estadísticas como en el resultado del juego, y así lo que íbamos ganando empezó a peligrar. Lo más importante para nosotros era que nos sentíamos desorientados por unos resultados un tanto inciertos. Los números que sin duda eran buenísimos en las ruletas de Madrid y que habían empezado a mostrarse también espléndidos en Canarias se estaban hundiendo, y en su lugar aparecían otros totalmente distintos. Pero es que además lo estaban haciendo de manera independiente, sin que hubiese una especial relación entre los resultados que ofrecía cada una de las mesas. En algunas existían números que destacaban poderosamente sobre el resto de sus compañeros dentro de la ruleta, pero éstos no eran los mismos que en Madrid ni tampoco estaban distribuidos por zonas tan localizadas. En otras máquinas se apreciaba una exasperante imparcialidad, que impedía la definición de números que sobresalieran tanto en positivo como en negativo sobre los otros.

Mientras empezábamos a comprender la enorme suerte que habíamos tenido en Madrid al encontrar hasta ocho mesas con indicativos escandalosos y además todos iguales (lo que nos ayudó a poder fijarnos con mayor facilidad en ese defecto al que le sacamos tanto dinero), nos quejábamos de la mala suerte que estábamos teniendo en Canarias, ya que los primeros resultados obtenidos nos habían despistado. Definitivamente entendimos que cada ruleta es un mundo, y que debía ser tratada de forma independiente del resto de las ruletas del propio casino o de cualquier otro que conociésemos. La igualdad en la estadística de Madrid, fuera casualidad o no, júzguenlo ustedes, fue algo que nunca más volvimos a ver en ninguna parte del planeta.

Lo cierto es que nos estábamos quedando sin dinero y, aunque alguna mesa era digna de seguir siendo estudiada, nunca sería tan rentable como lo era volver a Madrid con los conocimientos que a lo largo del mes y medio de juego playero habíamos adquirido. Como Balón hizo un viaje relámpago a la isla de Tenerife para investigar el casino que habían construido en una zona maravillosa de Puerto de la Cruz y sus noticias hablaban de muchas más mesas que donde estábamos, pensamos que en algún momento sería bueno volver a Canarias para trabajar organizadamente entre las dos islas.

De esa primera experiencia en Canarias me quedo con aquellas estupendas comidas que nos ofrecía un buen amigo llamado Manolo al borde de la playa en pleno mes de diciembre, en el restaurante Venecia. Allí nos dábamos cita todos los días la gente del grupo y nuestro extemporáneo compañero Antonio González-Vigil, que gracias a su envidiable perfil de rentista, muy en la línea de los personajes de las novelas de Flaubert, o de Émile Zola, no tendría ningún problema (ni moral, ni sobre todo económico, que es el más difícil de salvar) en seguir acompañándonos a otros lugares donde también acabaríamos jugando. La pretensión de Antonio siempre fue situarse en el papel de perfecto espectador de nuestras andanzas, no jugaba porque «lo que es dinero no me emociona ganarlo, siento que no lo necesito, pero perderlo me causaría humillación». Por eso nunca quiso ser un Pelayo en lo profesional, aunque en lo vital vaya que si lo fue.

Tampoco sería justo olvidarse de unos cuantos partidos de futbito en los que jugábamos todos nosotros contra algunos futbolistas semiprofesionales de la zona, de aquella Nochevieja que no nos importó vivir con una hora de menos, ya que como en los apartamentos no teníamos televisión ni una simple radio decidimos que las campanadas serían cuando quisiéramos, y que sonarían por los golpes de un cucharón contra una olla Magefesa y, sobre todo, de aquel tiempo de tranquilidad que obtuve para acabar de asentar todos los elementos del sistema y así volver a Madrid para, ahora ya sí, ganar a ese casino y a todos los demás de una manera definitiva.

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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