Read La fabulosa historia de los pelayos Online
Authors: Oscar García Pelayo
Tags: #Ensayo, #Biografía
—Que yo la he puesto encima del diecinueve y no a caballo —intentaba explicar Marcos.
—Sorry. Do you speak english? —decía algo molesto el jefe de sala.
—¿Qué pasa por aquí, Marcos? —pregunté en cuanto llegué a la mesa.
—Pues que me quieren tangar un pleno.
Detrás de nosotros cuchicheaba el director de juego con la gente de seguridad, e incluso con uno de los gorilas que habíamos visto en la entrada, mientras yo le recordaba a Marcos que desde hacía mucho tiempo habíamos acordado que ante cualquier follón con el crupier o con el jefe de mesa siempre había que darles la razón. Como es lógico, a mi primo no le hizo ninguna gracia tener que tragarse semejante tropelía, pero, como buen profesional, sabía que no le quedaba otra opción.
—No problem, no problem. Sorry, no problem —aceptó decir Marcos mirando al crupier mientras empujaba sin querer a una cliente bastante emperifollada.
—Mejor dile que danke —le apunté.
—¿Y eso qué es?
—Pues «gracias» en alemán.
—Tanque, tanque.
En ese mismo momento, Balón se acercó por detrás con aspecto de encontrarse bastante alterado.
—Oye, Iván, que tu hermana por fin ha hecho saltar la banca de la francesa. Se le ha olvidado recoger una ficha del tapete y le ha tocado un pleno doble. Todavía le están pagando —me chilló al oído.
—¡Ole! —gritamos al unísono Marcos y yo.
Balón añadió que había un revuelo tremendo en esa zona y que creía que estaban pensando en cerrar la mesa para que no le siguiésemos dando por todos lados. En ese momento vi la luz: acabábamos de batir nuestro propio récord. No cabía duda de que con aquella noticia habíamos superado los catorce millones de pesetas de ganancias en una sola noche. Rápidamente intenté compartir ese dato con mis compañeros.
—Iván, creo que si tío Gonzalo estuviese aquí hubiera discutido lo del pleno. Como se entere se va a mosquear —dijo de pronto Marcos, que volvía a estar más pendiente de la crupier rubia que de la conversación.
—Cuando mi padre se entere de la que hemos liado aquí le va a dar un patatús, y le va a importar bastante poco un pleno o dos. Hemos batido todos los récords, y lógicamente aquí está todo el mundo que hierve. Esta noche, o acabamos a empujones o nos ponen una estatua al lado de la Ópera. Venga, Balón, ¿por qué no compruebas si Vanesa necesita ayuda, y de paso vas haciendo un análisis del resultado de la mesa? —contesté totalmente excitado.
Balón se arrancó con un sensual baile moviendo las caderas y, por supuesto, su exuberante barriga.
—¡Este partido lo vamos a ganar! ¡Este partido…!
A las cinco y media de la madrugada ya estábamos los seis en la habitación de Guillermo del Grand Hotel Wien, donde nos encontrábamos alojados desde hacía tres días. Intentábamos no hablar demasiado alto, pero, la verdad, era bastante difícil.
—¡Oh, Marián! ¿Por dónde queda el champán? ¡Oh, Marián! —cantaba y bailaba Balón por Ray Charles.
—Anda, Balón, pásame las bolsas de la pasta —le pidió Guillermo.
—No, espera. Antes voy a hacer algo. Veréis como os gusta —interrumpí.
El dinero estaba repartido en cinco bolsas. Teníamos pesetas, chelines austríacos y algunos florines holandeses, todo ello dividido en fajos según las reglas que nos habíamos marcado: todos debían contener cantidades de billetes cuyo valor al cambio fuese de un millón de pesetas. En ese momento tendríamos aproximadamente unos treinta y ocho o treinta y nueve fajos con su gomita correspondiente. Entonces mezclé todos los paquetes en una sola bolsa y, sentado sobre una cama, empecé a tirarme los billetes por encima de la cabeza.
—¡Esto sí que es una buena ducha! —grité emocionado.
—Veo que por fin hemos conseguido estar en la línea del Tío Gilito —apuntó Guillermo.
—Abridme paso, que voy —anunció Cristian.
De pronto se tiró de cabeza sobre la cama como si fuese una piscina. Marcos no pudo aguantar la tentación y también cayó sobre nosotros dándose un baño de primera.
—Por favor, Balón, tú estate quietecito —avisó Cristian.
—Yo también quiero darme un cabezazo contra el rey de España —protestó algo airado Balón.
—Bueno. Venga. Vamos a dejarnos ya de alborotar, que todavía tenemos que recontar todos los billetes y son casi las seis de la mañana —planteó Guillermo, intentando poner algo de cordura.
Vanesa no se olvidó de que aún teníamos que telefonear a nuestro padre, que se encontraba en viaje de prospección en Nueva Orleans. Teníamos que darle el informe completo de los últimos tres días. Obviamente, estábamos locos por llamarle, y gracias a que existía una diferencia horaria de siete horas, por allí debían de ser las once de la noche del día anterior, pero aunque hubiesen sido las cuatro de la madrugada le hubiésemos llamado. Me senté al borde de la otra cama, saqué un papelito de mi cartera y empecé a marcar el número que mi padre nos había dejado apuntado antes de salir de viaje.
—Please. Could you pass me with the room 2002? Yes, thank you. —En espera—. Papá, oye, aquí Iván. Pelotazo, pelotazo, hemos destrozado el récord. —No dudé en elegir esa fórmula para iniciar la conversación.
—¡No me digas! ¿Cuánto habéis ganado esta noche? —gritó por el teléfono mi padre, a pesar de que tenía voz de estar durmiendo.
—Un millón ciento setenta mil chelines, que son más de catorce millones de pesetas. ¿El ambiente?
Pues al rojo vivo, como te puedes imaginar. Claro, claro, mañana volvemos a primera hora, aunque no sé qué nos vamos a encontrar —le respondí.
Mientras Guillermo mandaba insistentemente callar a todo el mundo, Balón hacía carantoñas de alegría.
—Entonces ya estamos ganando a los austríacos. ¿Cuánto perdimos exactamente la noche anterior? —preguntó mi padre algo más sosegado.
—Trescientos ochenta y cinco mil chelines, unos cuatro millones seiscientas mil pesetas. Pero hoy hemos ganado en todas las mesas en las que hemos jugado, incluso en la francesa. Esta noche hemos saltado dos veces la banca, una en la americana número dos, y otra precisamente en la francesa. ¡Ah, y en ambas han vuelto a reponer el anticipo! —Le hice el cálculo.
Mi padre dedujo de todo aquello que quizá por allí no nos tuviesen demasiado miedo, pero yo le contesté que no estaba tan seguro, ya que había que tener en cuenta que todo había sucedido en la noche del sábado y que no era fácil para el casino tomar la decisión de cerrar mesas y dejar a sus clientes colgados. Había que seguir teniendo mucho cuidado.
—Bueno, estupendo. ¿Y cómo van los otros casinos? —preguntó mi padre.
En pocas palabras le detallé que, en Madrid, Alicia nos contaba que seguían moviendo todos los días las ruletas, pero que ella continuaba apuntando números sin parar. En cambio, Carmen decía que en Amsterdam llevaban cuatro días sin mover ni cambiar nada, y que creía que los números que nos iba a mandar eran bastante buenos. Pero los que seguro eran de alucinar los tenía mi madre en Copenhague. Realmente allí estaba todo listo para caerles encima, pero por ahora no teníamos suficiente gente.
—Bueno. Esperemos a mañana a ver cómo siguen las cosas por Viena y luego tomamos decisiones —comentó mi padre una vez que acabé el resumen.
—Vale, vale. ¿Y cómo va todo por allí? ¿Es mejor Atlantic City o Las Vegas?
Ya había pasado por Atlantic City y acababa de aterrizar proveniente de Las Vegas. Ahora estaba hablando desde un hotel del barrio francés de Nueva Orleans y, con las noticias de Viena, me sentía más alegre que un tema de dixieland interpretado por Louis Armstrong, cuya estatua había saludado esa tarde en un parque de la ciudad.
Aunque algo confusas, las noticias del día anterior me habían dado un buen disgusto. Habiendo jugado el equipo a un equivalente de veinte mil pesetas la ficha, era como apostar un cuarto de millón por bola en cada una de las cuatro o cinco mesas que habían abierto en Viena. Perder casi cinco millones equivalía a lo que nosotros medíamos en nuestro sistema de control particular como un –7, algo bastante normal en un día de mala suerte, pero después de quince días reuniendo estadísticas y con unos gastos altos como eran los de Austria, la noticia me había sumido en un estado parecido al del cantante de blues que estuve escuchando en aquel bar decorado con simples barriles. Por supuesto, habíamos quedado en que seguiríamos jugando.
Lo bueno de perder es que el casino se relaja, te toma por un chiflado más. Para ganar a todo un equipo de crupieres y directivos de una sala centroeuropea, lo mejor es que te falten al respeto, que te consideren uno de esos sistemistas que quizá han tenido suerte en otras ocasiones. «Pero a nosotros no nos ganarán», queríamos que pensaran al vernos llegar. Siempre nos decíamos que el único respeto que teníamos que buscar era el del director de nuestro banco. Así habíamos funcionado muy bien durante bastante tiempo.
Por otra parte, nuestro principal temor, especialmente cuando hacíamos una incursión costosa en Europa, era que nos cambiasen las mesas o que no nos dejaran jugar mucho tiempo, como nos pasaría más adelante en Londres o, sobre todo, en Copenhague, pero eso nunca ocurría cuando perdíamos. Entonces se envalentonaban y veíamos que nos retaban con la mirada a que volviéramos al día siguiente. A Viena habíamos ido dispuestos a jugar fuerte con un dinero que nos permitía aguantar hasta un –30 (más de veintiún millones de pesetas). Habíamos perdido menos de la cuarta parte de nuestras reservas y, por lo tanto, había que seguir con el plan. Las mesas eran muy buenas y no había nada que temer (todas eran de categoría B, de las que se podía esperar un +20 cada mil bolas jugadas e incluso alguna rozando la A, que podían ofrecernos hasta un +30 en esas mismas mil bolas). La verdad es que sacarles catorce millones el segundo día y situar en más de nueve la ganancia total me llevaba como en volandas cuando esa noche paseaba solo, casi al ritmo de «When the saints go marching on», por el bullicio de Bourbon Street.
Había llegado a Estados Unidos proveniente de Amsterdam. Allí habíamos estado reunidos gran parte del invierno (muy a gusto, como pájaros en Doñana), y mientras Marcos se marchaba a Viena para preparar una posible expedición y empezar la toma de datos, yo comenzaba una gira de prospección en los mejores locales de América. No tomaba estadísticas, sólo veía el ambiente, número de mesas, fabricantes, vigilancia, tipo de jugadores y estilo de juego. En Estados Unidos, además del cero europeo, existe el doble cero, y los números están colocados en la ruleta de manera diferente. Tenía que cambiar los programas adaptándolos a estas novedades y, desde luego, me apetecía mezclar todo esto con algo de turismo.
Confiaba plenamente en la capacidad organizativa de Iván y de mi sobrino Guillermo, así como en la disponibilidad de todo el equipo después del magnífico trabajo de prospección que Marcos, completamente en solitario, había desarrollado partiendo de Milán y acabando en Viena.
Empecé por Atlantic City, en medio de una de las peores tormentas de nieve que se recordaban en la costa Este. La piscina que veía desde la ventana del hotel era un témpano de hielo. A mi vuelta en Europa, todos nos reíamos cuando les contaba que, para visitar un alejado casino que se encontraba fuera de la línea costera, tuve que cambiar la función del bañador —que más tarde sí utilicé en Las Vegas— y liármelo alrededor de las orejas para protegerlas del gélido viento. Deambulé por calles desiertas hasta que vi avanzar hacia mí a un peatón de color con quien no me gustaba cruzarme, temiendo una posible agresión, un atraco o cualquier otra clase de violencia en la calle solitaria. Por fin, cuando estábamos relativamente cerca, el hombre cambió súbitamente de rumbo, cruzó a la otra acera y se precipitó por una calle lateral por donde yo había decidido alejarme en ese mismo momento. Mi aspecto con el Meyba en la cabeza debió de alarmar al honrado ciudadano.
Más adelante nos inventamos un posible reto al enorme Taj Mahal. Pensamos que no sería difícil ganar a un casino con un nombre tan inadecuado, pero por el momento preferí, de largo, el ambiente de la otra costa. Estuve en Reno y, cerca de allí, en Las Vegas con su inicio de primavera, su abundancia de casinos y su merecida fama de capital mundial del juego. Compré todos los libros que sobre juego se vendían en dos establecimientos especializados y no encontré ni rastro de lo que nosotros estábamos haciendo en la divulgación libresca que muchos buenos jugadores profesionales ofrecían a los lectores de todo el mundo. Magníficos libros sobre black jack, que más tarde nos costaría algún disgusto, se mezclaban con excelentes estudios sobre el póquer que, allí mismo en Las Vegas, habría de darnos tantas alegrías años más tarde, pero de ruleta sólo encontré sosos estudios que explicaban técnicas para perder más lentamente lo que un impulsivo jugador normal pierde en una noche. Tan sólo uno de ellos insinuaba el tipo de juego que nosotros estábamos desarrollando en Europa, pero sin profundizar en el análisis matemático que procuraba nuestra certeza. Pensé en contactar con el autor para cambiar impresiones, pero sospeché que aquel intento era simple vanidad.
Desde entonces acaricié el objetivo de venir a esta ciudad con todo el equipo y ganar a los casinos donde ningún otro jugador, o grupo de jugadores, había derrotado a la invencible ruleta de doble cero. Por eso le respondí a Iván que prefería Las Vegas.
Me reí de la medio bronca de Marcos con el pleno de aquel diecinueve que no le pagaron y que tantas veces había visto salir en las semanas anteriores. Le animé recordándole que casi nos estaba costando más la llamada de teléfono que su medio pleno no cobrado. Luego Balón me preguntó por Kunta Kinte. Guillermo y Vanesa me contaron con detalles las caras tirolesas que ponían los jefes del casino cuando reponían el anticipo en las mesas donde ellos habían hecho saltar la banca. ¡Un beso fuerte, Vanesa!
Al colgar, todos empezamos a hacernos preguntas sobre lo hablado con mi padre mientras íbamos reordenando los fajos y nos asegurábamos de que el dinero estuviese bien contado y mejor controlado. Entretanto, Guillermo analizaba los números de la jornada y se mostraba muy orgulloso.
—Mañana nos vamos Cristian, tú y yo a primera hora y comprobamos si sigue todo igual. Por ahora, es mejor que cada uno deje parte de su dinero escondido en las cajas de Corn Flakes. Prefiero que nadie en el hotel sepa la cantidad que tenemos —propuso Guillermo.
—Es que estos de aquí son muy cutres. Deberían tener las cajas de seguridad en las habitaciones y no en recepción —comentó Vanesa.