Read La fabulosa historia de los pelayos Online
Authors: Oscar García Pelayo
Tags: #Ensayo, #Biografía
Con muchísima habilidad, Cristian copió la técnica para el mejor manejo de las fichas y del dinero que, de una manera estandarizada, aprenden los crupieres. Eso resultó especialmente cómodo para nuestro grupo, que así vio cómo podíamos cubrir distintas funciones necesarias para la correcta aplicación del sistema en menos tiempo, y también resultó especialmente útil para Cristian, que gracias a su rápido y correctísimo aprendizaje cobró una inusual fama entre el colectivo de trabajadores del casino —especialmente entre el género femenino—, permitiéndole, entre muchas otras cosas, que no le molestasen demasiado con el asunto de la propina.
Establecimos una especie de código de conducta que debía regular nuestra relación con el sistema que aplicábamos a la hora de jugar, así como con las relaciones que debíamos mantener con el personal de trabajo y los clientes de cualquier casino al que fuésemos a trabajar. En cuanto a lo primero, no podíamos jugar en ningún lugar en el que estuviéramos apostando o estudiando sus posibilidades más allá de lo que concernía a nuestra jornada laboral y, por supuesto, siempre con el capital y el método del grupo, nunca de forma privada. El segundo aspecto nos obligaba a no revelar jamás el sistema con el que jugábamos, y a dar una continua sensación de que perdíamos dinero, de que buscábamos algo pero no acabábamos de encontrarlo. Además, nos comprometíamos a desterrar toda superstición y a no tener ningún conflicto con nadie que perteneciese al local teniendo en numerosas ocasiones que comernos nuestro orgullo ante distintas tropelías y humillaciones. Había que evitar enfrentamientos, porque de ellos sólo queríamos llevarnos su dinero.
En cambio, no nos prohibimos tener relaciones con cualquier persona perteneciente a nuestro «ámbito laboral», lo que inevitablemente nos llevó a múltiples situaciones e historias que fueron modificando y haciendo evolucionar la relación entre los integrantes de la flotilla.
Como cualquiera de las mañanas de los últimos dos meses, se acercaba la hora en que escuchaba la llave de Cristian o de Guillermo abriendo la puerta de casa. Era el momento que habíamos convenido para traer los números que a alguno de nosotros le había tocado apuntar de la última jornada del casino de Madrid y para pasar revista a lo que mi padre había analizado y concluido sobre los números del día anterior y sobre el acumulado que se había conseguido en los meses de trabajo estadístico que llevábamos.
Pertrechado con el batín que le había sido fiel compañero de al menos los últimos diez años, mi padre saludó a Cristian haciendo algún comentario gracioso que ya no recuerdo sobre sus incipientes ojeras, seguramente fruto de no tener muy claro cuál era el límite de hora en el cierre de nuestra nocturna jornada laboral. Los tres juntos nos sentamos frente al ordenador para iniciar el rutinario análisis, no sin antes sorprendernos una vez más por las mejoras e implementaciones que mi padre había realizado en el programa informático, que él mismo había diseñado ex profeso con el fin de cribar los resultados estadísticos en la dirección que nos habíamos fijado.
Se llegó a la conclusión de que la cosa iba madurando y comentamos que en breve deberíamos considerar la idea de entrar en combate. A continuación, abordamos un análisis pormenorizado de las posibilidades de ganancia, siempre que esos datos fuesen ciertos (que por supuesto lo eran), y partiendo de una serie de condiciones que se daban en el casino y que debíamos cuidar de que no fuesen trastocadas. Como era habitual, mi padre empezó a desarrollar un estado creciente de excitación:
—Chica, chica —llamó mi padre a Carmen, levantando la voz.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Lo vais teniendo más claro? —preguntó Carmen, viniendo desde otro lado de la casa.
—¡Bastante! La noche de ayer fue definitiva. Les estoy diciendo a Iván y a Cristian que nos empezamos a salir de límite. Tendréis que ir preparándoos porque realmente no hace falta estudiar mucho más. ¡Lo tengo clarísimo!
Al escuchar cierto ambiente de alborozo e incluso de algarabía, Balón no pudo evitar el impulso que le llevó a abandonar su estado de semiinconsciencia y, poniéndose lo que encontró, saltó de la cama para acercarse al cuarto donde nos encontrábamos reunidos:
—¿Qué, estamos ya de pelotazo? —preguntó Balón de sopetón.
—No puedes imaginar lo que se nos viene encima —le contestó mi padre, más contento que unas castañuelas.
—Me parece que ya no te queda mucho para poder comprarte ese traje rompedor del que me hablabas ayer —añadió Cristian.
Hasta la fecha habíamos realizado alguna que otra incursión en el casino de Madrid con la idea de poner a prueba alguna de las ideas que en teoría íbamos diseñando, pero el resultado nos llevó a ser cautos y continuar dichas pruebas con la inestimable ayuda de la gaseosa. Ahora era distinto, la información con que contábamos, el universo estadístico que habíamos estudiado con unos programas informáticos mejorados día a día por mi padre era de unas veinte mil bolas, veinte mil sucesos independientes que nos otorgaban una perspectiva suficientemente sólida para entender dónde se encontraba el punto débil de aquel casino; es más, creíamos que de todos los casinos del mundo.
Que las máquinas en general no son perfectas y, por lo tanto, los materiales de las ruletas tampoco, ya ha sido explicado. Pero es que en el casino de Madrid todas las mesas de ruleta tenían la misma imperfección, que se localizaba en los mismos números. Sí, sí, en todas y cada una de las ocho mesas de marca Hispania (subsidiaria de la internacional ABP London) con las que contaba el casino tanto los números que más salían como los que menos eran siempre los mismos. ¡Qué raro!
En un principio llegamos a creer que debíamos de haber descubierto un inusitado error de fábrica en una de las marcas de ruletas más extendidas por el planeta, al menos en la parte hispánica del mismo. Pero el hecho constatado de que los números que se veían beneficiados por tal «error» fueran sin lugar a dudas los que más pudieran interesar a los casinos (excepto el número 20, ninguno de los «buenos» pertenecían a la columna central ni, excepto el 33, se situaba en la tercera docena, que es donde más juego suele desarrollarse) nos hizo albergar intrincadas sospechas que nos situaban, de una manera un tanto novelesca, en el vórtice de un complot a escala, cuanto menos, nacional.
Obviamente, no es que no salieran, pero era un escándalo vislumbrar, gracias a la abultada estadística, cuántas veces menos de lo que matemáticamente le correspondía hacían su aparición números míticos para cualquier jugador de ruleta que se precie, como son el 32, el 29, el 11 o el 17. A día de hoy, dado el ritmo de los acontecimientos posteriores y la absoluta falta de pruebas respecto de cualquier aspecto incriminatorio, recordamos esta situación como una mera anécdota más, pero la sorpresa que nos produjo lo que en ese momento descubrimos todavía no se nos ha borrado.
En cualquier caso, el principio fundamental sobre el que se formuló el sistema era tan veraz como simple de entender: los treinta y siete casilleros que se reparten alrededor de la circunferencia de una ruleta no son físicamente iguales y, por lo tanto, la bola tiene más facilidad para entrar en unos que en otros, dependiendo de las características físicas de cada casilla. Nosotros habíamos sido capaces de detectar con un grado suficiente de certeza matemática los que desde siempre (suponemos) salían acusadamente más que otros en el casino de Madrid, y lo que quedaba por hacer era ponernos manos a la obra.
Las primeras semanas todavía no teníamos demasiado controlada la elaboración de nuestros planes de trabajo, y lo que hacíamos era ir la familia al completo a jugar desde una hora razonable hasta la hora de cierre del casino. Aunque no tardó en añadirse, Marcos no se encontraba con nosotros aquellos primeros días, pero sí estábamos el resto del equipo que constituimos la parte esencial de «la flotilla». Mi padre, Balón, Guillermo, Cristian y yo mismo nos repartíamos las mesas que nos indicaban que poseían una mayor ventaja y, una vez situados en ellas, no nos despegaban de allí ni con disolvente. Al mismo tiempo, Carmen se ocupaba de procurarnos la necesaria comunicación que debía existir entre las mesas en juego, además de apuntar todos los números de cada jornada. Si acaso no era demasiado sofisticada, la logística que improvisamos aquellos primeros días fue especialmente eficaz para nuestras necesidades:
—Oye, chica, ¿cómo están más o menos los demás? —podía preguntar mi padre.
—Dile a tío Gonzalo que me queda poco dinero —decía por ejemplo Cristian.
—Toma. Mejor quédate con lo que me sobra, que no paro de pillar —cualquiera de nosotros.
A veces:
—Estoy en más ocho.
O también:
—Hoy nos lo llevamos. Ya estoy en más catorce.
Y por supuesto.
—Mira lo que da tomar números —de nuevo algunas crupieres.
Fue empezar en serio y no parar de ganar. Llegamos a salir por la puerta hasta once días seguidos ganando unos… podríamos hablar de una media de cerca del millón de pesetas diarios. Aunque lo intentábamos, no era nada fácil ocultar la sensación de éxito que dábamos en nuestras incursiones diarias tanto al personal del casino como a los clientes habituales, y si además le añadimos la «extraña» manera de organizar el juego, siendo nosotros, para más inri, personas no conocidas con anterioridad en el lugar, no pudimos evitar hacernos muy populares en poquísimo tiempo.
Esta circunstancia hizo posible que en brevísimo plazo empezásemos a relacionarnos con mucha de la gente que encontrábamos un día y otro también. Numerosas fueron las tardes que nos tocó compartir mesa (que no mantel) con una señora encantadora de nombre Ana María, que acostumbraba echar unas cuantas bolas a modo de sobremesa. Su manera de jugar era ligeramente parecida a la nuestra ya que según ella tenía una serie de números favoritos que en cada apuesta defendía con gran fe:
—Pues a mí, cuando le da por salir mucho al veinte, al ocho o al treinta y seis, es que me hacen la tarde —solía repetir Ana María al iniciar la sesión de juego.
—Comprendo, comprendo —contestaba Balón.
El crupier canta el inevitable «¡Hagan juego!».
—Vaya, hombre, tenía que salir justo ahora el veinte, en el único momento que se me ha olvidado ponerlo —se quejaba amargamente Ana María.
—Un descuido, un descuido —intentaba consolarla Balón.
Balón seguía solícito la explicación del sistema que le daba Ana María. En eso la bola cae de nuevo en el 20.
—¡Ay, por Dios! Otra vez ha salido el veinte, que tampoco lo he puesto.
Afortunadamente Ana María, como tantas otras mujeres de hoy en día, aprovechaba cualquier ocasión para profundizar en el conocimiento de ella misma.
También cruzamos algunas palabras, la verdad es que no demasiadas, con un vejete cascarrabias que, mientras daba todavía más vueltas entre las mesas que las que daba Carmen, no parábamos de oírle soltar frases e improperios sobre su suerte en el juego:
—¡Esto es increíble…! ¡Es increíble…! Vaya, lo nunca visto.
No es que fuese el único cliente al que se le escuchase este tipo de reflexiones, pero sin duda era no sólo el más persistente, sino el que lo decía con mayor convicción. Al menos era constante en lo suyo, cosa que para nosotros era una de las claves más relevantes de nuestra operativa.
Un día de esos, Enrique Portal, que era un muy buen amigo nuestro, poeta y jugador, al que conocíamos desde mucho antes de iniciar esta aventura y con el que habíamos trabajado en terrenos tan distintos como la composición de canciones o la confección de campañas de publicidad, apareció por allí, como era usual en él. Sabiendo algo de lo que estábamos tramando, nos pidió permiso para jugar a nuestros números y ver si se recuperaba de alguna que otra sesión de infausto recuerdo que había protagonizado. Arrancó con ganas e ilusión, apostando por la mayor parte de los números que estaba jugando Guillermo, mientras iniciaba una conversación muy técnica con mi primo sobre estilos de apuestas y retiradas a tiempo. Al pasar unas cuatro jugadas sin recoger ningún premio, empezó a ponerse nervioso, y cuando alcanzó la cifra de siete —cosa que es frecuente incluso jugando a los mejores números—, le comentó un tanto airado a Guillermo que vaya ruina de sistema habíamos inventado y, sin esperar una oportunidad más, empezó a desparramar sus fichas por cualquiera de los números del tapete con los que intuía que podía recuperar su interminable línea de pérdidas.
Y es que daba igual si empezábamos ganando o perdiendo, daba igual si algún día pasábamos el tiempo entre sofocos; en definitiva, daba igual si al finalizar la jornada acabábamos ganando o perdiendo. Lo único que importaba era volver al día siguiente para continuar jugando a los mismos números que el sistema había desvelado como los que, a la larga, eran los que más salían en dichas ruletas:
—¡Esto es increíble! Sale por tercera vez el veinte y a mí me pillan distraída apostando otros números.
—Comprendo, comprendo.
No es que no se perdiese algún día. En realidad, incluso hubo algún momento en que hilamos hasta tres días consecutivos de pérdidas; lo que pasa es que nunca eran cantidades relevantes, y además nosotros asumíamos perfectamente dicha contingencia como parte del sistema. Lo que de verdad importaba era la acumulación de apuestas jugadas, ya que mientras más oportunidades diésemos a la ventaja con que contábamos gracias a nuestro sistema, más iríamos alejándonos de una eventual pérdida excesiva, que no nos dejase sin el capital necesario para volver al ataque.
A veces llegaban a través de Carmen noticias de que alguna mesa donde estaba jugando alguno de nuestros compañeros no iba demasiado bien, pero rápidamente enviábamos mensajes de tranquilidad, ya que más de una marchaba estupendamente y lo único que debía contar era el balance general. Incluso nos pasábamos dinero cambiado en fichas de mesa a mesa, para así cubrir un posible déficit de algún puesto.
Llevábamos casi un mes muy intenso y, aunque tremendamente contentos, empezábamos a sentirnos agotados, incluso a veces hasta con poca sensibilidad para reaccionar ante envites algo especiales. Era uno de los primeros días del mes de diciembre cuando iniciamos lo que ya empezaba a ser una acción rutinaria: cinco puestos por cubrir, además de un ágil y atento enlace sin parar de dar vueltas. Más o menos a la hora de comenzar la jornada, mi padre empezó a dar síntomas de que no estaba muy contento con su situación. No se puede decir que hasta la fecha la suerte hubiese sido demasiado generosa con sus resultados concretos, pero esa tarde amenazaba con ser una de sus peores sesiones. No tardó en buscar alivio: