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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

La fabulosa historia de los pelayos (9 page)

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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Pero también aquí el tópico se viene abajo, ya que generalmente otros excitantes hábitos como el de las drogas o el de la prostitución no se llevan demasiado bien con los jugadores de pura cepa. Por supuesto, no es que no hubiese algo de todo eso por allí, pero la verdad es que si te entregas a una actividad tan intensa como el juego, es normal que mates el interés por otras experiencias o emociones también muy intensas. Además, entre los jugadores más clásicos se veía todos estos mundos alternativos como soeces, de poco rigor y, sobre todo, de segunda clase.

—Un jugador lo que tiene que hacer es jugársela. Lo demás son mariconadas —diría sin dudar un jugador al uso.

No deberíamos juzgar la profesión del secretariado como si fuese una actividad en donde sólo importase el desarrollo de una especial habilidad para la coba y el peloteo, ya que realmente se precisa primero de un gran conocimiento de las distintas formas de apuestas y de los hábitos y las maneras de los clientes a los que dar servicio, y segundo poseer una sólida inteligencia emocional para aguantar lo que allí se tiene que aguantar. Si había un honrado y eficiente secretario ése era el Chiqui. Capaz de apostar hasta en tres mesas de ruleta a la vez sin despeinarse, de conocer las reglas de todos los juegos que allí se practicaban e incluso de alguno que no, de salir del paso de cualquier situación de tensión o de depresión en los momentos más negros con gran simpatía y mano izquierda, de saber dar propina a los crupieres y tratar con respeto a sus iguales para no crearse enemigos en la retaguardia, y por supuesto, de jugar sin descanso, o sea, al menos veinte o veintiuna horas de las veinticuatro horas de las que se dispone diariamente. Por todo ello, su lema siempre fue:

«El dinero para lo que vale es para jugar, y si sobra algo, pues para comer».

Si bien el contacto con la clientela se consolidó en escasos días, con los crupieres se fue fraguando un lento acercamiento, especialmente con aquellos que, o bien tenían un espíritu afable y social, o bien se aburrían tanto que encontraban en nosotros la excusa perfecta para disipar el fantasma del bostezo. Pero en cualquiera de las dos posibilidades todo se hizo de una manera mucho más delicada que con los clientes, acaso porque los crupieres se encontraban algo ocupados en su rutinario trabajo, o quizá por la teórica presión de la, por esos días, nada estricta mirada de sus superiores.

Las charlas que surgían de cuando en cuando solían referirse inevitablemente a criticar o alabar nuestro estilo de juego, que si bien no les resultaba demasiado familiar, tampoco es que les preocupase demasiado. Había gente de estilos y procedencias variopintas, por lo que fuimos conectando con los que se ajustaban más al carácter y estilo de cada uno. Cristian solía caer más en gracia a las mujeres. A las chavalas jóvenes se les veía la intención, pero difícilmente se arrancaban, mientras que parecía despertar en las más maduritas cierto instinto maternal, que era bastante más transparente de lo que los demás intentábamos asignarle con cierta malicia cariñosa por nuestra parte.

Balón irremediablemente conectaba con los futboleros y con todo aquel que fuera andaluz, sobre todo si provenía de la zona occidental y además era hermano de alguna cofradía o había estado integrado en algún comité o asociación de festejos populares. Entre éstos se cruzaban a diario comentarios y chascarrillos, que pretendían provocar la sonora y contagiosa risa de Balón.

—Pero Balón, ¿a ti te gustan más las columnas o las docenas? —preguntaba Diego, un crupier gaditano.

—Hombre, Diego. A mí lo que de verdad me gusta son las docenas de sultanas que ponen en la pastelería de La Campana los días de Jueves Santo.

Marcos, como habitualmente estaba en las nubes, todo el mundo le venía bien. A diferencia de Cristian, Guillermo era el que buscaba a las mujeres más afables y les hablaba de lo agradable que era pasar las inevitables horas y horas de «trabajo» con su interesante conversación, y yo… Bueno, yo también.

En poquísimo tiempo se creó un ambiente un tanto excitante y sensual con una parte del personal, lo cual era un acicate, o al menos un complemento de la energía que nos animaba a ir día a día al que ahora era nuestro trabajo. Enseguida surgió la tensión de una posible cita, y lógicamente fue Cristian el primero que se acercó a ella. Un día cualquiera del mes de febrero vimos con gran alegría —y algo de oculta y nunca revelada envidia—, cómo mi primo y una camarera a la que más de uno de nosotros ya le habíamos echado el ojo habían quedado para ir a cenar, aprovechando que el turno de ella era ese día un poco más corto. No se sabe si por timidez o por miedo al qué dirán de sus jefes más directos, el caso es que la chica nunca apareció e intuimos que no fue ella precisamente la que perdió el partido por incomparecencia al mismo.

Una tarde de esas donde todavía se podía estar como en familia, estábamos jugando, como siempre, en distintas mesas, cada uno de nosotros relacionándonos con quien estuviese disponible a esas horas. Apostando por dos mil pesetas el pleno, me encontraba en mitad de una excelente racha que me había llevado en menos de veinte minutos a conseguir una ganancia de aproximadamente un millón y medio de pesetas. Como supervisora de esa sesión tenía a Helen, una chica morena que siempre se estaba riendo y a la que no le iban demasiado los formalismos del tipo «su premio, señor», o «¿desea realizar la misma jugada en la siguiente apuesta?». Aunque de abuela irlandesa, era una madrileña de pura cepa, con un toque castizo que le animaba a comentar casi todo lo que le venía en gana.

Entablar conversación con ella era un poco más fácil que con otros trabajadores de por allí y, además, no es que yo necesitara precisamente que me provocaran. Hablábamos de las condiciones laborales que regían esos lugares, del poco interés que despertaba en nosotros el deporte de la esgrima, de la gran coincidencia que suponía el hecho de haber estudiado la misma carrera, e incluso a veces llegaba a expresarle mis opiniones sobre Cuba o sobre el aumento del precio del gasoil. Aprovechando el nivel general de nerviosismo que iba apoderándose de todo el que estuviese próximo a la mesa, dada la increíble ristra de premios que iba consiguiendo, los chistes y los comentarios alegres y animosos fluían con extraordinaria sinceridad. Algo agobiado por la cantidad de dinero que se me iba dando, me creí con el derecho de hacer algo especial y diferente en nuestro riguroso proceder con el personal.

—Como también me des un premio en la siguiente bola, voy a tener que donar las dos mil pesetas de la apuesta para los empleados.

Con una risa directa e increíblemente despreocupada me contestó:

—Mejor guárdate el dinero y me invitas a una copa un día de estos.

A pesar de mi entonces débil experiencia ante situaciones límite, reaccioné con agilidad y algo de pretendida seguridad:

—¿El martes a las once y media en el Joy Eslava?

—No. Mejor el jueves, que es cuando libro. Y quizá en el Galileo Galilei, que es un poco más enrollado, ¿no? —me respondió a bocajarro.

No sé por qué narices tuve que proponerle el Joy, si a mí era un sitio que tampoco me gustaba, pero el caso es que había salido airoso de la situación y cuando los demás se enterasen del asunto que me había caído entre manos vendría lo mejor. El día de marras fue todo un impacto: una crupier vestida de persona normal. Lo que durante meses habíamos percibido como un personal distante y algo fantasmagórico, debido a los elegantes pero tremendamente serios uniformes que se gastaban en Madrid, se veía roto en un sólo flash. Si gracias al casino estábamos viviendo unas increíbles experiencias en relación con el manejo del dinero, más de uno empezó a vislumbrar que alguna que otra fantasía añadida estaba por caer. Esa relación duró todo lo que dos personas pueden querer que dure, y si encima consideramos que por aquel entonces ella tenía novio y yo novia, pues duró bastante más del tiempo estándar que normalmente se le otorga a ese tipo de aventuras.

No tardó Guillermo en igualar resultados, con el simple matiz de que una vez que entró ya no salió, porque él y Angelines —Nines para la flotilla— acabaron en matrimonio (a mayor dedicación, mayor resultado). Y fue precisamente esa unión la que con el tiempo resultó clave para empezar a tener problemas con el casino de Madrid, ya que ella estaba intentando salir de una relación más o menos intensa con un alto directivo del casino. Una vez que éste conoció el percal, se arrebató con el típico ataque de celos que tanto autodignifica a un personaje acomplejado, y como este complejo no se debía precisamente a falta de dinero puso a un detective día y noche detrás de la pareja, para así conseguir datos que pudieran inculpar a ella de connivencia en no sé qué fantasía nunca probada con un cliente.

Claro que lo que allí vieron no fue ningún atisbo de trampa en colaboración con nadie, sino a un grupo de jugadores bastante bien organizados y, sobre todo, informatizados. Fue entonces cuando realmente empezaron a dar muestras de preocupación. En conclusión: pudo más un ataque de cuernos que el habernos llevado legalmente hasta entonces unos cien millones de pesetas de las arcas del casino.

El ritmo de trabajo y de relaciones se fue haciendo rutinario y adquirimos los hábitos que nos conectaban con la forma de vida de aquella gente con la que nos veíamos a diario. Allí fue donde conocimos y nos hicimos grandes amigos de la pareja de crupieres que mucho más adelante acabarían siendo mis socios en distintas empresas, Patrick Santa-Cruz y su mujer, Marifé Somavilla. Patrick, que estaba siempre donde pudiera surgir alguna oportunidad de negocio, había abierto un restaurante cerca del casino en sociedad con otro buen amigo, George Workman, que al igual que Patrick también era inglés. Allí nos reuníamos a menudo con ellos y con muchos otros crupieres con los que poco a poco íbamos intimando, y de donde surgirían relaciones tan estrechas como la que pasado el tiempo me llevó al matrimonio con otra crupier llamada Pilar.

Empezamos a interpretar los diferentes ambientes que se creaban dentro del casino según horarios, días o partidos de fútbol que fuesen a emitir por televisión. Los lunes eran el gran día de los clientes habituales que, pasado el fin de semana acudiendo a los distintos compromisos familiares que pudieran darse, retornaban a su hábitat natural.

Por el contrario, los fines de semana el paisaje humano cambiaba radicalmente hacia ese tipo de gente que, o bien deseaba experimentar en sus propias carnes aquel mito que le habían sugerido sobre la capacidad de vivir grandes emociones en esos lugares, o bien de algunos que ya lo habían experimentado a fondo y ahora hacían del casino su lugar de ocio y esparcimiento después de una dura semana de actividad laboral. Chavales imberbes que esperaban el día de alcanzar los dieciocho años para darse un gran homenaje y no privarse de nada, parejas maduras muy bienvenidas por la directiva del casino que paseaban y paseaban alrededor de las mesas de juego y luego acababan cenando en el cuantioso y económico bufet, extranjeros con cara de despiste y sistemistas de fin de semana atestaban todos y cada uno de los espacios del lugar, dificultando un poco el trabajo, tanto para nosotros como para los crupieres.

Las altas horas de la madrugada de cualquier día en cualquier mes del año eran en primera instancia de los chinos, y en segunda, de los jugadores de bacará. Los primeros esperaban a darle cerrojazo a los incontables restaurantes de cocina oriental que existen en la comunidad de Madrid para luego invadir literalmente el local situado en el pueblo de Torrelodones. Jugar al lado de muchos de estos personajes era todo un poema. Entre gargajos, pitillo tras pitillo, incomunicación debida a la tremenda diferencia de idiomas, y un penetrante olor a rollito de primavera o a salsa agridulce —depende de cuál fuese su función en el restaurante—, se hacía muy duro pasar las últimas horas, que por fortuna para mí o para Balón les tocaba a Guillermo, Cristian o a Marcos. De estas descripciones saben mucho los empleados de todos los casinos del mundo, ya que esto es un fenómeno absolutamente internacional. Lo cierto es que ni nosotros, ni ningún cliente que conociésemos entabla relación alguna con alguien perteneciente a ese colectivo, con lo que pudimos confirmar la fama que tienen de ser un grupo absolutamente cerrado al exterior.

En salvaje contraste, a las cinco de la madrugada se cerraban las mesas de juego y entonces las grandes fortunas del momento se disponían a emprender una dura pugna entre ellas en torno a una mesa cuasi privada de bacará. No sabemos hasta cuándo duraban esas partidas, porque nunca nos quedamos a ninguna de ellas (no existe sistema ganador para ese juego), pero de alguna manera suponemos que serían interminables.

Cuando vimos que la situación empezaba a estabilizarse y ya apostábamos de manera continuada por unas altas sumas de dinero, comenzamos a pensar en ampliar el registro de casinos por estudiar, y posteriormente ganar. Nos había quedado la idea de volver por Canarias algún día de estos, pero se acercaba el verano y en ese año de 1992 llegaban a Barcelona las Olimpiadas. Incapaces de ignorar este histórico dato, mi padre nos anunció:

—Me parece que mientras vosotros seguís en Madrid, yo me voy a hacer una prospección por la zona nordeste de la península, a ver si tenemos suerte y nos pegamos el verano cerca de los Juegos.

6. EL CARAPERRO Y LA BARRETINA

—Entonces Valladolid es demasiado pequeño, ¿no? —le preguntaba por teléfono a mi padre.

—Sí que lo es, aunque tienen dos mesas Hispania y la verdad es que no tienen mala pinta. Pero de todas formas está muy cerca de Madrid y podemos estudiarlo en otro momento.

—¿Y en Zaragoza no habías llegado a ganar?

—Ya, pero es que sólo hay una mesa que valga la pena y el casino tiene tan pocos clientes que normalmente está cerrada por falta de juego.

—Entonces es en Barcelona donde podemos pensar en trabajar, ¿verdad?

—Eso hay que pensarlo. Creo que tiene mala logística, porque se encuentra en medio del campo lo que hace muy difícil desplazarse allí sin tener coche y además hay más ruletas francesas que americanas. Eso no me gusta.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Acabo de llegar a Lloret de Mar con tus hermanos Guzmán y Óscar, que están encantados con el sitio. He cogido un hotel muy agradable justo al lado del casino. Vamos, que se puede ir andando. Aquí hay muchas mesas de ruleta americana. Esperemos que funcione.

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