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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

La fabulosa historia de los pelayos (12 page)

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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Ese flamante directivo consiguió aportar algo todavía más sabroso a la situación un tanto inestable del local cuando en un brillante golpe de efecto introdujo a una persona de su confianza en el equipo de jefes de sala, quizá con la sana intención de tener la información de todo lo que se podía cocer siempre a «pie de obra». Aunque todavía me cuesta creerlo, me insisten una y otra vez en que aquel personaje se llamaba Paleato y que provenía de una familia de holgada experiencia en el pastoreo de vacas y ovejas allá en su Asturias natal. A la hora de describirlo, es mucho mejor no hacerlo y pasar página para mayor tranquilidad del lector, pero en cualquier caso se puede decir que por donde pasaba, la intranquilidad era la nota común. Lo que sí es cierto es que la imagen que transmitía al público y sus subordinados siempre fue altamente apreciada en los horarios más tardíos o en los más aburridos de dicho negocio.

Ni corto ni perezoso, empezó a mandar —que para algo le habían puesto allí—, sin que su bagaje profesional en el mundo del manejo de la cabaña bovina y posteriormente del sector textil, que es de donde acababa de aterrizar, le impidiese tomar decisiones sobre cierres y recuentos de mesa, o cambios de turno en pocos segundos y sin ruborizarse. Al parecer, era una de esas personas supuestamente incomprendidas, pero la verdad es que no era consciente de ese aspecto ni de muchos otros. Así que decidió que, mientras los otros acabarían ejecutando sus órdenes, apostaría por desarrollar sus inexploradas capacidades en el terreno de las relaciones públicas.

—Pues la verdad es que a su parterre se le nota que es una persona muy amigable. Vamos, que tiene un gracejo especial —le contaba con cierta soltura a un cliente.

—Bueno, eso será porque es del sur, de Andalucía.

—No, si ya se lo había notado yo por el eje —se apresuraba a matizar.

También se atrevía con los clientes extranjeros, a los que siempre refería en sus diálogos alguna que otra conversación mantenida con otros extranjeros, entendiendo que eso le otorgaba cierto carácter de compadreo con quien estuviese hablando. Por ejemplo con Sigmund, que era un cliente alemán de toda la vida.

—El otro día estuve charlando con el señor Angello, que es de lo más educado.

—Pues, la verdad es que no conozco de nada a ese señor —contestaba Sigmund sin levantar demasiado la mirada del tapete.

—Todo un caballero. Concretamente es italiano.

Entonces el inoportuno crupier que estaba tirando bola se atrevió a corregirle.

—Pero ¿el señor Angello no es suizo?

—Bueno, suizo o algo así —se apresuró a corregir, por supuesto sin ruborizarse.

Poco a poco empezó a sentirse dueño de la situación, y era más frecuente verle vigilando con estilo altivo a cualquier cliente que jugase en un nivel fuerte, lo que sin duda nos incluía a nosotros. Una vez alguien le preguntó sobre los cambios que se habían producido en las salas de juego en poquísimo tiempo, dado el brutal giro provocado por lo de las máquinas y por alguna que otra reforma que se había realizado aprovechando el cambio de imagen.

—Desde luego, ahora la entrada en el casino queda de lo más lucida, aunque tanta máquina es un poco follón. Además, ¿para qué sirve esa rampa que habéis colocado al lado de las escaleras de acceso? —le preguntó un cliente.

—Pues para que puedan entrar con más facilidad los insumisos.

Por cierto, si hubo alguno que entró, ésa fue una marquesa que era viuda del último gobernador español en Cuba, y que debido a una embolia que había sufrido hacía muchísimos años, vivía postrada en una silla de ruedas, y necesitaba hasta tres criados que le ayudasen a efectuar cualquier tipo de acción menos decidir sus jugadas en el black jack. Parecía que anduviese en las últimas, y no faltaron en todo momento apuestas de muy mal gusto sobre la fecha que por fin «elegiría» para desaparecer. El caso es que pasaron años y años en que no faltó ni un solo día, y destrozó todas las apuestas que reiteradamente insistían en verla fuera de allí. Aunque parecía darle bastante igual, ella era consciente de que no caía demasiado bien entre los clientes y, sobre todo, entre los trabajadores. Una noche como tantas otras se le acercó Paleato a la mesa donde ella no paraba de jugar e, interrumpiéndola, le preguntó:

—¿Cómo nos encontramos hoy, señora marquesa?

—Como siempre, hijo. Muy mal de todo menos de dinero.

Y mientras tanto, ¿qué estaba haciendo mi padre, además de tomar tanto el sol como todos los números que salían en el casino tinerfeño de Taoro? Pues una vez más empezar a jugar, empezar a ganar e, irremediablemente, tocarle las narices a los encargados de turno, que se las veían y se las deseaban para impedir tal atrevimiento.

También allí empezó a sentirse interesado por procurarse un acercamiento científico y profesional al juego del black jack. De sobra sabía que existía esa posibilidad, pero fue su relación con un isleño llamado Betancourt, que pretendía ser un profesional en ese juego, lo que le hizo conocer mejor las posibilidades de esa modalidad del naipe. Cierto es que Betancourt andaba detrás de un nuevo sistema llamado New Black Jack, el cual nunca llegó a convencer a mi padre, que sólo creía en el viejo estilo de aquellos míticos jugadores de los años cincuenta de Las Vegas y Reno, pero aun así, su trabajo quedó muy allanado gracias a la gran carga teórica que sin duda atesoraba aquel canario.

Entretanto, Cristian —quizá algo aburrido de la rutina que le había significado trabajar meses y meses sin salir del casino de Madrid, y quizá también de explicar a sus distintas novias o pretendientes por qué no podía salir esa noche con ellas para atenderlas como se merecían— decidió que también él, a modo de unos necesarios ejercicios espirituales, podía ir a Canarias. En ese tiempo mi padre aprovechó para volver al casino del sur de Gran Canaria y llevarse la sorpresa de que incluso ahora, con el sistema perfectamente perfilado, tampoco aquel sitio era demasiado rentable, lo que apoyaba aún más la idea de que cada ruleta es un mundo y que incluso las de marca Hispania podían llegar a ser bastante romas. En otro momento Cristian se acercó al casino de Playa de las Américas, en el sur de la isla de Tenerife, donde sólo había una ruleta jugable y demasiada presión en el ambiente, por ser un lugar extremadamente pequeño para que mereciese la pena ahondar en su explotación. Aun así, mi primo consiguió arrancarles un millón de pesetas en los escasos cinco días que anduvo por allí.

Como la cosa iba cogiendo volumen, pensamos que gracias a la recién adquirida ayuda de Alicia y de mi madre, que estaba al caer, podíamos también darle unas merecidas «vacaciones» a Balón, que se fue encantado para las islas mientras los demás continuábamos preocupados de seguir trabajando al máximo en ese gran negocio que era para nosotros el casino de Madrid.

Ahora nos encontrábamos como en nuestra anterior aventura en Lloret. Contábamos con dos equipos funcionando a la vez, pero en cambio teníamos más potencial que antes. Habíamos adquirido mucho más conocimiento tanto teórico como práctico y, además, habíamos sido capaces de poner en marcha un equipo humano con incorporaciones que estaban demostrando ser de lujo. Era evidente que debíamos aprovechar esos recursos porque, como mi padre prometió, enseguida vendrían más viajes y aventuras.

8. SAMBA, CHACHI, MARACANÁ

Miguel Ángel Iglesias, con quien hice cuatro películas y varios discos, siempre que necesitaba animarse en medio de una canción, el lunes de resaca o paseando por Almería, canturreaba para sí mismo: «Samba, Chachi, Maracaná». Eso mismo nos dijimos Balón y yo, cansados de aguantar el incalificable comportamiento de los crupieres de Tenerife y sus jefes del Cabildo. Les habíamos sacado más de cinco millones, se resistían a que siguiéramos ganando, oponiéndonos armas tan sutiles como no vendernos fichas para jugar o incluso no permitirnos la entrada en sus recintos. Desde un punto de vista de desafío de ingenios, todo esto era una rendición de la inteligencia funcionarial canaria, impotente para frenarnos en un terreno que, como otros muchos, desconocía por completo. Así que decidimos viajar a Brasil para gastarnos algo de su dinero.

Llamamos a la flotilla que estaba operando en Madrid y se apuntaron inmediatamente al viaje. Vendrían Guillermo, Marcos e Iván, mientras que Cristian se quedaría trabajando en Canarias, y en Madrid lo harían Carmen, Alicia y Teresa. Ellos planearon tomar un avión que tocaba en Canarias, donde se reunirían con nosotros.

La excursión a Brasil, donde no existían casinos en ese momento, era nuestro primer festejo de los éxitos recientes de aquel verano y otoño. Aunque también tenía cierto aspecto de trabajo, porque pretendíamos conocer casinos de países cercanos como Uruguay y Argentina.

Llegamos a Salvador de Bahía, con su ambiente africano y la presencia todavía viva de Jorge Amado. De allí a Recife, que nos impresionó con su ambiente ancestral y sus calles por donde deambulaban personajes del cercano sertao. Nos pareció un Brasil profundo y muy diferente del extravertido Río de Janeiro, que fue nuestro siguiente destino. Allí trabamos una amistad duradera con Quico, un taxista que nos recogió en el aeropuerto. Estaba en la fila de taxis y nos tocó en suerte un amigo que para mí lo fue, y lo será, para toda la vida. Nos enseñó las favelas y los modernos centros comerciales, los secretos de la ciudad y su música universal. «Conto de areia», de Clara Nunes, fue nuestro himno sambero, el «chachi» fue abundante en restaurantes rodizios o espectáculos de samba, y el Maracaná se sumó a la fiesta con dos partidos: uno el Flamengo-Botafogo (Quico y todos nosotros animando al equipo blanquinegro de Garrincha) y otro internacional de la Copa del Mundo, nada menos que un decisivo Brasil-Uruguay.

Hablábamos casi a diario con Carmen, que nos cubría perfectamente la espalda ganando en Madrid durante todos los días que duró el viaje en una magnífica racha que nos llenaba de tranquilidad. Ellos ganaban en España seis veces más que lo que nosotros gastábamos en todos los días de aquel viaje por América.

Había que trabajar un poco y por eso saltamos a Buenos Aires, que ya conocíamos, para dirigirnos enseguida a la mítica Mar del Plata. En su casino había ocurrido una historia que mucho tenía que ver con nosotros. Se cuenta que algunos oficiales alemanes del famoso acorazado de bolsillo Graf Spee, hundido por su capitán en el estuario del Plata durante la Segunda Guerra Mundial se quedaron, no sé con qué estatus, en Argentina. Alguno se marchó a esta ciudad de veraneo donde existe el casino de mayor tradición de toda Suramérica, y parece que con unas mesas de ruleta antediluvianas empezó a notar, a puro ojo, las tendencias que en las mesas actuales son mucho más difíciles de detectar. Tomó nota cuidadosa de los números que más salían y empezó a atizarles de lo lindo. La gente de Perón no se anduvo con chiquitas y del alemán nunca más se supo en Mar del Plata. Fue un precursor, como lo fueron otro alemán en San Remo, un inglés en Montecarlo y dos americanos en Atlantic City. Todos sin ordenadores, todos anglosajones, y de profesiones relacionadas con la ingeniería mecánica.

Los primeros «tendenciosos» latinos aparecimos por Mar del Plata donde admiramos tanto la vetustez de sus instalaciones como la frescura y vitalidad de sus bañistas. ¡Qué salones, qué maderas y qué viejas mesas de juego tan acogedoras y de tan agradable aspecto!

Descubrimos que, después de lo sucedido con el alemán, éste era el único casino del mundo donde estaba prohibido tomar números y hacer estadísticas. Levantamos el campo con la ilusión de contactar con algún jugador local que quisiera asociarse con nosotros y depositamos nuestras esperanzas en un futuro que nunca llegó ni para nosotros ni para Argentina.

Pero llegar hasta allí había merecido la pena, como también la mereció nuestra segunda ronda por la costa norte de Uruguay desde Montevideo, con sus dos casinos ciudadanos, hasta la mítica Punta del Este, también con varios establecimientos de juego en la misma línea de los que encontramos en varios puntos intermedios. Allí estaban los encantadores balnearios de la vieja época, donde fantaseamos con pasar largas temporadas respirando el ambiente de años cincuenta que nunca conocimos en nuestro país.

Volvimos a Brasil a despedirnos de Quico y tomar el avión haciendo planes para el próximo carnaval, ya refrescadas nuestras mentes de tantos meses de obsesión casinera en nuestra búsqueda incesante del 21, que era el número fetiche al que siempre rogábamos que entrara en abundancia.

9. EMPIEZAN LOS PROBLEMAS

Al regresar de nuestra gira por los países del Cono Sur, tardamos poco en seguir ganándole dinero a Madrid, mientras dábamos un respiro a los que se habían quedado en casa, ya que desde luego se habían comportado como campeones. A aquellas máquinas de monedas que inundaron el espacio vital de los honestos jugadores de toda la vida les quedaron apenas dos o tres semanas más de presencia, y detrás de ellas también desapareció aquel directivo del que no recordamos su nombre ni casi nada más. Lo curioso fue que Paleato, al que muchos compañeros de jefatura se la tenían jurada, tardó muchísimo tiempo en quedar fuera de juego, pero al final consiguió meter la pata lo suficiente como para que se hallasen las excusas adecuadas para su cese fulminante, y es que ya se sabe que es más fácil quedarse fuera que salirse. Eso sí, intentó por todos los medios dejar su puesto con el grado de dignidad suficiente como para ser empleado de inmediato en cualquier otro casino del territorio español.

—La verdad es que yo ya sabía lo que se cocinaba por aquí, pero aun así, no puedo negar que me han llegado a tocar la fibra óptica.

Quizá por todos estos hechos o quizá también porque la huelga iba remitiendo, el personal directivo se fue concentrando en el día a día de aquellos jugadores que apostábamos en un nivel suficientemente alto como para poder crear inquietud. No es fácil saber si el trabajo de aquel detective que primero fue avistado vigilando la casa de Guillermo y luego fue descubierto por alguna de nuestras fuentes, causó efecto entre los directivos del casino antes o después de irnos de viaje a Iberoamérica, pero el caso fue que no más tarde de un mes y medio de nuestra vuelta empezamos a tener serios problemas en Madrid.

Al principio hicieron lo que otros casinos habían hecho antes. Quizá aprovechando el desbarajuste que supuso quitar todas las máquinas de azar de sitio, y que en cualquier caso redujeron las mesas de ruletas americanas de ocho a seis, empezaron a cambiar dichas ruletas de lugar esperando que nos despistásemos. Por supuesto, eso no ocurrió y pensaron que debían reemplazar las mesas por otras nuevas. Lo que ocurrió fue que al parecer no disponían de demasiadas y encima tuvimos la suerte de cogerle enseguida el punto a las nuevas, además de que al seguir cambiando continuamente a veces subían a la sala de juego alguna de las que antes ya habían cambiado, y claro, esas las conocíamos perfectamente. Es más, quedaba en evidencia que nosotros conocíamos mejor las ruletas que ellos mismos.

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