La fabulosa historia de los pelayos (26 page)

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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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Cuanto más jugábamos, más capaces éramos de apreciar una fauna maravillosa que oscilaba desde la propia gente local a turistas despistados, pasando por los auténticos tramposos con verdaderos rasgos novelescos, como los que apostaban en el último momento sobre el número que había salido premiado. Por supuesto, el crupier sacaba esta apuesta del tapete pero, debajo de ese montón de fichas de un color determinado, el avispado jugador dejaba una ficha de otro color que era religiosamente pagada. Otros jugaban muchas horas siempre en el límite de lo menos posible para, no arriesgando casi nada, conseguir el máximo de los beneficios de aquellos planes de fidelización que los distintos casinos ofrecían de continuo. También aprendimos que para irse de copas en Las Vegas el truco utilizado por muchos es sentarse en las máquinas de azar, donde cada apuesta es de cinco céntimos, y pedir allí los cócteles o bebidas que te dé la gana, ya que cualquier persona que dentro de la ciudad juegue en cualquier nivel de apuesta, está continuamente invitado a casi todo.

Pero el grupo que sin duda más nos interesaba controlar era el de los ya citados profesionales. Un día conseguimos que Steve, que era un fiera en el juego del póquer y que mi padre había conocido echando unas partiditas, aceptase venir a comer con nosotros.

—Debe de ser fácil ganar aquí con tanto turista que viene a jugar sin ninguna idea, ¿no? —le preguntamos a Steve.

—No creáis. Éste es el lugar de retiro de todos los buenos jugadores del país y a veces coincidimos muchos más de lo aconsejable en la mesa —contestó Steve mientras pinchaba un poco de ensalada.

El camarero se acercó para preguntarnos cómo queríamos la carne que habíamos pedido.

—De cualquier manera —le apuntó Steve al camarero mientras nos describía el sistema para detectar jugadores profesionales en aquellas mesas que eran mejor evitar.

El camarero volvió a la carga interrogando sobre cinco posibilidades de guarnición que eran bastante difíciles de comprender porque algunas eran de carácter claramente local.

—Cualquiera de ellas valdrá —espetó Steve.

El camarero se quedó impertérrito esperando una aclaración más concisa.

—Arroz y zanahorias estará bien. Gracias —improvisó mi padre con cierta agilidad—. Pero debe de ser fácil detectar a los membrillos más potentes, ¿no? —consiguió acabar de preguntar.

Ya en aquella época mi padre empezaba a estar especialmente interesado en las enormes posibilidades que el juego del póquer ofrecía a quien sabía elegir bien sus compañeros de mesa. Antes de que Steve pudiese contestar, el camarero volvió a atacar con otro dilema que, al ser lanzado en un inglés con acento nativo, se hacía casi incomprensible. Parece que el problema ahora era saber elegir entre cuatro salsas posibles o incluso renunciar a cualquiera de ellas.

—De cualquier manera estará bueno —volvió a contestar Steve, mientras nos hacía ver que los jugadores que en el póquer nunca apuestan a nada esperando a tener una sólida pareja de ases para atacar son los más flojos. También los que eran especialmente escrupulosos con las reglas y cuidaban en demasía su imagen, ostentando siempre el juego que llevaban y demostrando buenas maneras, parece que resultaban bastante asequibles.

Gracias a que a regañadientes opté por elegir salsa roquefort que, aunque no está entre mis preferidas, sí es la que siempre entiendo en cualquier idioma, pudimos conseguir que aquel camarero, que nunca llegó a perder su sonrisa, nos trajese la comida. Mientras nos servían los platos y aceptábamos que los peludos dedos del mesero penetraran en el área de la mayonesa o la salsa de queso, intentábamos trasladar a Steve la importancia que tenía el juego de ruleta en Europa, a lo que él incesantemente contestaba en su lengua vernácula:

—Oh, really?

Una vez más pudimos comprobar que, por fortuna, dentro de ese juego había mucho recorrido en Las Vegas ya que ganar en la ruleta no es algo que los americanos tengan tipificado en el libro de las grandes gestas.

No tardamos mucho en comprobar, desde la más cruda experiencia, que no era nada sencillo jugar intentando salvar aquella desventaja matemática con la que cuentan de partida las ruletas norteamericanas. Cuando parecía que alguna de las mesas que teníamos estudiadas empezaba a ofrecernos resultados que en otros países nos hubiesen dado confianza, era fácil que entrase en una mala racha que a menudo nos descorazonaba, pues no sabíamos muy bien cuál era la calidad definitiva de aquellas ruletas. Fueron sesiones mucho más duras de lo que estábamos acostumbrados y, aunque Ángel se acordaba de aquella primera noche en el club Napoleón de Londres, o yo recordaba aquel agónico número 21 en el casino de Madrid, sabíamos que en América teníamos que aceptar eso como una situación bastante más habitual.

En esta etapa fue cuando mi padre empezó a darse de cara más veces con los casinos y, por supuesto, también a desesperarse, aunque supiera de sobra qué era lo que teníamos entre manos. En medio de ese estrés decidimos tomarnos un descanso para relajarnos y disfrutar algo de lo que íbamos ganando. Hicimos los cuatro un pequeño viaje en avioneta que nos llevase a visitar el Gran Cañón del Colorado, lugar donde dormimos y en el que pudimos admirar un atardecer de esos que llenan de poesías los diarios de los viajeros más sensibles. También descubrimos que el río Colorado crea numerosos lagos como el Mead o el Powell, los cuales visitamos. Y por fin, antes de volver a Las Vegas, acabamos en el mágico Monument Valley, patria chica de John Wayne y sobre todo de uno de nuestros grandes mitos de la cultura occidental: John Ford. Allí convivimos unas horas con los indios navajos. Además de poseer alguna que otra licencia para montar minicasinos en las distintas reservas de sus territorios, tenían en exclusiva la licencia para explotar turísticamente la zona. A pesar de ir sin camisa y con los pelos un tanto revueltos, era evidente que aquellos pobres indios eran bastante más ricos que cualquiera de los turistas que diariamente recibían.

Al volver del viaje pensamos que debíamos ir a por todas y que íbamos a jugar algo más fuerte y también más horas de las que hasta ahora habíamos empleado. En ese momento fue cuando con mayor ahínco se utilizaron los servicios de madrugada. Más de una vez cogimos in fraganti a mi padre después del trabajo comprando discos a las seis de la mañana, a Alicia adquiriendo algo de perfumería fuera de cualquier hora convencional, o a Ángel saboreando un sabroso y poco elegante phily cheese steak, haciendo las veces de los castizos churros. El caso es que rendíamos bastante más de lo normal y eso fue teniendo consecuencias tanto en el dinero, como en nuestra salud.

Pocos días antes de tener programada nuestra vuelta a España empezó a aparecer la inquietud por llegar a conseguir la cifra que nos hacía cubrir todos los gastos, o incluso la de ganar algún dinerillo. Por lo menos, habíamos puesto en evidencia que en Las Vegas podía haber negocio, pero también teníamos claro que éste no llegaría a ser de grandes cifras. Si queríamos seguir jugando sin levantar sospechas y evitar que nos ofrecieran una tarjeta de cliente preferente con la que se es fácilmente controlable, era necesario apostar siempre por una cantidad módica que no impresionase a nadie. La época de las grandes sensaciones claramente había pasado, y el negocio que restaba era suficiente para poder vivir cómodamente en Las Vegas y, si acaso, para llegar a pagar los gastos de viaje de un grupo como el nuestro.

Aceptando ese listón apretamos para conseguir ese objetivo. Mi padre fue el que más a pecho se lo tomó y, haciendo gala de una energía y constancia impropias de su edad, empezó a desarrollar jornadas que enlazaban con las siguientes. Continuamente cambiaba de casinos y jugaba sin parar. En los últimos días decidió que echaría el resto en el más grande y en el que hasta ahora nos había ofrecido mejores resultados: el Metro Goldwyn Mayer Grand. Más específicamente en la mesa siete de aquel megalocal.

«¿Que tal por aquí, señor Trevilla?» «¿Parece que hoy no está teniendo demasiada suerte, señor Trevilla?» «Hoy estará contento, señor Trevilla, ¿no es así?» «Debería ir a descansar un poco, señor Trevilla.»

Llegó un momento en que ya no importaba que se nos viese demasiado. Nos despedíamos de Las Vegas al cabo de cinco días y ya no era acuciante que no se fijasen en nosotros. Incluso optamos por decirlo a modo de despedida, ya que todo trabajador de casino sabe que un buen ludópata se juega todo lo que tiene en las últimas bolas, o sea que sabíamos perfectamente que estábamos a cubierto. Las rachas seguían siendo igual de irregulares, pero aquella mesa siete prometía que si se le daba suficiente tiempo y cariño, el resultado final siempre era bueno. Mi padre insistía e insistía en no parar de jugar, intentando dar siempre la impresión de que iba perdiendo mucho y que debía recuperar antes de marcharse. Y es que él aprovechaba con gran maestría el hecho de que varios fueron los momentos donde en menos de media hora se perdía lo que había costado horas acumular.

Pero no todo era teatro. A veces mi padre se desesperaba porque era bastante duro jugar con ese nivel de inestabilidad. Además, como para cubrirnos habíamos decidido no jugar siempre a todos los números por igual, es decir, según se iban sucediendo las bolas cambiábamos el valor de la apuesta en función de los números, o incluso jugábamos a unos o a otros siempre que cualquiera de los guarismos apostados fuera bueno esperando que a la larga nos saliese la media de lo que se pudiera esperar, pues a mi padre solía salirle todo al revés. Cada día que pasaba nos encontrábamos más cansados pero él, al que ya sólo veíamos a la hora de comer, era claramente el más afectado.

La penúltima noche que nos quedaba en Las Vegas nos encontrábamos repartidos por distintos casinos, jugando las últimas bolas de nuestro viaje. Allí, en la mesa siete, parece que cada vez que mi padre dejaba algún número sin apostar, o le ponía menos dinero, era justo el que salía. Hasta ahí lo estaba llevando con cierto aplomo, pero a eso de las dos de la madrugada el número 28, que sabíamos que era el peor de aquella mesa, y que además se permitía la chulería de encontrarse situado justo entre los dos mejores de la misma, osó salir. La verdad es que eso era absolutamente normal, pero a esas alturas de la noche mi padre ya estaba algo mosqueado, sobre todo cuando volvió a repetirse. Intentó pensar en otra cosa y se relajó cavilando que era fácil que no volviese a ver ese número en toda la noche. A su lado una pareja que, directamente desde Arkansas, había ido a pasar una semana en Las Vegas disfrutaba del buen momento que les estaba propiciando el número 28. Todavía no habían contado el último premio cuando la señora pegó un grito ensordecedor que hizo volverse a clientes y crupieres de otras mesas vecinas: había vuelto a salir el dichoso número. Para entonces, mi padre ya había perdido la ganancia de las últimas siete horas de trabajo, y todavía quedaban unos seis mil dólares para nivelar nuestra cuenta general de gastos. En ese momento, amparándose en el sólido conocimiento matemático que aseguraba que el número 28 era un número que en esa ruleta sólo resultaba interesante para gente de Arkansas, Iowa, o como mucho de Minnesota, mi padre dijo profundamente para sus adentros: «No tienes cojones de volver a salir ni una vez más en toda la noche. No tienes cojones».

No será ninguna sorpresa decir que hubo otro estremecedor grito, pero en este caso no quedó claro si de alegría o debido al susto de ver a mi padre caer redondo encima del tapete de la mesa siete con algunas fichas en la mano. Por fortuna, no nos vemos obligados por nuestros editores a buscar un final épico a este libro, y aunque no creo que exista final más noble para un jugador profesional que lo aquí narrado, lo cierto es que la poética dejó paso a la pragmática en el momento en que mi padre abrió los ojos en la enfermería y se dio cuenta de que todavía le quedaban muchas apuestas por arriesgar en su vida.

La descripción de aquellos guardias de seguridad intentando asistir a mi padre, la botella de oxígeno que unos enfermeros trajeron volando, la camilla que enseguida apareció, el gentío abriendo paso algo alborotado y la ambulancia que esperaba en la puerta del casino es algo que ninguno de nosotros vio, ni siquiera mi padre. Según él siempre nos cuenta, durante escasos segundos pensó que era un infarto y que su hora había llegado, pero después de perder la conciencia durante más de cuarenta y cinco minutos de pronto comprendió que no iba por ahí la cosa. Por fin el doctor de guardia le explicó que lo suyo había sido un ataque fulminante de estrés. El cansancio, y sobre todo la tensión acumulada del último mes, le había pasado factura y a partir de entonces tendría que cuidarse.

—No salió una vez, que salieron cuatro —rezongaba a veces.

Por primera vez aparecía una seria secuela derivada del juego. Ésta duraría dos años hasta ser totalmente erradicada, sin que por ello mi padre abandonase en ningún momento su profesión.

Dos días después, con la alegría de saber que gracias a los resultados generales del grupo podíamos volver a España recuperando gastos e incluso ganando algo, mi padre pudo montarse, junto al resto del equipo, en el avión que nos llevaría de nuevo a Madrid.

La conclusión final de nuestra aventura americana fue que la única manera de hacer rentable la operación Pelayo en Las Vegas era quedarse a vivir de manera estable allí, y desde luego eso no era fácil de digerir para nadie. En definitiva, nos volvíamos a España con el firme propósito de buscar nuevas vías de penetración en la industria del juego, seguir desarrollando nuestra actividad buscando el parapeto de otros jugadores y, al mismo tiempo, darnos a conocer de una manera pública.

Unas semanas después de nuestro regreso vimos cómo Ángel y Alicia entendían que también les había llegado la hora de dejar la actividad del juego, el primero para acabar trabajando en temas de editoriales relacionados con la medicina, y la segunda en un negocio propio basado en asuntos de trapos y modas. Dicha salida certificó de manera definitiva el final de la flotilla y el principio de nuevos e inexplorados caminos para la explotación de nuestro negocio.

19. LOS SUBMARINOS

Había que empezar a rendirse a la evidencia de que era muy difícil que los Pelayos, tal y como los habíamos conocido hasta el momento, volvieran a jugar a la ruleta. Si esto era así, ¿por qué no hacer pública nuestra historia y también nuestro sistema? Además de otros parabienes que ya habían sido analizados durante algún tiempo en las largas jornadas de juego de Las Vegas, también pesaba en aquella decisión la idea de buscar posibles inversores que estuviesen interesados en abrir nuevos negocios en alguno de los nuevos proyectos que ya estábamos barruntando desde hacía algún tiempo.

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