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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

La fabulosa historia de los pelayos (24 page)

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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Pocos días después de volver a Madrid (dando por cerrado el frente inglés), tuve que tomar el avión con destino a Australia, cruzándome con mi padre y con Carmen, a los que no llegué a ver hasta mi vuelta definitiva a España. En este caso me acompañaba la que a partir de ese momento iba a ser mi mujer. Al llegar allí, el que nos estaba esperando para darnos el relevo era Guillermo, que también llevaba un tiempo en Oceanía con Nines, su mujer desde hacía bastantes meses. ¿El ambiente de trabajo? Pues muy agradable, aunque notablemente distinto al que hasta hacía bien poco estábamos acostumbrados.

Guillermo me pasó el relevo y, sobre todo, las cuentas de aquel frente. Comentamos a fondo la deserción de Balón, cenamos carne de canguro y de emú, y a los dos días de mi llegada Guillermo y Nines partían hacia Nueva Zelanda para realizar un pequeño viaje de placer y luego volver a Madrid. Realmente es poco lo que queda por narrar sobre Australia, ya que todo ese viaje fue preparado y desarrollado por mi padre y por Guillermo, aparte de que durante un mes y medio me anduve llamando Marcelo Rey, nombre al que me costaba acostumbrarme, y por eso llegaba a pasar momentos como aquel en que un simpático bodeguero de la zona de los valles vinícolas de Adelaida (algo cargado con el producto de sus viñedos) constantemente me animaba en mi juego: «Hey, Marcelo. Go up, go up», me vitoreaba mientras recogía un pleno producido por una buena racha del número diecinueve.

Como todavía no estaba demasiado acostumbrado a responder a la llamada de un nombre que me era ajeno, es posible que aquel personaje me considerase algo distante dada mi condición de europeo, pero la verdad es que simplemente se trataba de un problema de costumbre, ya que aquel tipo me estaba cayendo muy bien.

Si hay algo que merece la pena ser recordado de aquella aventura son las barbacoas a las que asistimos, escuchando en todo momento discos de Bambino, en la casa de Paco, un camarero nacido en Triana. Este hombre llevaba más de quince años sin volver a España, pero aunque ni su familia australiana ni tampoco mi mujer estaban demasiado interesados en hablar del tema, la rotunda genialidad de aquel Bambino cantando «La pared» o aquello de «Soy Bambino, picolino», nos tranquilizaba en la idea de que hay algunas cosas por las que merece la pena no dejar caer en el olvido las raíces de uno.

Pero a pesar de aquellos buenos momentos y de algunos otros, nuestra apuesta por los mares del Sur, y más concretamente por la ciudad de Adelaida, no fue una gran experiencia profesional, dada la extraña dificultad que tenía aquel casino para ser vencido. La verdad es que al final tuvimos que volver con el rabo entre las piernas, no con grandes pérdidas, pero sí con la sensación de que Australia es un país fabuloso y lleno de energía y vitalidad, pero demasiado lejano y complicado como para seguir con una estrategia de acoso y derribo. Después de treinta y tantas horas de vuelo, pudimos regresar a Madrid y cerrar las cuentas de aquella incursión.

Al poco de nuestra llegada, surgió la sorprendente noticia de que Guillermo iba a dejar la flotilla. Al parecer la idea de asentarse con su mujer en otra ciudad para abrir un negocio le rondaba desde hacía algún tiempo en la cabeza. El caso es que con aquella decisión arrastró a su hermano Cristian. Marcos, que no estaba demasiado de acuerdo con la idea de abandonar la flotilla, prefirió seguir con nosotros un tiempo, pero como a la vuelta de Australia hubo unos cuantos meses de parón donde no viajamos nada y en Madrid cada vez era más difícil hincar el diente, tomó la decisión de ir a Seattle para estudiar inglés en casa de nuestro tío Pedro, que lleva viviendo allí desde hace unos treinta años. Parece que de lo ocurrido en aquellas tierras podría escribirse otro libro, pero nada de ello relacionado con el juego. La verdad es que su estancia en Estados Unidos se alargó considerablemente y de todas formas nunca más volvió a integrarse en la disciplina de la flotilla, por lo que en poco menos de cinco meses nos encontramos con que el núcleo fundamental del grupo se había deshecho.

Es cierto que en las últimas fechas el círculo se estaba cerrando en nuestro entorno, y si hacía bastantes meses que en España teníamos ya poco margen de acción, no podíamos negar que en Europa nuestras posibilidades también estaban muy mermadas, una vez que éramos conscientes de que casinos y fabricantes de ruleta nos tenían fichados. Sabíamos que siempre nos quedaban otros países más lejanos donde probar suerte, o también otro tipo de recursos que merecían ponerse a prueba. A algunos de los integrantes de la flotilla no les parecía que aquellas posibilidades fuesen especialmente atractivas, pero también es cierto que las cosas varían y que para entonces las circunstancias personales de muchos habían cambiado. Ese motor inconsciente pero embriagador que es la juventud empezaba a agotarse y la necesidad de buscar una vida mucho más estable, a riesgo de que también fuese muchísimo más aburrida, hacía acto de presencia.

En cualquier caso, los que nos quedamos enseguida intuimos que todavía nos esperaban aventuras interesantes. Además, no existe jugador profesional que lo sea de modo definitivo si alguna vez no ha trabajado en la meca del juego: Las Vegas.

18. PELAYO’S CORNER

El tiempo del vuelo número 806 de American Airlines destino Los Ángeles era exageradamente largo, como también eran bastante cómodos sus asientos y amables sus azafatas. Alicia, Ángel, mi padre y yo viajábamos en él, seguros de que todavía no habíamos visto nada en el mundo del juego. Leíamos, estudiábamos y preguntábamos sobre cualquier cosa que tuviera que ver con Las Vegas. Y es lógico, porque ¿puede haber un lugar más importante para un profesional del azar que una ciudad donde existen al menos ciento cincuenta casinos?

Mi padre lo dejó ya muy claro cuando estuvo por allí a modo de prospección, pero era ahora cuando se daban todas las condiciones para iniciar una tan difícil como excitante aventura. Teníamos suficiente dinero para invertir con ciertas garantías en esa empresa, toda la experiencia que da haber jugado en cualquier lugar del planeta antes de esta compleja incursión y el acicate necesario para que unos profesionales se encaminasen hacia el reto más importante y completo de sus carreras.

Si viajamos primero a California fue porque queríamos alquilar un coche y llegar a Las Vegas cruzando el desierto de Mojave a la vez que pretendíamos atravesar el estremecedor Valle de la Muerte, auténtica antesala de la ciudad del juego, que ya se encuentra en el estado de Nevada. No podemos negar que nuestra verdadera ilusión era emular en cierta medida a nuestro admirado Kerouac. Esto ocurría un 27 de julio, y en ese valle que ostenta el honor de ser el lugar más caluroso del mundo el termómetro oficial de la zona avisaba que caían de pleno unos 48 grados a la sombra, en un lugar donde la sombra no existe por ningún lado. Al salir de esa mortífera hondonada, la noche se fue apoderando de un horizonte que nunca desaparecía de nuestras vistas, pero que en ningún momento había sido demasiado nítido debido a las extremadas temperaturas que habían acompañado a la jornada de conducción. A la hora de salir de aquel lugar, enfilamos una especie de pequeño puerto de montaña que iba elevando sutilmente el perfil del terreno y que, si cabe, ofrecía un paraje aún más agreste de lo que hasta el momento nos había acostumbrado la zona californiana de aquel desierto.

No es fácil precisar en qué zona concreta ocurrió, pero lo cierto es que hubo un segundo digno de que unos empedernidos viajeros como nosotros lo consideráramos un espacio de tiempo místico y revelador, en el que pasamos violentamente de una silenciosa, solitaria y embriagadora oscuridad a un golpe de luz que marcaba a la distancia, en el fondo de un nuevo valle, un lugar que en principio no era de este mundo. Casi ocho años después de aquel momento, sigo pensando que efectivamente no lo es. Lo que allí se encontraba era la ciudad de Las Vegas.

La entrada por el lado sur de la ciudad, donde ese famoso cartel te da la bienvenida al lugar y se inicia la avenida titulada como Las Vegas Boulevard (popularmente conocida como The Strip), fue el segundo gran golpe emocional que hasta la fecha me ha sido imposible borrar de aquellos recuerdos. La dimensión de aquellos edificios, los carteles luminosos, la densidad de personas y ofertas que abarrotaban la calle, o los colores y sonidos que se iban haciendo cada vez más nítidos a medida que nos adentrábamos en la ciudad, a través de aquella monstruosa avenida de unos diez kilómetros de largo y más de medio de ancho, tampoco tenían nada que ver con las dimensiones y los ambientes que se pueden apreciar en cualquier otro lado del mundo, sea cual sea el continente que se visite.

El truco fundamental que quizá explique las sensaciones que allí se vivieron, y que nos acompañaron los siguientes días en cada visita o acción que emprendíamos, podría ser que pocas ciudades del mundo pueden tildarse de posmodernas, pero si existe alguna, la número uno es Las Vegas. Además de los obvios aspectos ya mencionados de luces y colores, el desarrollo urbanístico de la ciudad es eso, sólo desarrollo, sólo un fluir que lleva más de sesenta años con un ritmo de crecimiento frenético, sin que exista ningún tipo de planificación que no sea la que se decide en el mismo momento de ampliar cada metro cuadrado. No existe un centro localizado, y si se quiere dotar de este significado a alguna zona de la ciudad, uno puede intentarlo acercándose a la zona mitificada por el cine de la calle Freemont, pero ésta se encuentra absolutamente descentrada y ajena a la función que se le supone.

Prácticamente el cien por cien de la población es foránea, un millón cuatrocientos cincuenta mil habitantes, que pertenecen a decenas de diferentes países y culturas y que establecen una relación con la ciudad mediante comunidades muy diferenciadas, a través de algo tan volátil como es el trabajo. Las instituciones para ayuda al desarrollo de negocios o a la mejora de las condiciones de trabajo son las más requeridas por los conciudadanos.

Pero para nosotros el ejemplo que más nos reveló esta idea de ciudad algo marciana es el hecho constantemente repetido de que cuanto más importante se va haciendo para la urbe algún edificio o área concreta, más papeletas obtiene para ser tumbada y vuelta a levantar, dado que esa importancia es la que con el ritmo diario de su uso pone más de manifiesto la necesidad de adaptarse a los tiempos. Edificios insignes como el Aladinn donde se casó el mito de los mitos, Elvis Presley, iba a ser en esos momentos demolido para volver a construir un nuevo Aladinn totalmente adaptado a los gustos actuales y no a los de los años cincuenta. Esto hablaba a las claras de por qué los edificios de aquella ciudad son de unas dimensiones y de un impacto estético a los que no podíamos estar habituados. Lo que importa de verdad en Las Vegas es siempre lo que debe existir, lo que realmente sería útil en cada momento a la ciudad y no lo que existe de facto. En definitiva, que en aquella ciudad se daban todas las condiciones para que en la primavera de 2001 acabase celebrándose un congreso mundial de filósofos que tuvo una muy buena repercusión en los medios de comunicación de distintos países.

Una vez encontramos dónde dormir los primeros días, la visitamos con detenimiento. Pasada la sorpresa inicial, que fue atenuándose día a día, empezamos a trazar la estrategia que nos llevaría a rentabilizar los tres meses de actividad que pretendíamos desarrollar allí. Lo primero fue decidir en qué casinos creíamos que era mejor preparar una operación que, en este caso, iba a ser realizada íntegramente por nosotros cuatro. Debíamos tomar todos los números necesarios, procesarlos, tomar todas las decisiones sobre el terreno y, por supuesto, jugar.

Por primera vez pensamos desplegar un plan de control del personal de los casinos a los que íbamos a enfrentarnos, para cotejarlo con una especie de cronograma o calendario laboral de nuestro horario de trabajo. Utilizando el viejo pero siempre eficaz sistema de los motes, «fichábamos» los horarios de las personas que nos parecían más peligrosas y a partir de ahí, organizábamos nuestro trabajo repartiéndonos los horarios, de manera que ninguna de esas personas pudieran vernos a cada uno de nosotros operando dos días seguidos.

—Por mi parte, del Caesar’s Palace deberíamos tener fichados al «No me mires que me despeino», a la Señorita Rottenmeyer y a un tal Copeland, cuyo problema es que parece demasiado normal —comentó mi padre al volver de sus últimas indagaciones.

—Pero Gonzalo, es que sólo con el apellido no es suficiente, porque a veces no es nada fácil fijarse en la plaquita donde llevan puesto el nombre —se quejó Alicia.

—Hombre, yo lo máximo que puedo hacer es llamarle Steward Copeland. —Sí, sí. Con eso bastará —respondí intentando zanjar la cuestión.

Para reforzar esa estrategia decidimos que por fin había llegado el momento de empezar a disfrazarnos. Había días que aparecíamos al modo yanqui, con pantalones cortos, gorra de béisbol, sin afeitar y comiendo chicle. Pero cuando tocaba repetir en ese sitio donde se nos podía haber visto como unos auténticos payasos, entonces éramos elegantes europeos de traje y corbata. En conclusión: a veces con gafas de sol, otras de intelectual y casi siempre con la gorra, con la que no era fácil distinguir si teníamos ojos o nos guiábamos por una especie de sexto sentido.

Si por casualidad alguien del público o algún crupier nos preguntaba por nuestros nombres y procedencias, Ángel, o sea Joao, era portugués y se encontraba en aquella ciudad realizando un reportaje, dado que era periodista de un canal de la televisión local de Braganza. Yo de nuevo era Marcelo Rey, argentino de padre griego y madre gallega, lo que explicaba mi total falta de acento porteño. Alicia no contestaba porque decía que no entendía absolutamente nada de inglés, y si se ponían muy pesados, chapurreaba algo de Moldavia. ¡A ver quién era el listo que se enteraba de qué iba Alicia! Mi padre no tenía tantos problemas ya que se dedicaba a estudiar la ingente producción de información y al principio no se le veía demasiado por los casinos, por lo que pudimos preservarlo para jugar más adelante sin haber sido visto previamente y, por supuesto, sin haber hecho el ridículo en numerosas ocasiones. Lo importante era aprovechar el hecho de que en Las Vegas no necesitas identificación para entrar en los casinos, que la escandalosa masa humana que pulula sin parar por cualquier lado hace las funciones de un estupendo parapeto y que, en definitiva, no es fácil que los empleados de los casinos acaben enterándose de la procedencia y del apellido de nadie.

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