La fabulosa historia de los pelayos (22 page)

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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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Patrick y Carlos se interesaron por aquella novedosa propuesta y consiguieron contactar con los directores de dos casinos londinenses y con uno situado en la verde campiña de Leicester. Nos ofrecieron acuerdos de no agresión a cambio de unas interesantes comisiones a repartir entre los susodichos. De esta manera Ángel y yo nos responsabilizamos de atacar el frente anglosajón, siempre previo estudio de Balón y su reciente novia Ágata en Londres, y de mi madre en Leicester. Mientras, mi padre, Carmen y Guillermo unían prospección con toma de números y juego efectivo en la compleja operación de las antípodas. Por supuesto, no nos olvidamos de dejar vigilado muy de cerca Madrid por Alicia y Luisa, mientras que en Amsterdam Cristian y Marcos seguían analizando nuevas ruletas y de vez en cuando efectuaban alguna que otra razia normalmente ganadora. Por su parte, Vanesa dejaba temporalmente la flotilla para hacer servir sus conocimientos de baile flamenco.

Así que dirigimos nuestras miras hacia Londres, pero antes era importante saber que la legislación inglesa sobre el negocio del juego era y es muy peculiar. En el pasado, el juego de casino como tal no estaba autorizado en Gran Bretaña, pero un inteligente hombre de negocios llamado Aspenel entendió que ese tipo de juego, cuando se practicaba dentro de los clásicos e intocables clubes ingleses, estaba a salvo de la policía, del fisco e incluso de la ya cada vez menos estricta moral posvictoriana. Efectivamente tuvo razón, y no sólo consiguió hacerse megamillonario, sino que revolucionó los hábitos y las leyes de sus compatriotas, marcando una forma distinta de entender la vertiente social del juego lo cual, aunque mucho menos importante que lo primero, tuvo que ser también una experiencia bastante agradable para ese señor.

Por esa razón para entrar en cualquier casino en Inglaterra es necesario, en primer lugar, cursar una solicitud para hacerse socio de un club concreto, y a partir de ahí, es preceptivo esperar cuarenta y ocho horas para ser aceptado o no. En caso positivo ya nada te impide jugarte el dinero que consideres oportuno, todo ello en directa relación con el nivel social donde se encuentre encuadrado dicho club. Así fue como Ángel que, a pesar de apellidarse García, no tenía detrás el Pelayo que pudiera descubrir el pastel, se hizo socio de dos locales londinenses. Por mi parte era más cómodo y seguro utilizar esa pantalla que otorga la posibilidad de ser invitado a entrar en aquellos círculos de la mano del reciente socio, ya que gracias a dicha invitación no es necesario identificarse. Si a eso le sumábamos otra pantalla teóricamente mayor como es el estar protegido por el director del casino, parecía que podríamos quedarnos más tiempo del que últimamente estábamos acostumbrándonos a permanecer en cualquier establecimiento de juego.

No tardamos en comprobar la tan tópica y eterna relación entre clase social y cualquier otra variable en aquel país al experimentar nuestra actividad en lugares tan distintos como aquellos tres casinos ingleses. Paradójicamente, el primero donde iniciamos nuestro trabajo estaba situado justo detrás de Leicester Square, que es lo mismo que decir que estaba justo en el meollo del Chinatown londinense, y como es fácil imaginarse en aquel sitio no había nada más que chinos jugando a todas horas. Nuestra idea de entrar en un club iba unida a estar todo lo presentable que uno pueda, por lo que decidimos acudir de traje y corbata para iniciar nuestra primera incursión en el llamado Casino Napoleón. Lo primero que conseguimos al sortear la estrecha y algo oscura entrada del local fue que unas cuantas decenas de chinos se volviesen al vernos entrar. Probablemente ello se debió a que hacía bastantes años que no veían a alguien trajeado, ni a ningún occidental por allí. Sorteando masas ingentes de orientales, insensibles al ruido que provocaba el metro cada vez que pasaba haciendo retumbar las paredes, decidimos que era el momento de que cada uno de nosotros entrase en una mesa de juego.

Aquella noche estuvo llena de emociones, ruidos y olores, ya que entre aromas de chop suey, sonido atronador, algún que otro gargajo, y sobre todo, a que Ángel perdió en la primera media hora la friolera de seis mil libras esterlinas, la cosa no parecía venir de cara. Sin duda fue una noche de gran tensión, pues con la misma celeridad con que Ángel perdía ese dinero lo recuperaba hora y media después. Y claro, lo que en un principio fue un sufrimiento indecible para nosotros, pasaba a ser un volcán de tensión para los directivos de aquel casino, y un absoluto alucine para aquellos clientes que quizá nunca habían pasado de apostar más de dos libras por bola. Nunca supimos quién era nuestro supuesto ángel de la guarda en aquel local, pero desde luego debió de salir volando a otros territorios más seguros, ya que al segundo día de andar entre chinos londinenses nos vimos en la calle con la simple y legal excusa de negar a Ángel su estatus de socio de aquel club.

Cuando atacamos el segundo local, por fin comprobamos que aquel género literario basado en recrearse en la descripción y ambientación de los clubes ingleses no tenía que darse definitivamente por muerto; de necesitar la realización de un buen trabajo de campo para escribir una nueva novela de ese tema, se podría perfectamente pasar unos cuantos días tomando notas en el club Cromwell Mint. No por casualidad este local se encontraba situado en el lujoso barrio de Knightsbridge, muy cerca de los famosos almacenes Harrod’s y justo enfrente del imperial Albert & Victoria Museum. Allí el nivel de apuestas y de corbatas era notablemente superior al club Napoleón, y por lo tanto nos sentíamos más seguros trabajando en aquel ambiente netamente occidental. Quizá fuese por eso, y por aquel «asociado» —también en este caso a modo de fantasma—, por lo que pudimos estar casi una semana jugando y tomando el pulso a aquel casino.

Lo que ocurrió para salir al fin de allí fulminados fue que al quinto día de andar deambulando por el club me encontraba jugando en una mesa que, aunque sabíamos que era muy buena, todavía no se nos había mostrado en plenitud. Aquella noche empezó a despuntar justo en el momento en que por casualidad a los clientes que llevaban un buen rato jugando en ella les dio por abandonar al unísono su juego y al mismo tiempo que a la dueña del negocio se le ocurrió pasarse por el local para dar una vuelta. Detrás de un pleno ganado venía con prontitud otro, y después otro, y así se adivinaba que eso no iba a parar en algún tiempo. El crupier, que empezó a ponerse nervioso, optó por tirar la bola lo más rápido que era capaz, y eso era bastante teniendo en cuenta que contaba con un solo jugador en la mesa efectuando apuestas, colocadas a la velocidad del rayo. En cuestión de una hora habíamos levantado casi doce mil libras, no sin adivinar alrededor de mí diversos comportamientos que ya me eran familiares. Aceleradas carreras de los jefes de sala por todo el local, múltiples comentarios y cuchicheos de clientes que no se atrevían a entrar en aquella batalla que se había improvisado en pocos minutos, la gélida mirada de aquella propietaria, que durante más de media hora mantuvo una exquisita actitud ante los clientes pero sin ocultar un gesto acusatorio hacia mi persona, y sobre todo, hacia los empleados que habían tenido la desgracia de trabajar aquella noche y en aquel turno horario. Por supuesto al día siguiente, expulsados ya del Cromwell Mint, hicimos las maletas para desplazarnos a la tranquila y provinciana ciudad de Leicester.

Allí nos encontramos con mi madre, que era la que había preparado el estudio del casino y nos avisaba de lo pequeño y poco ambientado que era aquella especie de salón de juego. Decidimos que Ángel se fuese solo a trabajar a aquel garito, ya que no era necesario demasiada gente por allí. Mientras tanto, los demás nos quedaríamos analizando en el hotel los últimos resultados. Al poco de entrar en aquel tugurio con aires todavía no renovados de la época de la Segunda Guerra Mundial, Ángel se dirigió al cuarto de baño del local para hacer uso de él, y también para relajar un rato la tensión que con facilidad se captaba desde el momento en que hizo su entrada. Al cabo de un minuto irrumpió detrás de él un extraño personaje vestido con un traje estampado en cuadros verdes y grises. Se acercó al urinario, no tardó en imitar la acción purificadora en la que Ángel se encontraba inmerso en ese momento y, cuchicheándole al oído, le dijo:

—Yo soy tu hombre. No te preocupes de nada. Yo soy tu hombre.

A Ángel, que tiene una personalidad muy masculina, no le hizo demasiada gracia aquel suceso, y aunque por supuesto entendió enseguida que esa persona era «el hombre» que debía protegernos, decidimos que debía de ser un absoluto payaso, ya que no era cuestión de arriesgar así el trabajo en un local de tan reducidas dimensiones como aquel, donde era evidente que hasta las paredes estaban a la escucha de todo lo que pasase allí dentro.

Y no es que no aparecieran los dueños de vez en cuando, sino que eran los mismos caseros del inmueble los que regentaban el negocio —concretamente la mujer del propietario elaboraba la especialidad del local, unos repugnantes sándwiches de roast beef que siempre venían acompañados con el consuelo de una suculenta y pastosa guarnición de baked beans—. Era evidente que habíamos sido demasiado optimistas, con la posibilidad que podía ofrecer ese casino, aun contando con alguien que desde dentro pretendiese darnos calor y cobijo. Hicimos algunas apuestas de cuántas horas duraríamos por allí y no deshicimos del todo las maletas para no perder el tiempo. Por cierto, no recuerdo quién ganó la apuesta, pero al cabo de dos días estábamos todos en Madrid, excepto mi madre, que prefirió salir de Inglaterra en dirección a París, donde tendría que quedarse unos cuantos meses, pero en esta ocasión por asuntos familiares.

De toda aquella experiencia nos quedó como positivo unos ingresos que al menos cubrieron los gastos efectuados, algunas compras que cayeron en Oxford Street y en Candem Town, una lluviosa pero emocionante excursión a la ciudad de Oxford y el placer de haber trabajado en un país inteligente donde, en el entorno del juego, no se aceptan propinas y cuando te echan es absolutamente legal e incluso bastante lógico.

Pero también hubo su lado oscuro desde el momento en que Ángel y yo llegamos. Al poco de empezar la actividad en Londres, vimos que algo extraño pasaba con las mesas de juego, especialmente con las del club Cromwell Mint, ya que cambiaron alguna de ellas antes de que ni siquiera hubiéramos entrado en el casino. Tras investigar y sospechar, descubrimos que Balón, apoyándose en su novia Ágata, había estado jugando previamente en las mesas de juego una vez que él suponía que estaban preparadas. De esta manera, y debido a una racha de mala suerte, faltaba más dinero del que pensábamos que nos estaba esperando para iniciar el asalto. Al igual que en Amsterdam, Balón había utilizado un dinero que, aunque suyo, no estaba estipulado que se usase antes de tiempo. Pero es que además había puesto en guardia al casino, que ya estaba con la mosca detrás de la oreja, con lo que entendimos perfectamente el porqué de aquella ágil reacción.

Cuando discutimos el problema nos dimos cuenta de que algo había cambiado, y que la nueva sensación que Balón tenía respecto a su relación con Ágata le ofrecía otra perspectiva sobre su situación en la flotilla.

—Pero, Balón, ¿es que no sabes desde siempre que de ninguna manera se puede jugar fuera de la flotilla en los casinos donde estemos trabajando? —le pregunté algo afectado.

—Claro que lo sé, pero a mí me parece que después de tanto tiempo también es lógico que podamos rentabilizar un poco las horas que echamos estudiando las ruletas, ¿no crees?

—¿A costa de quemar antes de tiempo los casinos que estemos estudiando mientras tú te quedas con el dinero?

—Es que estoy pensando en irme a vivir a Amsterdam con Ágata y consideré que merecía ganar algo de dinero propio.

Era evidente que existía una especie de ruptura emocional entre algunos de los integrantes del grupo debido quizá a los últimos inestables resultados y, sobre todo, a que algunos de nosotros empezábamos a ver el futuro con otro prisma del que metódicamente veníamos observando.

—Si crees que va siendo hora de cambiar de vida, me parece que éste es el mejor momento para hacerlo. Es muy probable que sea mucho mejor que la idea de volver a Madrid —no pude evitar decir con algo de mala leche.

—¿Crees que estás obligado a tomar una decisión tan dura? —preguntó Balón, viendo claramente cuál sería la solución final.

—Sí. Eso creo.

Convenimos no airear demasiado este tema entre los demás compañeros, dejando como motivo fundamental el cansancio de Balón por este tipo de vida y el interés de empezar una nueva aventura con Ágata. Nos despedimos deseándonos la mejor suerte para los dos y prometiéndonos que este asunto no sería un obstáculo para seguir viéndonos, y aunque era evidente que no creímos demasiado en lo que dijimos, Alfonso, que es el nombre de pila de Balón, me dio un fuerte abrazo a modo de rúbrica de lo que acabábamos de prometernos.

Bajé a la calle pensando en lo importante que había sido hasta la fecha mantener un fuerte rigor en la relación de todos nosotros con el proceloso mundo del juego, para que así nuestra empresa pudiera haber llegado tan lejos sin demasiados problemas personales o profesionales. Me metí en el metro hacia la estación de Knightsbridge, donde Ángel me esperaba desde hacía unos minutos. En algunos momentos de aquel corto viaje subterráneo sentí la tranquilidad que da haber hecho lo que se debe. Pero Balón, con su última intervención, consiguió dejarme el regusto de lo vulgar que uno puede llegar a sentirse cuando hace lo que debe.

17. AL SUR DE LA AYERS ROCK

La idea de ir a jugar a Australia siempre nos tentó de manera especial. Era como el no va más de la aventura y de llevar nuestro sistema a los confines del mundo. Varias veces lo intentamos, pero la logística que debíamos desplegar era siempre demasiado compleja y lo dejábamos para más adelante. Alguien debía ir a tomar números para después desembarcar toda la flotilla. Esto, que tan bien había funcionado en Amsterdam, Viena o Copenhague, no era fácil a tantos kilómetros de distancia. ¿Quién iba? ¿Adónde? Entonces no había casino en Melbourne ni en Sydney (se abrió para la Olimpiada de 2000) y los demás sitios eran lugares más pequeños como Canberra, Adelaida o Perth, ya muy lejos en el oeste. Era atractivo el de Alice Springs, en medio del desierto australiano, pero también lo suponíamos insuficiente, pues nosotros necesitábamos el gentío y la bulla para desenvolvernos sin llamar demasiado la atención.

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