La fabulosa historia de los pelayos (18 page)

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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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Aunque holandesa de pura cepa, también nos llamaba la atención una señora llamada Ágata, a la que periódicamente veíamos por allí y que no tardó en conectar con nosotros porque era una enamorada del bel canto y de Plácido Domingo. En cada frase que cruzaba con nosotros conseguía entremezclar con extraordinaria habilidad distintas palabras de español, italiano, francés e inglés, articulando un cuasi idioma de nuevo cuño que resultaba prácticamente imposible de reconocer, pero como por fortuna era muy expresiva, los gestos de su cara y de sus manos funcionaban a modo de traducción simultánea.

Pero si hubo algún cliente que realmente nos llamó la atención fue una extraña pareja que también parecían ser nativos de la zona. Eran dos hombres de distinta edad que siempre aparecían juntos por allí. El de mayor edad era un personaje que imponía cuando se acercaba, debido a que siempre llevaba una especie de sombrero de ala ancha, a que era extremadamente serio y, sobre todo, a que era ciego. Se dejaba guiar por el otro, que no sólo era más joven, sino mucho más desenvuelto en su relación con su amigo y con el resto de la gente que le rodeaba, especialmente con los crupieres.

Por su actividad dentro del casino, rápidamente comprobamos que en Amsterdam también existía la figura del secretario, ya que estaba claro que el ciego era el que tenía el dinero y ordenaba las apuestas, mientras que el más joven apostaba, o pedía las bebidas y la comida en el restaurante del casino. Lo curioso era que en numerosas ocasiones el ciego ordenaba algunas jugadas que yo podía entender gracias a las cuatro palabras de alemán que aprendí en la facultad (el holandés es bastante parecido al alemán), y su lazarillo particular normalmente ponía lo que le daba la gana. Otro dato que confirmaba ese desaguisado era la cara de los crupieres que escuchaban una cosa pero a veces tenían que pagar otra. Daba la impresión de que aquel acompañante era más jugador que su teórico «jefe» y que arriesgaba sobre lo que se le pedía, ignoro si con el fin de quedarse con la plusvalía de ese riesgo o simplemente para poner algo de su parte en la elección de las apuestas. Lo que no se sabía era qué pasaría cuando esta situación llevara a pérdidas.

Como se puede apreciar, se daban cita suficientes personajes pintorescos que atraían la atención de los crupieres y los inspectores, dejándonos en un conveniente segundo plano. Pero claro, la situación no podía permanecer así eternamente debido a nuestra insistencia en jugar siempre los mismos números, y a que a medida que ganábamos, íbamos subiendo el valor de la apuesta, hasta que decidimos llegar a jugar por el valor de veinte mil pesetas por cada pleno.

Aquel 12 de febrero hacía tanto frío en la calle que la mayoría del grupo decidió quedarse en el hotel hasta que llegase la hora de ir a trabajar, por lo que se iniciaron todo tipo de charlas intrascendentes, como suele ocurrir en esas soporíferas circunstancias invernales. Lo habitual era dar pequeños paseos por los estrechos pasillos del hotel, apreciando las reproducciones baratas que colgaban de las paredes de los típicos paisajes de Ruysdael o de Van Goyen, además de alguna foto de edificios con encanto que parecían decir «Visite Delft». Entre cuadro y cuadro, alguna que otra parada en las distintas habitaciones que ocupábamos para preguntar si había alguna novedad, pedir prestada pasta dentífrica o simplemente incordiar.

Al pasar por la habitación de Balón me encontré que, aunque de forma amigable, Marcos mantenía una discusión sobre alguna aventura que Balón parecía haber iniciado.

—A mí eso no me parece ni medio normal —apuntaba Marcos con gesto de extrañeza.

—Lo dices porque en el fondo tienes algo de envidia de que ahora tenga novia.

—Pero, Balón, si debe de ser sexagenaria.

—Calla, niño, que no te enteras. Sabiduría, sabiduría es lo que tiene.

Al parecer, en uno de esos muchos momentos muertos que se dan en los casinos, Balón había conseguido iniciar una relación que iba mucho más allá de un simple y aburrido «¿Cómo lo llevas?» con aquella cliente holandesa llamada Ágata, que si bien era mucho mayor que Balón, no estaba exenta de atractivo o, más bien, de exultante prestancia. Si bien llevaban unos días tonteando, todavía no habían pasado a mayores y Balón se encontraba algo inquieto con lo que le depararía la cita que aquel mismo día habían arreglado fuera del casino.

Como es lógico en alguien que no tiene demasiados complejos, al día siguiente Balón estaba ansioso por soltar todo lo que sentía y no tardó en encontrar el momento para desfogarse. Parece que la cosa había ido muy bien desde el principio, ya que habían convenido ir a cenar a un restaurante sefardí, que si bien no era demasiado romántico, resultaba entrañable para ella debido a inconfesables recuerdos del pasado, y sobre todo, a que tenía colgando de las paredes algunas fotos de Daniel Barenboim, uno de los grandes mitos de Ágata. Balón, como buen caballero, hizo amago de ordenar un buen vino, pero como él no entendía demasiado de nobles caldos judíos y en general los holandeses no saben nada de cualquiera que sea la nacionalidad, acabaron tomándose unas cervezas de aquellas que a la segunda te encuentras a punto para que te saquen del partido.

Risas, guiños, sugerencias supuestamente inteligentes con doble sentido, incomprensibles expresiones de carácter políglota y algún que otro susurro atisbando melodías de arias compuestas por Rossini o Leoncavallo, se fueron sucediendo a lo largo de aquella cena compuesta, entre otros platos, por jugosos fallafels y doner kebabs de cordero. Parece que entre esos comunicados con una alta carga de sensualidad hubo espacio para hablar de diferentes sistemas de juego. Ágata predicaba una extraña teoría que sostenía que los números elegidos debían ser buscados en el devenir de la partida a partir de las pistas que los propios números indicasen. Así, cuando por ejemplo se veía repetir dos veces un número como el 36, podías empezar a intuir que esa noche iba a ser para el 3 y para el 6, pero no sólo en su condición de números en solitario, sino asociados al hecho de que los dos pertenecían a la tercera columna, con lo que quizá la clave ganadora se encontraba en apostar desaforadamente a dicha columna, más que a los dos números en sí. Balón, a pesar de las cervezas que corrieron aquella noche, ni soltó prenda sobre nuestra actividad en tierras holandesas, se limitó a decir que éramos una familia adinerada que nos desplazábamos de lugar en lugar con el fin de disfrutar de unas excitantes y originales vacaciones; ni por asomo opinó cuestión alguna sobre el estilo de juego de la invitada.

Después de aguantar que unos músicos que tocaban en el local interpretasen el «Que viva España» en honor de Balón, y de pagar la no demasiado elevada cuenta en relación con lo rica que había sido la comida, los dos salieron en busca del coche de Ágata para dar una pequeña vuelta y así saborear el encanto de la ciudad en su versión nocturna. Al cabo de unos quince minutos, se pararon en una zona relativamente oscura muy próxima a un precioso puente sobre uno de los canales más pequeños de la ciudad, justo enfrente de la gran plaza donde se encuentran todos los museos de Amsterdam que, lógicamente, a esas horas estaban cerrados. Tal y como Balón siempre nos narró a los que estábamos más próximos a su manera de interpretar aquel tipo de situaciones, parece que intentaron hilar alguna que otra conversación animada, pero enseguida se dieron cuenta de que ya estaban diciendo tonterías y decidieron que por fin era el momento de poner en práctica aquella pasión latina que tanto anhelaba Ágata en sus recuerdos fetichistas de esa Italia ahora tan lejana para ella. De a poco, la cabeza de ella fue desapareciendo de la vertical de la cabina del conductor y Balón empezó a sentir que aquello era algo especial, que si bien conocía perfectamente, nunca se le había ofrecido en semejantes condiciones.

Huelga decir que las sensaciones no fueron sólo sensuales y que el desorden de sentimientos empezó a hacer su efecto. Según nos describió, comenzaron a pasar por su cabeza imágenes de su infancia más feliz, mientras que en un golpe súbito aquellos Rembrandt, Mondrian o Chagall que recientemente había valorado aparecían frente a él como un claro signo de elevación, de acceso a un orden superior que, de manera tan prodigiosa, Ágata estaba catalizando sólo para él. Emoción, el peso de una cultura recientemente adquirida, la definitiva sensación de absoluto control de una forma de vida que hasta hacía poco no era la suya, al mismo tiempo que raudales de placer, confluyeron en un escaso lapso en la cabeza de Balón, que cada vez se alborotaba más y más, mezclando churras con merinas en una algarabía algo estresante de imágenes bastante inconexas… Pasados unos escasos minutos, Balón consiguió relajarse y pudo apreciar que, además de una muy bella y desordenada cabellera, de la cara de ella (humedecida por el esfuerzo) emergía un prepotente rictus que hablaba a las claras del orgullo que normalmente se siente cuando se demuestra que hay algo más que trabajo bien hecho.

En ese mismo instante Balón decidió que Ágata sería inexorablemente la mujer de su vida.

Excepto algún que otro pequeño altibajo, el dinero seguía entrando de forma regular, y cada vez aumentábamos más las apuestas. Pudo ser por esa cuestión o porque realmente era imposible que tanta gente jugara todo el tiempo de la misma forma, pero el caso es que fue Balón el que un día de mediados de marzo dio la voz de alarma, cuando descubrió que dos ruletas habían sido cambiadas por otras dos nuevas máquinas que nunca habíamos visto con anterioridad. Por supuesto, surgió la preocupación, y aquella tarde, antes de ir como todos los días a jugar al casino, nos reunimos en pleno para discutir dicha situación e intentar reaccionar de la manera más sigilosa y menos comprometida para nosotros.

—Puede que simplemente hayan cambiado dos ruletas que estuviesen algo viejas o quizá estropeadas —comentó mi padre en un intento característico de apuntar la opción más positiva de las posibles.

—Pero es muy raro que sean justo aquellas en las que más hemos jugado y que coincidan con las que más tiempo están abiertas al juego —replicó Guillermo.

—De todas formas, aunque fuese más bien como sugiere Guillermo, es posible que sea un toque de atención por el hecho de que hemos empezado a jugar muy fuerte y en dos días nos hemos llevado casi más que en los dos meses que hemos estado jugando por aquí —apunté buscando otra explicación.

Esa posibilidad fue la que más le gustó a mi padre, ya que abría la esperanza de que si volvíamos al nivel al que creíamos que los teníamos acostumbrados era factible quedarse allí mucho más tiempo. Es cierto que él mismo había comentado que desde que habíamos subido la apuesta a un nivel próximo a las veinte mil pesetas por pleno sentía que la dinámica natural del casino se había roto, puesto que los resultados, tanto positivos como negativos, excedían en mucho de la marcha habitual de los trabajadores del lugar. Por otro lado, también a nosotros nos había provocado un aumento del estrés ambiental, que desde luego no era deseable para nadie. También surgió otro de los temas que empezaban a ser un clásico de nuestro trabajo:

—¿No podrá ser también un aviso para que nos demos cuenta de que tenemos que dejar algo de propina? Ya habéis visto cómo se ponen cuando pillamos un pleno y no dejamos nada —recordó Cristian.

En general todas esas conjeturas eran interesantes y salimos con la firme convicción de que debíamos cambiar nuestra actitud para poner remedio a lo que pudiera llegar a ser el fin de nuestra carrera en aquella ciudad. Pasaron unos pocos días desde que se habían iniciado aquellos movimientos y la situación pareció que se había tranquilizado, con lo que el ritmo de trabajo, y en general nuestra vida en la ciudad, volvió a asentarse. Como se veía venir, Balón empezaba a articular su vida en torno a Ágata, hasta el punto de que de alguna forma ella se introdujo en el estilo e incluso en el trabajo de la flotilla. También hubo alguna visita de la novia de Guillermo, por lo que a veces la forma de vida debía tener presente el peso de los compromisos adquiridos. La verdad es que todo el mundo que se acercaba a la flotilla iba adaptándose bastante bien al ritmo de la misma y, al menos en un principio, no hubo grandes cambios.

La rutina diaria implicaba no sólo el trabajo respecto del casino, sino también la necesidad de un paseo diario por la ciudad, que a menudo acababa en la zona del barrio rojo llamado Red Light District. Por allí también vimos a muchos de nuestros compañeros de fatigas casineras, a algunos camareros de los restaurantes que solíamos frecuentar o incluso a personal del hotel. Lo que sí es fácil de recordar es que en dos ocasiones vimos pasear por allí a aquel ciego al que tanto le gustaba jugar acompañado de su lazarillo particular. Era evidente que el segundo iba describiendo el paisaje al primero, creándose entre ellos cierto ambiente de compadreo y excitación. En la segunda ocasión decidí que seguiría sus pasos a distancia, para así ver en qué quedaban aquellas descripciones. Después de escuchar risas y algún silbido que otro, se pararon en un escaparate a negociar un trato. A pesar de que el espíritu de compadreo pareciera en ese momento seguir vigente, es fácil imaginar con qué criterio de brutal desigualdad realizó aquel desvergonzado lazarillo la elección final de lo que le tocaba a él y lo que era para el ciego.

Justo el día que vi por segunda vez allí a esa extraña pareja, decidí acabar mi ruta con la visita a una amiga llamada Joselyn, con la que había llegado a poner en pie una bonita relación basada en el interés y el mutuo aprecio. Aquel día, hizo el esfuerzo de regalarme tres o cuatro palabras en español, nos reímos de un chiste donde aparecían involucrados un personaje bielorruso, uno ucraniano y otro turco, y también me comentó a modo de confesión que, allá en su Estonia natal, realmente se llamaba Friederich. Pasados unos treinta minutos, nos despedimos con extraordinaria calidez, prometiéndonos que nos veríamos de nuevo en cuanto se terciase. Reinicié mi paseo enfilando hacia la calle donde se encuentra la Iglesia Vieja, y fue entonces cuando a no mucha distancia pude ver a Zinovisge. Él también me vio y de inmediato se le iluminó la cara saludándome desde la distancia. En los escasos segundos que tardamos en llegar el uno al otro tuve tiempo de prepararme mentalmente una conversación en inglés en donde pudiera explicar con la máxima precisión que estaba encantado de verle de nuevo, que era una estupenda casualidad encontrarnos en esa zona de la ciudad y, sobre todo, que no podía prestarle ningún dinero. Todavía no había podido articular la explicación en la que basar mi excusa cuando Zinovisge ya me estaba dando la mano y los buenos días. En cualquier caso, en ese momento no tuve que llegar a aplicar mis pensamientos, ya que enseguida me comentó en un extraño spanglish de corte balcánico algo que me era familiar y que emanaba conocidos giros a lo magrebí:

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