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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

La fabulosa historia de los pelayos (13 page)

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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No pasó mucho tiempo hasta que comenzamos a vislumbrar aquel tipo de nerviosismo en los empleados que ya antes habíamos conocido en otros casinos y con el que ya estábamos acostumbrados a bregar. Se acabaron las charlas amistosas con los crupieres, las salidas nocturnas empezaron a escasear o a ser secretas, y entendimos que la luz roja se estaba encendiendo. Dada la importancia económica y estratégica que tenía aquel negocio para nosotros, creímos que lo mejor que podíamos hacer una vez que nos sentíamos si no descubiertos (aún dudamos de que para entonces hubiesen entendido nuestro sistema), sí estrechamente vigilados, era plantarles cara e intentar tener una reunión con alguien que de verdad tuviese capacidad de decisión, para proponerle llegar a algún tipo de acuerdo de no agresión.

Guillermo nos hizo saber su voluntad de ser él quien llevase la negociación, ya que se sentía especialmente afectado por las circunstancias y porque, de todos nosotros, era el único que sabía algo de leyes y de derechos inalienables del ciudadano. Se decidió que la persona indicada para sentarse a hablar con él debía ser el director de juego del casino, puesto que se mostraría sin duda más sensible respecto a la situación que se estaba produciendo.

—Me parece bien, aunque no sé cómo plantear de inicio la charla —se preguntaba Guillermo con claros síntomas de inquietud.

—Yo creo que si quieres jugar a despistarle, mejor dile la verdad —le aclaró mi padre.

Mientras todos los demás fingíamos que no mirábamos, una noche, a eso de las once y media, mi primo comunicó en recepción su intención de hablar con el señor director.

Vimos cómo solícitamente fueron a avisarle al restaurante donde se encontraba cenando con dos policías de la brigada de juego, que esa noche estaban de servicio. Dicha brigada era un cuerpo especial de la Policía Nacional, que teóricamente debía permanecer en horario comercial dentro del casino para velar por la integridad de los procedimientos, para atender cualquier queja o denuncia de los clientes o, por ejemplo, para controlar los cierres de mesa y así evitar una posible evasión o chanchullo con las responsabilidades fiscales. Aquella noche, como muchas otras, se encontraban disfrutando de una relajada sobremesa con el director de juego del casino.

Con amplia sonrisa y mayor sorpresa, invitó a Guillermo a sentarse en unos cómodos sillones fuera de la vista del público y esperó a que Guillermo moviese ficha.

—Supongo que se preguntará de qué queremos hablarle —acertó a decir Guillermo después de pensarlo unos segundos.

—Pues no. Y… ¿cómo qué queremos?

—Me siento aquí en representación del grupo de gente que somos amigos y familia, los García-Pelayo, que llevamos casi un año jugando y que hasta ahora no hemos dado ni un problema.

—Si no ha habido problemas, ¿cuál es el problema ahora?

—Pues que desde hace ya algún tiempo se están dando unas circunstancias muy incómodas, y creo que debíamos contárselo. En su casino, además de la continua agresividad de sus empleados por el eterno problema de la propina, últimamente no paran de manipular las ruletas donde todos los jugadores nos jugamos nuestro dinero.

Aunque era de esperar que aquel personaje ofreciera una fingida cara de sorpresa, la tranquilidad no desapareció en ningún momento de su rostro.

—Aquí no se manipula nada. Sólo se realizan labores rutinarias de control y ajuste de los cilindros —aseveró con gran parsimonia el director.

—O sea que cambiar continuamente las ruletas de sitio y mover los números de posición es rutinario. Pues hasta ahora jamás habíamos visto que se hubiese hecho antes.

—Nosotros hacemos todo lo que nos permite la ley.

—Pero es que la ley pone límites que no se están cumpliendo. Romper todos los precintos de las ruletas sin que la brigada de juego se encuentre presente o desplazar los números sobre su propio eje no creo que pueda considerarse como labores de limpieza, que, por otro lado, se efectuaban sólo una vez a la semana hasta hace bien poco.

Increíble pero cierto: seguía sin producirse ni un gesto de ligera preocupación.

—Me temo que todo esto es simplemente un problema de interpretación —dijo aquel ejecutivo con cierto aire de «a mí qué me cuentas».

—La verdad es que nosotros no tenemos ninguna intención de enfrentarnos a nadie, sino solamente de que nos dejen jugar en paz sin que nos cambien constantemente las condiciones en que estamos arriesgando nuestro dinero. Lo único que pretendemos es que nos dejen jugar en una situación normalizada, y desde luego, si fuese así, estaríamos dispuestos a volver a dar propina para no ser diferentes de los demás jugadores.

—Creo que lo que me propone no es aceptable. Como persona que ha tenido el honor de representar a esta empresa durante tantos años no me parecería ético, no sería un acto moral aceptar un acuerdo como el que me propone.

Guillermo intentó ocultar su desagrado ante una muestra más del típico personaje que confunde la ética con la moral y le contestó:

—Pero es que no estoy intentado proponerle ningún trato. Simplemente le estoy pidiendo que cumplan con las normas que son preceptivas, ya que hasta ahora nosotros lo hemos hecho de la misma manera.

—Pero es que ustedes utilizan herramientas informáticas para aplicar su sistema.

—Pero ¿qué me dice? ¿Dentro del casino? —saltó Guillermo de forma un tanto forzada.

—No, no. Pero sí fuera del mismo.

—No sabía que eso estuviese fuera de la ley, ni siquiera que fuese pecado.

—Yo lo único que puedo decirle es que nosotros actuaremos en consonancia con nuestros intereses y con lo que nos dicte nuestra conciencia.

—Bien, espero que eso no nos traiga demasiados problemas, ya que insisto en que lo único que nos interesa es que podamos jugar con tranquilidad, y por supuesto, que se cumpla la ley.

—Duerma tranquilo, que yo le aseguro que lo segundo será fielmente cumplido. Y ahora, si no tiene ningún asunto más que tratar, tendrá que disculparme, ya que tengo a unos caballeros esperándome en el restaurante.

Los dos se levantaron, se dieron la mano y se desearon buenas noches.

Dos días después comenzaron a expulsarnos del casino.

A la mañana siguiente de la primera expulsión nos encontramos en la oficina de la delegación del gobierno situada en una céntrica calle madrileña. Muchos archivadores, muchísimos más papeles que archivadores, numerosos despachos iluminados sólo con la luz que despide el neón y un sinfín de funcionarios tomando café. En definitiva, un lugar tan desagradable como necesario.

—Ya estoy harto de repetirlo. Esto es un atropello de nuestros derechos constitucionales. En cuanto nos dejen entrar de nuevo, estamos otra vez en la calle —solía vocear mi padre siempre que salía este espinoso tema.

Mi padre asumió encomiablemente el rol de incansable defensor de los derechos civiles que nos debieran asistir, muy al modo de aquellos maravillosos protagonistas de películas firmadas por Spike Lee o Costa Gavras. Esa actitud, sin ser fulminante, a la larga fue más efectiva que el inicial escepticismo del que hicimos gala tanto Guillermo como yo. En esos días entramos en una línea de confrontación con el casino de Madrid que duró muchos años y que marcaría un nuevo estilo en nuestra relación con los futuros casinos.

El delegado del gobierno de Madrid era la figura administrativa a la que debíamos recurrir para intentar arreglar esta injusta situación de encontrarnos fuera del casino habiendo cumplido escrupulosamente cualquier aspecto relacionado tanto con la ley de juego como con el reglamento interno de todo casino. Como dicta la sentencia judicial que conseguimos a nuestro favor años después, jamás incurrimos en irregularidad alguna; en cambio el casino de Madrid sí, ya que interpuso contra nosotros una demanda por trampas que también fue lógicamente resuelta a nuestro favor.

Con las autoridades las cosas no eran tan complicadas como suele rezar el tópico, no sé si porque el gobernador era una persona cabal o si también ayudó el hecho de que fuera buen amigo y antiguo compañero de estudios de nuestro tío Fernando. El caso es que cada vez que el casino decidía echarnos, entendían que eso no era justo y ordenaban readmitirnos, pero nuestros contrarios no tardaban mucho en repetir la jugada; así estuvimos un buen tiempo. La elegante fórmula que el casino utilizaba por aquellos tiempos era la de «invitarnos» a desalojar la sala de juego de manera que, una vez fuera, ya no podíamos volver a entrar hasta nueva orden gubernamental. Decidimos no poner ninguna traba a sus acciones pero, eso sí, pretendíamos que estuviese muy clara la intención de expulsarnos por parte de ellos. Así, cada vez que nos invitaban, decíamos:

—Muchísimas gracias por su amable invitación, pero en este momento tengo una buena racha y prefiero seguir ganando dinero.

Por supuesto, sabíamos que al directivo que le tocase vivir esta situación junto a alguno de los gorilas que siempre le acompañaban, le daba bastante igual el comentario y rápidamente aseguraba que lo que teníamos que hacer era abandonar la sala.

—¿Sería usted tan amable de explicarme en qué se basa para obligarme a abandonar la sala? Porque usted me está echando, ¿no es así?

Siempre nos respondían que no era de su competencia dar esas razones pero que lamentablemente teníamos que salir, con lo que nosotros entonces le pedíamos que rogase a sus guardias de seguridad que nos agarrasen por el brazo para dejar clara constancia de que no salíamos del local por nuestra voluntad. Los avergonzados guardias no evitaban efectuar el paripé de la expulsión, pero en alguna ocasión antes de llegar a la puerta de salida aliviaban la presión moral, aliviando también la del brazo. Cuando esto le ocurrió a mi padre le salió del alma advertir:

—Haga usted el favor de no soltarme y consume la expulsión, porque si me suelta me vuelvo de cabeza a seguir ganando dinero.

Meses después Joaquín Sabina compuso su canción «19 días y 500 noches» en la que incluía los versos «ayer el portero me echó del casino de Torrelodones» inspirado en esta oprobiosa expulsión que alcanzó plena dignidad al ser reflejada en esa obra maestra.

El caso es que el casino consiguió hacer efectiva su arma más letal: el tiempo. De la misma manera que lo aplica en el transcurso normal de su negocio, donde ellos pueden esperar a que el jugador llegue antes o después a darse de cara con su inevitable desventaja, el tiempo fue la estrategia que decidieron utilizar, a pesar de que con nosotros sabían perfectamente que estaban mintiendo. Y es que no dudaron en utilizar el estado de derecho como el que masca chicle: ofrecieron a los jueces todos los insignificantes datos que pudieron encontrar y los también insignificantes que decidieron inventar, buscaron todos los resquicios posibles para que se tardara un buen plazo de tiempo en procesar dichos datos y, mientras, alentaron a sus hordas de abogados y burócratas para que desarrollaran un estilo de pensamiento estratégico donde lo que de verdad importa no es tener la razón, sino la manera en que se enreda la madeja para que cuando se da esa razón a quien es merecedor de ella, ya no le valga para nada.

Es una maravilla haber podido experimentar la ingente cantidad de apretones de manos —a veces incluso abrazos—, de palabras comprensivas —a veces incluso de sólido alineamiento— y de conocimiento y aprendizaje de leyes propicias a tus posicionamientos —a veces incluso con tintes populistas «antigrandes»—, que se desprendieron de tantas y tantas visitas a distintas entidades administrativas como fueron la delegación del gobierno, la comisión de juego, la brigada de juego, o al final la Comunidad de Madrid, cuando le fueron traspasadas todas las competencias de juego. La verdad es que en todo momento pudimos sentir que a la estructura administrativa que rondaba alrededor del juego que se desarrollaba en Madrid no le costaba demasiado ofrecernos esperanza e incluso una clara sensación de justicia, y de que en ese camino acabaríamos ganando tanto la verdad como los juicios.

Años después pudimos comprobar que esa sensación general no era engañosa, ya que a día de hoy hemos ganado todos los juicios habidos frente al casino de Madrid. Pero lo cierto es que mientras tanto eso no nos valía de mucho, y en paralelo, los altos directivos del casino, sabiendo perfectamente que el tipo de local que regentaban paga la escandalosa y al parecer expiatoria cifra del cuarenta y cinco al cincuenta y cinco por ciento de impuestos al Estado, cenaban una y otra noche dentro del local de juego con los distintos cargos de la cúpula administrativa y, sobre todo, policial.

—A nosotros no nos dejan entrar, pero vosotros creéis que tendrían el valor de volver a enfrentarse a la gobernación con otro grupo si éste además no es García-Pelayo —se me ocurrió plantear un día.

Llegamos a esa conclusión viendo que no habían echado a Alicia (la verdad es que ella todavía no había jugado nunca, con lo que era difícil demostrar que pertenecía a nuestro grupo), y empezamos a pensar en cómo íbamos a buscar un equipo efectivo que nos diese confianza para dejarlo sólo dentro del casino. Primeramente teníamos a Alicia, que seguía apuntando unos números que daban un resultado estupendo, pero es que además en ese momento nos encontramos con que mi hermana Vanesa había acabado no recuerdo qué trabajo y le propusimos que se uniese al ya abultado grupo de los Pelayos, pensando que sería una buena directora de operaciones siempre que no jugase nada de nada para así no ser expulsada. El reto mayor era cómo conseguir encontrar gente en la que pudiéramos confiar el manejo del dinero a la hora de enfrentarse solos con Madrid y que no tuviesen nuestro apellido. Como siempre se hace, tiramos de agenda y nos fuimos directamente hacia nuestros recuerdos más emotivos. Así aparecieron nuestros mejores amigos de juventud, en los que pensábamos (muy acertadamente, como enseguida se comprobó) que podíamos confiar en todos los niveles.

Ahí surgió Ángel, uno de mis amigos más íntimos, que poco a poco le fue cogiendo gustillo al asunto y que bastante más tarde nos trajo a su hermana Ana a trabajar en la flotilla. También estaba Luisa, que era otra gran amiga y mujer de Enrique Portal, y Chuti, amigo y compañero de estudios de Ángel y mío. Aunque lógicamente todo aquel asunto era bastante sorprendente para alguien que escucha un planteamiento de este calado por primera vez, eran gente muy lista y enseguida captaron la manera de manejar el sistema y afrontar la presión psicológica que sin duda tendrían que soportar. En menos de un mes desde que se dio inicio a nuestras primeras expulsiones, habíamos sido capaces de confeccionar una especie de eficaz segunda flotilla, con el mérito añadido de que prácticamente la totalidad de sus integrantes no eran de la familia.

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