Read La fabulosa historia de los pelayos Online
Authors: Oscar García Pelayo
Tags: #Ensayo, #Biografía
En todos los círculos especializados suele crearse un lenguaje propio que, por supuesto, era inevitable en el mundo del póquer. A los jugadores habituales se les llamaba «jugativos». Cuando Mariela metía y todo el mundo le iba (sabían que Mariela atacaba con cualquier cosa), ella exclamaba castizamente: «¡Me bajan de los pueblos!» observando cómo todos venían a su encuentro. Por el contrario, cuando era ella la que salía al paso del reto de cualquier jugador solía hacerlo al grito taurino de: «¡Acudo al engaño!».
Santiago, que pasaba horas sin ligar nada, observaba con respeto y admiración las jugadas formidables que a veces se producían entre nuevos jugativos que habían empezado con el póquer desde hacía una semana. Nos miraba a los demás y se preguntaba en voz alta: «¿Qué comerán?», dando a entender una sutil relación poética entre la buena suerte y la dieta.
Esta fase ya no pudo ser compartida con la flotilla, pero mis hijos me ayudaron en ella de manera considerable porque aunque no jugaran, estuvieron organizando todo el asunto y convirtiéndose ellos mismos en crupieres de póquer, profesión donde Vanesa destacó sobremanera, siendo muy querida por los jugadores madrileños que lamentaron su marcha al mundo del flamenco (que le gustaba mucho más), donde lleva bailando hace más de nueve años. Iván también estuvo de crupier durante un tiempo. No atendía mucho al juego y se notaba su falta de aprecio por la mayoría de los jugadores, que no se sentían cómodos con él, sobre todo si lo comparaban con su hermana. Además, no comprendían cómo se pasaba los ratos entre partida y partida estudiando historia, que era la segunda carrera que se propuso hacer después de terminar filosofía. Mientras él se preocupaba por la causa y el efecto, su hermana lo hacía por la causa y el afecto.
Juan Carlos y yo ganábamos consistentemente todos los meses y así estuvimos unos dos años, jugando todos los días un buen montón de horas. Pensar que mi familia vivía del póquer después de haber vivido de los discos, del cine (vivieron mal), de los toros o de la ruleta, me producía una magnífica sensación, como la que ahora me produce pensar que puedan vivir de los libros.
Cuando por internet apareció la noticia de que el campeón del mundo de póquer en el año 2001 era español y se llamaba Juan Carlos Mortensen, me encontraba solo delante de la pantalla del ordenador, a las 5.30, y repitiéndome la frase más oída en todos los casinos del mundo: «Esto es increíble».
Una vez que se convenció de que estaba maduro como jugador de póquer y que las partidas de Madrid empezaban a quedársele pequeñas, Juan Carlos decidió marcharse a vivir a Estados Unidos después de unos cuantos viajes exploratorios a Las Vegas y Atlantic City. Yo le aconsejaba tomar esa decisión, porque sabía que haría una gran carrera en el juego profesional. Además, formaba con Cecilia, su mujer, que lo apoyaba desde el principio, una pareja ideal para iniciar esta gran aventura. Bromeaba con él que podría jugar el campeonato del mundo con menos dificultad que el protagonista de Rounders, una película sobre póquer en la que un chaval tiene que pegarse con todo Nueva York para conseguir el dinero (dos millones de pesetas) para su inscripción en el mundial. Esa cantidad se la habíamos reunido un grupo de amigos jugadores de Madrid, así todos jugábamos un poco.
No hubo suerte en esa primera ocasión. Se lo jugó todo con una pareja de ases en la mano contra un tipo que llevaba la de reyes. Salió otro rey.
Fuera del mundial comenzó a jugar sistemáticamente y a ganar una buena cantidad todos los meses. Volvió a España ese verano y estuvimos cambiando impresiones y analizando, como siempre hacemos, diferentes jugadas y situaciones.
Me habló de sus buenos resultados en los torneos y su fe en el próximo mundial, que ya acometería con fondos propios. Le prometí enviarle unos programas para revisar en el ordenador las diferentes jugadas y apostar la cantidad adecuada en función de la ventaja exacta y la banca disponible, algo que es fundamental en cualquier juego ganador.
A los pocos días de comenzar el campeonato de ese año supe por un amigo común que Juan Carlos había pasado las dos primeras rondas. La tercera, bastante decisiva, la seguí por internet; Juan Carlos acabó no sólo clasificado para la ronda final, sino que además se colocaba en segundo lugar en el número de fichas acumuladas, detrás de un millonario alemán y por delante de todos los peligrosos americanos, entre los que había dos ex campeones mundiales. La noticia hasta aquí ya era sensacional: por primera vez un español se clasificaba en la última mesa de nueve jugadores asegurándose un premio mínimo de quince millones de pesetas.
Yo sabía que con fichas Juan Carlos era temible. Lo sabía por propia experiencia en nuestras partidas de Madrid. Su principal rasgo era la agresividad, y suponía que no iba a dejar respirar a nadie en la mesa. Como mínimo lo veía en los tres primeros puestos, que le aseguraban al menos sesenta millones.
Poco antes de comenzar la partida me llamó Cecilia. Juan Carlos estaba tranquilo después del formidable día anterior. No temía al alemán y su preocupación sería vigilar a Phil Hellmuth, a quien conocía bien de partidas anteriores. Creía que iba a ganar, y ella también lo pensaba. Les había dado mucha moral el saber que el doble campeón Johnny Chan, que en nuestra película de referencia (Rounders) aparecía como lo más grande de la historia del póquer, había quedado impresionado con el juego de Juan Carlos en la ronda anterior y lo proclamaba como favorito sorpresa. En ese momento los Mortensen sólo conocían en Las Vegas a mi hija Vanesa, que estaba bailando flamenco, y a algún amigo del póquer. Ningún consejo. Yo me había limitado a entrenarlo en cuestiones técnicas, fundamentos matemáticos del póquer. Nunca había entrado en psicología, conocimiento del rival, etc. Juan Carlos estaba ya muy por encima en estos terrenos. Había desarrollado tales habilidades en sus quince meses de estancia en América: jugar según su posición en la mesa, independientemente de las cartas que tuviera.
En las primeras vueltas Juan Carlos se puso líder en cantidad de fichas. Efectivamente el alemán había flojeado, hasta quedar eliminado y acabar en octava posición. Por cada jugador eliminado Carlos Mortensen, como le llamaba el locutor americano, iba asegurándose un premio de bastantes más millones. De pronto se produjo un momento clave. Le juegan fuerte, todos se tiran y sólo queda Juan Carlos, que acepta el envite. No tiene mucho, una Q y una J. Sorprende que quiera con tan poco, pero él comenta en voz alta que habiendo una dama en la mesa y considerando que el otro jugador no ha subido al recibir las cartas, supone que debe de tener Q y diez. Esto es lo que justamente tiene cuando al perder enseña las cartas. La exclamación del público de la sala parece resonar en internet. Juan Carlos, además de ir ganando, da espectáculo para las cámaras de televisión que retransmiten para un canal especializado. Un desconocido, de un país lejano y primitivo, dando un show en Las Vegas. ¿Cómo había aprendido tanto desde que llegó a América?
Cuando sólo quedaban cuatro jugadores llegó el gran momento de la noche y quizá uno de los tres más grandes e influyentes en la historia del póquer. Juan Carlos me contó después que estaba esperando que uno de los jugadores que él mejor conocía se tirara un buen farol, aprovechando jugar de postre o último. En esa posición puso veinte millones de pesetas en la mesa. Todos se tiraron y Juan Carlos, que no tenía nada (una Q y un ocho de distinto color), le subió a cuarenta millones. Más tarde, en Madrid, me explicó que había estudiado mucho los gestos de este jugador y que había percibido un ligero tic cuando faroleaba. Él estaba esperando ese momento y había advertido el mismo tic. Estaba seguro, era un farol, y faroleando él a su vez pretendía que el otro tirara las cartas. Este jugador, un profesional de primera línea, suponía que Juan Carlos, que llevaba toda la noche subiendo, estaba efectivamente echando un farol. Subió a sesenta millones y Juan Carlos, sin dudar un segundo (acción clave), se jugó su resto, todas sus fichas, que representaban más de veinte millones. Fue demasiado para el americano (no creía posible más faroles, declaró después a una revista especializada). Le suponía a Juan Carlos una pareja de ases. Él parece que tenía as y seis de distinto color, jugada muy superior a la real de su rival, pero inútil si tenía la pareja alta que le suponía. Tiró las cartas. Juan Carlos no tenía que enseñar las suyas, pero lo hizo para aterrorizar a los contendientes que quedaban. Cuando el público vio la dama y el ocho, ahogó las palabras incrédulas del locutor de internet. Había ganado ciento cuarenta millones en un doble farol. Yo no supe qué hacer a las cinco de la madrugada, solo en mi habitación. Sentí que era una cumbre de algo, que habíamos llegado a la cima del mundo.
Juan Carlos no fue propiamente un Pelayo. No pertenecía a la flotilla y ni siquiera lo conocía en nuestra intensa época ruletera, pero desde que apareció formábamos una especie de equipo tanto en el local de póquer de la calle Montera como en los demás sitios de Madrid. De todas las que conozco, es la persona que más se interesaba por el juego de manera abstracta. Ya jugaba muy bien al billar, y sobre todo al ajedrez, cuando empezó a estudiar el póquer. Hace muy poco estuvimos charlando en mi casa de Madrid, empezado ya este libro, de cuestiones teóricas, siempre relacionadas con el juego. En diferentes momentos Cecilia, él y yo hemos jugado en las mismas salas, no en las mismas mesas, de Las Vegas, Los Ángeles o en varios casinos ribereños al Mississippi. Por todo eso, cuando vi que eliminaba a todos los jugadores y se quedaba mano a mano con un conocido profesional americano al que doblaba en cantidad de fichas, me sentí como cuando iba en volandas por las calles de Nueva Orleans tras conocer que la flotilla había desbancado al casino de Viena sin mi participación.
Ya sólo quedaban dos jugadores y Mortensen no había ligado nada más alto de una pareja. Yo le había enseñado a jugar con buenas cartas, pero él había aprendido a jugar incluso sin ellas. No se podía decir que estuviera ganando el mundial gracias a la suerte.
Al tener muchas más fichas que su rival, que ya había sido finalista años atrás, Juan Carlos adoptó la estrategia correcta. Ponía mucho dinero a todas las cartas que recibía, fueran las que fuesen. Su contrario normalmente se tiraba y sólo alguna vez le hacía frente, momento en que Mortensen también dejaba sus cartas. Así iba minando las fichas rivales, mientras aguardaba un encontronazo que todos esperábamos decisivo.
Después de varias vueltas de ver y tirar, Juan Carlos recibe una K y una Q de tréboles, sube como siempre y su contrario le quiere. Por fin se echan cartas sobre la mesa y el americano se lo juega todo. Hay un diez y una J, además de dos tréboles. Mortensen está a dos puntas (un nueve o un as le hace escalera), y con cualquier trébol hará color. Ahora sí hay que ligar algo pero quedan todavía dos cartas por caer y le valen muchas. Juan Carlos iguala con la mitad de sus fichas. Si gana se acabó el campeonato, si pierde tendría todavía posibilidades. Cuando analizamos la jugada meses después, ya en España, vimos que era correcto incluso suponiéndole al rival la mejor jugada, pareja de ases (era lo que llevaba), las posibilidades estaban a la par y además a Mortensen le sobraban fichas. Era como un cara o cruz. Después de una carta neutra (un ladrillo), salió un nueve de diamantes en el último lugar, ligó la escalera —su única jugada en toda la noche— y ganó trescientos millones de pesetas y el título de campeón del mundo más joven de la historia del póquer.
El ambiente húmedo de los canales que rodean la ciudad, el tener que explicarte día tras día en una lengua que no dominas con fluidez o que directamente no hablas, muchísimas cabelleras rubias y también muchas otras de distintos colores, incluyendo el verde esmeralda y el fucsia mariposón, pasarte todo el día haciendo cálculos mentales o contando con los dedos de la mano cada vez que vas a pagar algo, periódicas visitas al Red Light District, y alguna que otra parada en esos coffee shops donde te aturden, entre otras cosas, con música de Bob Marley, sin duda supuso un antes y un después en la manera de entender la empresa de ganadores de ruleta que habíamos emprendido apenas dos años antes.
Cuando se decidió que por fin estábamos preparados para dar el salto a Amsterdam, que era lo mismo que decir al extranjero, todo el mundo vibró. No es que fuésemos un grupo de gente que nunca hubiese salido de España, ni por supuesto que alguno de nosotros hubiese dejado pasar la oportunidad de ir a Irlanda a no estudiar inglés, pero era evidente que excepto mi padre, nadie se había planteado antes el reto de ir a trabajar a tierras extrañas.
Por esta razón todos los que en ese momento formábamos parte de la cada vez más amplia flotilla escuchamos totalmente entregados la propuesta de mi padre, que entre otras muchas cosas había sido un viajero empedernido, siempre a la caza de nuevas ideas que importar y convertir en lucrativas experiencias. Es fácil que para entonces ya se hubiese paseado por, al menos, unos ochenta países (en este mismo momento recibo la noticia de que ahora ya se encuentra por los ciento uno), y por lo tanto fue él quien nos advirtió de lo que se nos avecinaba, y también el que diseñó cómo tenía que ser el estilo de actuación de esta nueva aventura. Nosotros, como era habitual, organizamos el resto.
Al igual que aquella jugativa marquesa, estábamos bien de dinero, pero también de ánimo, a pesar de todos los problemas que nos daba el casino de Madrid. Aun así, sabíamos que esta operación necesitaba de un despliegue y de una logística que poco tenía que ver con lo que hasta ahora teníamos por costumbre. Se decidió que en todo momento Alicia se quedaría controlando el casino de Madrid, mientras que el resto de la flotilla iríamos en sucesivas oleadas hacia Holanda, de manera que cuando estuviese todo preparado pudiéramos disponer del potencial del grupo. No se nos escapaba que también era importante darnos algún relevo para que no nos quemásemos demasiado viviendo fuera de casa y, por supuesto, tampoco nos olvidamos de la importancia que tenía designar enseguida a alguien de nosotros para que siguiese abriendo campo en algún lugar diferente que eligiésemos de Europa.
Balón fue el escogido para abrir camino en Amsterdam. Frotándose las manos, volvió a poner en activo su maleta, donde metió toda la ropa de que disponía, muchas casetes de distintas agrupaciones de sevillanas y alguna otra de Janis Joplin, dos botellas de aceite de oliva (por si las moscas) y un millón y medio de pesetas para los gastos. Este dinero era, básicamente, para poder jugar desde el principio, ya que nos fuimos dando cuenta de la importancia que tenía al llegar a un nuevo casino el que pareciésemos unos jugadores empedernidos desde el primer día y no unos extraños e inquietantes analizadores de números. Enseguida fueron llegando noticias de la excelente calidad de la mayoría de las catorce ruletas americanas de por allí, de extraños personajes pertenecientes a un período poshippy y de un sonoro «vaya tela lo que hay por aquí».