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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

La fabulosa historia de los pelayos (4 page)

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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2. LA INESTIMABLE IMPERFECCIÓN DE LAS MÁQUINAS

¿Y si el crupier, cansado de hacer siempre lo mismo, tuviera una tirada algo automatizada y lanzara la bola y el plato de la ruleta a una velocidad parecida? Pues es de suponer que la bola caería aproximadamente a la misma distancia del sitio de donde salió.

—Javier —le digo a mi hermano—, creo que tengo una idea que puede funcionar en la ruleta.

—Ya lo hemos intentado otras veces y ahora acabamos de perder trescientas mil pesetas al black jack —me responde, arrancando su coche desde la puerta del casino del Puerto de Santa María.

—Es verdad, pero en esas ocasiones el análisis era sólo matemático y la ruleta está blindada en ese terreno. Ahora se trata de mirarlo desde un aspecto físico. Si los relojes suizos o los cohetes de la NASA nunca llegan a ser perfectos, las ruletas tampoco.

No puedo negar que antes lo había intentado como hacen la mayor parte de los sistemistas: creía erróneamente que un número tenía mayor probabilidad de salir cuando no aparecía en largas series anteriores. Me desengañó Monchi Cruz, que entonces estaba acabando de estudiar arquitectura y ahora está reformando el Rijksmuseum con Antonio Ortiz. Me afeó mis vulgares creencias y yo también prometí reformarme.

—Piensa que si el sistema funciona viajaremos a los mejores sitios del mundo, que es donde abren los casinos —le animé.

—¿Vida de lujo? —se preguntó mientras liaba un pequeño objeto fumable.

—De lujo y disciplina. Habrá que tomar muchos números para ver si existe la tendencia favorable que supongo —le aclaré mientras me miraba con inquietud.

Tuvimos la suerte de empezar en Madrid porque, yendo como íbamos buscando la tirada de los crupieres, las ruletas nos enseñaron que eran ellas las que se distraían y no observaban las estrictas leyes de la aleatoriedad para las que habían nacido.

Ocurrió que mi sobrino Cristian, recién llegado de Algeciras, encontró tiempo para ir casi todos los días al casino durante un buen rato. Apuntaba los nombres imaginarios que le daba a los crupieres (caraplato, rubia, chupado, gordita o panoli), así como los números que iban sacando. La idea era analizar el estilo de tirada de cada uno y, para ello, yo introducía en el ordenador los números que Cristian traía en las distintas series de cada crupier, pero también con la posibilidad de verlos todos juntos. Las ruletas de Madrid nos enseñaron que preferían significativamente unos números a otros.

Cuando al cabo de unos quince días los miraba en su conjunto, observaba que el 1 y sus dos vecinos (20 y 33) salían casi tanto como el 4 y los dos que le rodeaban (19 y 21). Esos seis números sobresalían notablemente de la media, dándose el caso de que ambos grupos de tres números se hallaban uno enfrente del otro en el círculo de aquellas máquinas. ¿Estarían esas ruletas fabricadas de tal forma que estas dos zonas eran como el fondo de un valle donde la bola caía con más facilidad que en las crestas del mismo? Todo parecía indicar que sí, ya que los números que menos salían, con diferencia, eran por un lado el 12 y el 28 y, enfrente de ellos pero también a medio camino de las zonas afortunadas, el 11 y el 36, que reposaban en esta hermosa metáfora de valles y colinas, en la parte alta de las laderas.

—Iván, lo he encontrado. No son los crupieres los que tienen tendencia, sino las máquinas.

—¿Seguro, papá?

—Hombre, no sé evaluar si esto pudiera ser una casualidad, pero he hecho unas simulaciones en el ordenador tirando aleatoriamente el mismo número de bolas que ha tomado Cristian, y nunca me salen resultados ni remotamente parecidos a estos que tenemos.

—Habría que estar más seguros.

Mi hijo Iván era más joven y, por lo tanto, más conservador que yo.

—Vamos a seguir estudiando las mesas otra semana, pero si siguen saliendo más estos seis números y menos los otros cuatro, nos tiramos de cabeza al asunto.

—Puro sesenta y ocho —supongo que pensó, asintiendo con la cabeza.

Iván es el primero de cinco hermanos, le llevo veinte años y nació en aquella señalada fecha. Desde entonces me hizo ilusión pensar en la posibilidad de hacer cosas trabajando con él cuando fuera mayor, como por ejemplo, este libro. Anteriormente, y también en la actualidad, hemos trabajado juntos en asuntos musicales. Él componiendo canciones y yo produciéndolas.

Volviendo a los inicios del sistema, recuerdo que la cuestión que yo empezaba entonces a vislumbrar es que hasta la suerte (la buena y la mala) tiene límites. Los tienen los imperios, y también Mick Jagger y el Real Madrid. El azar, que es mucho más importante que todas estas cosas mundanas, sorprendentemente también tiene límites. Por ejemplo, si uno tira cien veces una moneda es casi imposible que la cara salga más de sesenta y cinco veces. Se puede tener fortuna y que esa cara salga más de las cincuenta que le corresponderían de media, pero el límite de esa suerte es la cifra de sesenta y cinco, que probablemente ningún lanzador de moneda sabe. Todo podría ocurrir, pero habría que esperar un número de intentos cercanos al infinito, lo que no está dentro de las medidas humanas y, por tanto, debemos aceptar que esas cosas no existen. Se puede pensar que hay algo de soberbia en estas consideraciones, pero sin ellas nadie podría presentarse como un auténtico jugador.

Lo que ocurría en el casino de Madrid es que ciertos números estaban saliendo muy por encima de lo que les correspondía. Era como si una cara o una cruz de la anterior moneda superasen con creces su ya explicada barrera, lo cual era inaceptable sin pensar en un serio defecto físico de la máquina (casilleros más grandes, superficies más blandas donde la bola rebotaría menos, etc.), como el mayor peso de un lado de la moneda podría explicar unos resultados que superasen sus límites. Si esos defectos físicos existían, algunos números seguirían saliendo con mayor asiduidad que otros menos afortunados, y allí estaríamos nosotros jugándolos, dándoles la bienvenida.

—Habrá que medir todos los límites de la suerte en el entorno físico de la ruleta. No sabemos dónde están esos límites. Por ejemplo, ¿cuál es el número de veces que se puede permitir que el veintinueve salga en una serie de mil bolas?

Silencio mundial. Ningún libro respondía. A casi todo el mundo le daba igual las veces que saliera. La mayor parte de la gente estaba preocupada con la educación de sus hijos. Algunos, poco numerosos, llegaban a interesarse en cosas tan abstractas como Bach o la migración de las aves, pero en la insistencia del 29, nadie.

Cubríamos estas lagunas del conocimiento humano con las simulaciones: tirábamos diez mil series de mil bolas cada una en ruletas simuladas en el ordenador y de ahí deducíamos el comportamiento medio del 29, sus extravagancias lógicas, seleccionando los resultados mejores y los límites máximos de donde no había forma que pasara en nuestra realidad simulada. Millones de tiradas en antiguos ordenadores, que echaban fuego tras semanas de trabajo ininterrumpido, nos acercaban al conocimiento práctico del desconocido comportamiento de la suerte, y ella misma definía sus límites en una mesa de ruleta. En algún momento de debilidad romántica me preguntaba si sería posible también medir su comportamiento en otros ámbitos de la existencia, pero abandonaba tales pensamientos por inoportunos y poco respetuosos con el gremio de filósofos, teólogos y otros especialistas en el arte de la contabilidad.

—Vale, me ocuparé de organizar un equipo con gente de la familia y con amigos. El primo Guillermo seguro que me ayuda —respondió Iván.

En definitiva, que sin contar con el bagaje teórico, que más tarde encontraríamos y confirmaría punto por punto estos análisis prácticos, nos lanzamos al intento de liberar a las ruletas de los implacables elementos del azar a los que aparentemente estaban sometidas.

3. LA «FLOTILLA» Y EL GRAN CASINO MADRID

Los primeros momentos de cualquier aventura que se precie habitualmente se muestran inciertos. En realidad, son los demás los que algún día te hacen ver que llevas un tiempo inmerso en algo que no se puede considerar como corriente. Por eso, no es de extrañar que en el inicio de la aventura de los Pelayos todo lo que se relacionase con la actividad que empezábamos a desarrollar en torno a los casinos y al mundo del juego nos pareciese que funcionaba como una película. Más concretamente una película a lo James Bond:

—Seguro que llevan un control informatizado de todo el dinero que jugamos —opinaba Cristian.

—Yo creo que las ruletas tienen sensores para dirigir la bola al número que ellos quieran —solía argumentar Marcos.

—A estas alturas seguro que nos han puesto un detective —le preocupaba a Guillermo.

—Puede ser que con el calor de los focos los números cambien la tendencia —reflexionaba mi padre siempre en pos de una explicación científica.

—No puede ser que llevemos toda la noche sin que salga el número tres. Aquí hay algo raro —me quejaba sin ningún tipo de cientifismo.

—Cuidado, cuidado, os vigilan —Manolo «el pajarito» (cliente habitual).

En las primeras aproximaciones a la puesta en práctica del método que empezábamos a desplegar sólo la solidez de las herramientas del sistema, y la incansable y hasta bíblica capacidad de convicción de mi padre, consiguieron apuntalar un principio de certeza respecto al trabajo que teníamos que desempeñar en un grupo de gente donde el mayor de nosotros no llegaba a los veintiséis años y el más joven ni siquiera a los veinte.

Continuamente buscábamos explicaciones de todo lo que nos pasaba, intentábamos articular una batería de «razones» que nos diesen una justificación creíble, al menos para nosotros, de todos los hechos que se desviaban del rigor que pretendíamos de ese sistema, que en un principio estaba tan inmaduro como nosotros, pero con el que fuimos rápidamente creciendo hasta configurar un grupo humano y unas herramientas conceptuales casi invencibles.

Ante la tan repetida pregunta de muchos que les parece increíble que una serie de personas pudieran embarcarse en una aventura de semejante calado, siempre aparece una respuesta construida desde una descripción de perfiles: se hizo realidad gracias a la irredenta y pasional búsqueda de lo imposible que siempre ha caracterizado a mi padre y a la extrema juventud del resto del equipo. ¡Ah!, y por supuesto a que éramos familia.

Y es que al principio, más que profesionalidad lo que había era mucha emocionalidad. Además, es lógico porque sin duda se preguntarán en qué academia, universidad, o sencillo manual puede uno aprender la muy honesta profesión de jugador.

A pesar de la inevitable falta de referencias, en muy poco tiempo conseguimos constituir una especie de núcleo duro de personas que permitió darle consistencia al proyecto, al que muchísima gente fue acercándose y posteriormente saliendo, para así formar una especie de empresa de corte familiar con un estilo altamente artesanal, muy en la línea de lo de Juan Palomo. La casi totalidad de las acciones fueron acometidas por seis personas: además de mi padre y de mí, estaban Balón y mis primos Guillermo, Cristian y Marcos. Si a estos nombres añadimos los de Carmen, la actual mujer de mi padre, el de mi hermana Vanesa y el de mi madre Teresa, que, si bien no estuvieron presentes en todas y cada una de las acciones, sí participaron de momentos absolutamente claves, obtenemos un familiar elenco de personajes que se lanzaron con decisión en busca de una historia.

Nos llamábamos a nosotros mismos «la flotilla», y como tal actuábamos. Trabajábamos siempre en equipo, asumiendo un claro liderazgo de mi padre en lo concerniente al campo de lo teórico, y en otro más «de colegas» que ostentábamos Guillermo y yo, encargados de organizar todas las acciones que decidíamos acometer tanto desde la concreción de los recursos materiales con los que contábamos como en la optimización de las distintas capacidades en recursos humanos. Lo de la teoría lo percibíamos como sacrosanto y lo integrábamos en la organización desde esa postura energética que se consigue cuando se tiene fe en alguien.

En las primeras incursiones que acometimos no es que tuviéramos mucha idea de lo que mi padre pretendía darnos a entender, pero la máxima que lo arreglaba todo era: «Es que lo ha dicho tío Gonzalo». En cambio, las frases más utilizadas a la hora de afrontar planes propuestos por mí o por mi primo Guillermo eran del tipo: «Te quieres ir ya», o la consabida y muy occidental «Eso será por que lo dices tú». Lo cierto es que la cosa funcionaba de manera bastante fluida y con un grado de fidelidad que nunca he vuelto a ver en mi carrera seudoempresarial. Sin duda eran cosas de familia.

Balón (él siempre puntualizaba: «Balón, con b de pelota») era el único de la cuadrilla que ni se apellidaba García-Pelayo, ni era consorte, pero en cambio era, si cabe, el más Pelayo de todos. Él nos recordaba insistentemente las consignas que venían desde «las alturas», era el que constantemente pronunciaba palabras del tipo «grupo» o «equipo», y también el que más atado se sentía a nuestra nueva forma de vida. A modo de extremeño o murciano que después de tres años de haberse desplazado a vivir con sus padres a Vic o a Palamós se convierte en el más catalanista del lugar, Balón nos recordaba a menudo que éramos los Pelayos, lo cual además de buen rollo nos producía un cierto grado de ternura. Aunque siguiéndole la pista, Marcos tenía un estilo más… Bueno, probablemente será mejor que la propia historia vaya poniendo en su sitio a los personajes.

Uno de los aspectos fundamentales para conseguir reunir un grupo humano que funcionase tal como se hizo lo encontramos en el hecho de que jamás hubo un problema de malversación de fondos, o dicho de una manera más castiza, nadie metió la mano en la caja. Y es que ¿se imaginan un colectivo de personas que, imposibilitados de poseer la marca característica de ser una familia, manejasen varios millones de pesetas al día en rotundo y categórico cash sin poder ni tener que expedir recibo alguno?

El dinero que ganábamos, o el que nos quedaba cuando perdíamos, se dejaba todos los días en la mesa camilla del salón de casa de mi padre, por lo que más de una vez la señora de la limpieza se llevó un buen susto ante el paisaje que le ofrecíamos. Aunque para susto el día que el pipijervi de Balón insospechadamente decidió efectuar en el rellano de la puerta de entrada a nuestra casa el reparto de los billetes con los que íbamos a jugar aquella noche. Entonces ocurrió lo inevitable: bajó del ascensor una muy respetable y asentada vecina que, habiéndose equivocado de piso, se quedó atónita ante el manejo en vivo y en directo de una suma cercana a los cinco millones de pesetas por un grupo de chavales un pelín alterados ante el inusual contexto donde se estaba procediendo a dicho reparto.

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