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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (26 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Las pastillas alucinógenas que aún tenía conmigo, tomadas en una dosis excesiva, podían provocar la muerte. Yo le temía a la tortura y temía comprometer a mis amigos, algunos de los cuales se habían arriesgado mucho por mí. Y por ello, me tomé un puñado de aquellas píldoras y luego tomé un poco de agua. Los otros presos me pidieron que les diera también, ya que en la cárcel las píldoras son como una especie de droga que permite la evasión.
Después de tomarme las píldoras, me tiré cerca de un rústico y hermoso camionero que había cometido no sé qué delito contra las leyes del tránsito. Yo no pensaba despertarme jamás, pero a los tres días recuperé el conocimiento en el hospital de la prisión: una galera llena de personas con enfermedades infecciosas. El médico me dijo que me había salvado de milagro; que todos esperaban que no recuperara el conocimiento y muriera de un infarto.
Ahora, toda mi energía de antaño, con la que disfrutaba de cientos de adolescentes, quedaría encerrada en una galera con doscientos cincuenta criminales.
El mar desde la prisión era algo remoto, situado detrás de una doble reja. Yo era un simple preso común, sin ninguna influencia para acercarme a aquellas rejas y ver, al menos desde lejos, el mar. Además, no quería verlo ya, del mismo modo que me negaba a las proposiciones eróticas de los presos. No era lo mismo hacer el amor con alguien libre que hacerlo con un cuerpo esclavizado en una reja, que tal vez lo escogía a uno como objeto erótico porque no existía algo mejor a su alcance o porque, sencillamente, se moría de aburrimiento.
Me negaba a hacer el amor con los presidiarios aunque algunos, a pesar del hambre y del maltrato, eran bastante apetecibles. No había ninguna grandeza en aquel acto; hubiera sido rebajarse. Además, era muy peligroso; esos delincuentes, después de que poseían a un preso, se sentían dueños de esa persona y de sus pocas propiedades. Las relaciones sexuales se convierten, en una cárcel, en algo sórdido que se realiza bajo el signo de la sumisión y el sometimiento, del chantaje y de la violencia; incluso, en muchas ocasiones, del crimen.
Lo bello de la relación sexual está en la espontaneidad de la conquista y del secreto en que se realiza esa conquista. En la cárcel todo es evidente y mezquino; el propio sistema carcelario hace que el preso se sienta como un animal y cualquier forma del sexo es algo humillante.
Cuando llegué al Morro llevaba aún
La Ilíada
de Homero; me faltaba por leer el último canto. Quería leerlo y olvidarme de todo lo que me rodeaba, pero era difícil; mi cuerpo se negaba a aceptar que estaba encerrado, que ya no podía correr por el campo, y aunque mi inteligencia tratara de explicárselo, él no comprendía que tuviera que permanecer meses o años en una litera llena de chinchas, en medio de aquel calor horrible. El cuerpo sufre más que el alma, porque esta última encuentra siempre algo a lo cual aferrarse: un recuerdo, una esperanza.
La peste y el calor eran insoportables. Ir al baño era ya una odisea; aquel baño no era sino un hueco donde todo el mundo defecaba; era imposible llegar allí sin llenarse de mierda los pies, los tobillos, y después, no había agua para limpiarse. Pobre cuerpo; el alma nada podía hacer por él en aquellas circunstancias.
Aquella cárcel era, por otra parte, el imperio del ruido; era como si todos los ruidos que me habían estado persiguiendo durante toda mi vida, se hubieran reunido en uno solo en aquel sitio donde yo estaba obligado a escucharlo precisamente por mi condición de preso: por no poder escapar.
Entré en el Morro rodeado de una fama siniestra que fue, sin embargo, lo que me permitió mantenerme vivo en medio de todos los asesinos que había en aquel lugar. Con tal de capturarme, las autoridades cubanas habían desplegado contra mí toda una campaña en la que no se me calificaba como preso político o como escritor, sino como un asesino que había violado a varias mujeres y que había asesinado a una anciana. Así, mi foto aparecía en estaciones de policía y en lugares públicos con todos esos cargos. De manera que, cuando entré en el Morro, muchos presos me reconocieron como el violador, el asesino y el agente de la CIA; todo esto me cubrió de una aureola y de cierto respeto, aun entre los propios asesinos.
De este modo, sólo dormí en el suelo la primera noche en aquella galera número siete donde me habían internado, que no era por cierto para homosexuales, sino para reclusos que habían cometido diversos crímenes. Los homosexuales ocupaban las dos peores galeras del Morro; eran unas galeras subterráneas en la planta baja, que se llenaban de agua cuando subía la marea; era un sitio asfixiante y sin baño. A los homosexuales no se les trataba allí como a seres humanos, sino como bestias. Eran los últimos en salir a comer y por eso los veíamos pasar; por cualquier cosa insignificante que hicieran, los golpeaban cruelmente. Los soldados que nos cuidaban, que se hacían llamar «combatientes» ellos mismos, eran reclutas castigados y de alguna manera tenían que volcar su furia y lo hacían contra los homosexuales. Por supuesto, nadie allí les decía homosexuales, sino maricones o, en el mejor de los casos, locas. Aquella galera de las locas era, realmente, el último círculo del Infierno; hay que tener en cuenta que muchos de aquellos homosexuales eran seres terribles a los cuales la discriminación y la miseria los había hecho cometer delitos comunes. Sin embargo, no habían perdido el sentido del humor y con las propias sábanas se hacían faldas, encargaban betún a sus familiares y con él se maquillaban y se hacían grandes ojeras; hasta con la propia cal de las paredes se maquillaban. A veces, cuando salían a tomar el sol en la azotea del Morro, era un verdadero espectáculo. El sol era un privilegio que estaba racionado para los presos; nos sacaban una vez al mes o cada quince días, por un período de una hora. Las locas asistían a este evento como si fuera uno de los más extraordinarios de sus vidas, y en realidad casi lo era; desde aquella azotea no sólo se veía el sol, sino el mar y podíamos ver también La Habana, una ciudad en la que tanto habíamos sufrido, pero que desde allí parecía un paraíso. Para aquellas salidas las locas se engalanaban, se ponían los trapos más insólitos y se fabricaban pelucas con sogas conseguidas quién sabe cómo, se maquillaban y se ponían tacones hechos con pedazos de madera, a los que llamaban zuecos. Desde luego, ya no tenían nada que perder; quizá nunca tuvieron nada que perder y, por lo tanto, podían darse el lujo de ser auténticas, de «partirse», de hacer chistes y hasta de decirle algo a uno de los combatientes. Esto, por supuesto, podía costarles perder el sol por tres meses, que era lo peor que le podía pasar a un preso, ya que en el sol uno podía matarse las chinchas, sacarse un poco los piojos y los caránganos, que son unos insectos que se alojan y caminan por debajo de la piel hasta que le hacen a uno la vida imposible, impidiéndole el sueño.
Mi litera era la última de la fila, junto a una claraboya. Allí pasé bastante frío y cuando llovía me entraba el agua; la luz de la farola del Morro entraba cada dos o tres minutos por aquel hueco y me iluminaba el rostro; era difícil dormir con aquella enorme luz girando sobre mi rostro, además del ruido de los presos y de las luces interiores de la propia prisión, que nunca se apagaban.
Dormía abrazado a
La Ilíada
, oliendo sus páginas. Para hacer algo, organicé unas clases de francés en la prisión; siempre hay gente interesada en aprender algo en una prisión y hasta los mismos asesinos pueden gustar de la lengua francesa; por otra parte, no todos allí eran asesinos. Había, por ejemplo, un pobre padre de familia con todos sus hijos que habían sido condenados a cinco años de cárcel porque habían matado una de sus vacas para comérsela con su familia, pero las leyes de Castro prohíben hacerlo. Cierto es también que otros estaban presos por matar vacas ajenas para vender la carne en la bolsa negra; pero el hambre en Cuba es tan grande que la gente se disputaba desesperadamente aquellos pedazos de carne vendidos en bolsa negra a un precio altísimo.
Muchos presos en mi galera decían que estaban allí por «pinguicidio»; este delito consistía en violación de mujeres o de menores. Pero «pinguicidio» incluía cualquier cosa; por ejemplo, estaba preso conmigo un hombre que, mientras se bañaba, había sido visto por unas viejas y éstas lo denunciaron; aquel hombre estaba en prisión por haberse bañado desnudo en el patio de su casa. Había algunos que sí habían violado por la fuerza y hasta con deformaciones de rostros; para ésos el fiscal había pedido pena de muerte y, finalmente, cumplían treinta años de cárcel. Allí muchos aún no sabían la cantidad de años que tendrían que cumplir; a mí me esperaban de ocho a quince años, a otros treinta o pena de muerte, de acuerdo con la petición fiscal.
Los presos siempre se las arreglaban para saber el delito de los demás; los mismos guardias chismorreaban y le contaban a unos lo que los otros habían hecho. Había un joven que vestido de militar se había metido en una casa y robado a todo el mundo; era un delito grave por haber utilizado el uniforme del ejército de Fidel Castro para delinquir.
Una vez al mes teníamos una hora para recibir las visitas. Yo no recibía ninguna porque mi madre estaba en Holguín y además yo no quería que me visitaran; me entretenía mirando cómo los demás presos recibían a sus familiares. Los familiares de aquel muchacho esperaban que fuera una corta sentencia, pero no fue así; treinta años fue la pena que le impusieron. No puedo olvidar a aquella madre, a las hermanas, a la novia, cómo gritaban; él trataba de consolarlos, pero los gritos de la madre eran terribles. Treinta años.
Para las clases de francés no había libros, por supuesto; pero poco a poco conseguimos algunas hojas de papel, algunos lápices y otras cosas. Yo dictaba las clases desde mi litera; participaban algunos jóvenes y otras personas mayores. Era, en realidad, algo difícil poder pronunciar y darse a entender en francés en medio de aquella gritería, pero ellos aprendieron, al menos, algunas oraciones; a veces, podíamos hasta sostener ya algún diálogo en francés. Las clases tenían casi un horario fijo, después de las comidas, y se prolongaban a veces hasta dos horas.
Un preso, que había estado ya varias veces en prisión por causas políticas y ahora estaba allí por una causa común, me ayudó un poco a sobrevivir en aquellas circunstancias; Antonio Cordero se llamaba. Este hombre se las sabía todas; lo primero que había que aprender allí era a no morirse de hambre. El me aconsejó que no me comiera el pan en la comida, sino que lo guardara. Los presos se comían todo lo poco que les daban desaforadamente; era un poco de arroz, un poco de espaguetis sin sal y un pedazo de pan. Se almorzaba a las diez de la mañana y la comida no era hasta las seis o las siete de la noche; si uno no guardaba el pan, se moría de hambre con aquella cantidad miserable de comida que nos daban. Unas veces, por razones que nunca nos explicaban, no había comida y no se podía resistir tanto rato sin comer nada; entonces aquel pedazo de pan viejo era un tesoro, que no debía comerse de una vez, sino a pedacitos cada tres horas, y después un poco de agua. Conseguir azúcar era una verdadera odisea; a veces dejaban entrar una libra o dos de azúcar en la jaba, cuando venía la visita; un agua de azúcar en el Morro era uno de los tragos más deliciosos que se podían paladear. Mis amigos, los estudiantes de francés, formaron una cooperativa en la que yo no tenía nada que aportar, pero en la que ellos me aceptaron como miembro; la cosa consistía en aportar lo que los familiares traían durante la visita y hacer una especie de bolsa común para luego hacer una merienda colectiva.
Desde luego, no era fácil allí conservar el agua ni el azúcar, ni siquiera las almohadas o las colchas para dormir. Los presos más peligrosos y el «mandante» de la galera se robaban todo aquello. A veces, había que ir a comer con las pocas pertenencias que uno tuviese; un pedazo de pan, un poco de azúcar y hasta la misma almohada. Yo no me desprendía de
La Ilíada
, que sabía era muy codiciada por los presos, no por sus valores literarias, sino porque con sus páginas podían hacer una especie de cigarros que fabricaban con la tripa de algunas colchonetas y almohadas, enrolladas en papel; los libros eran muy deseados por los presos para usarlos también como papel sanitario en aquellos baños llenos de mierda y de moscas que después nos sobrevolaban todo el año, alimentándose de nuestra propia mierda acumulada. Mi cuarto quedaba cerca de aquel lugar y no sólo tenía que soportar la peste, sino el ruido de los vientres que descargaban. En ocasiones, y con intención, le ponían a la comida no sé qué condimento para que la gente se fuese en diarreas; era horrible sentir desde mi cama aquellos vientres desovándose furiosamente, aquellos pedos incesantes, aquel excremento cayendo sobre el excremento al lado de mi galera llena de moscas. La peste ya se había impregnado en nuestros cuerpos como parte de nosotros mismos porque el acto de bañarse era otra cosa casi teórica; una vez cada quince días, cuando había visita, los mandantes de la prisión acumulaban agua en unos tanques y nos ponían a todos desnudos a hacer una larga fila hasta pasar por frente al tanque, donde estaban ellos; cogían un jarro de agua y nos lo tiraban, seguíamos haciendo fila y enjabonándonos hasta pasar otra vez por entre los mandantes que nos tiraban otro jarro de agua, y ése era el baño que nos dábamos. Desde luego, era imposible bañarse con dos jarros de agua, pero era un enorme consuelo poder recibir ese baño. Los mandantes se situaban en la parte superior del tanque con unos palos y, si alguien intentaba repetir el baño, le caían a golpes. Desde luego, entre ellos había bugarrones que se fijaban en los muchachos que tenían buen cuerpo y los cortejaban después, o estaba la loca que se las había arreglado para estar allí con su amante. En el mismo baño vi una vez cómo toda la mandancia se templaba a un adolescente que ni siquiera era homosexual. En una ocasión el muchacho pidió que lo trasladaran, y habló con un combatiente y le explicó lo que estaba pasando, pero el combatiente no le hizo caso; así que tuvo que seguir dándole el culo sin deseos a toda aquella gente. Desde luego, además de dejarse templar, tenía que lavarle la ropa a todos aquellos hombres, cuidarle las cosas, darles parte de la comida que le tocaba. Aquellas pobres locas o los adolescentes forzados tenían que echarles fresco y espantarles las moscas como si fueran las esclavas de aquellos delincuentes.
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